En estas mismas páginas, en octubre del pasado año,
ya hicimos una breve introducción al origen del retrato que nos evita la
reincidencia y el hartazgo del lector, advirtiendo que en este tipo de
exposiciones la densidad histórica puede llegar a enmascarar la estética o la
teoría del arte. Si obviamos el gótico final donde encontramos retratos
admirables, con El Greco se forja la identidad del retrato español captando la
peculiaridad de los rostros españoles, si bien Tiziano establece la tipología
del retrato de corte en el siglo XVI (fijándose en Jacob Seisennegger) que
llegará a Antonio Moro (Anthonis van Dashorst Mor), Sánchez Coello, Pantoja de
la Cruz, Velázquez, Carreño y Mazo. Caracterizándose la escuela española por su
orientación naturalista, con Italia y Países Bajos como referencia del arte
moderno en general, lo que afectó de lleno al retrato al menos hasta Goya.
El contraste
en esta época, de la cultura y sociedad españolas es notorio: a la batalla de
Rocroi (1643), le sucederá la bancarrota de 1647 y entre tanto la crisis
catalano-portuguesa. Las paces de Westfalia en 1648 ponen fin a la hegemonía
española, produciéndose la decadencia (la declinación, como se decía entonces)
de España, que ensimismada en su grandeza, fija más la atención en el bufón
Nicolaso Pertusato que en las nuevas formas de pensamiento que están modelando
el espíritu de la modernidad como Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz, Locke y
Newton. Vivir desviviéndose de España que escribió Saavedra Fajardo, refleja la
paradoja permanente en la historia de este país. Se produce una endogamia en el
afán de enlaces matrimoniales como estrategia política y también una gran
preocupación por la primogenitura masculina (los hijos fuera del matrimonio de
Felipe IV tuvieron una suerte más numerosa): Mariana de quince años casa con
Felipe IV de cuarenta y cinco. Debía haberlo hecho con Baltasar Carlos pero
muere. Mariana se encuentra que la infanta María Teresa era así su hijastra y
su prima. Todo esto produce unos rasgos fisonómicos comunes tan cercanos y
uniformes que se prestan a confusión en los retratos sin cartela.
La década
1650-60 son años de esplendor de la cultura cortesana, donde podemos destacar las
obras de Calderón con destino el rey (por no hablar de Antonio Solís o Gabriel
Bocángel). Un teatro cercano a la ópera, espectáculo integral de texto, música
y escenografía, con abundancia de temas mitológicos o antiguos, que se podían
realizar en el Alcázar (Salón Dorado, Salón de los Espejos), Retiro o Aranjuez
y donde el lenguaje mitológico era habitual para desarrollar tramas novelescas
y dramáticas. En este sentido, Darlo todo y no dar nada (h. 1651),
representa la relación entre Alejandro Magno y Apeles, como Felipe IV y
Velázquez, una dignificación de la pintura. Cabe reseñar su égloga piscatoria, El
golfo de las sirenas (h. 1657), que recuerda a una anterior de Lope, La
selva sin amor (1627), ambas con ambientación marítima (la de Lope cantada
enteramente). En estos divertimentos con los que el público se entretenía,
tenían un fondo filosófico que alentaba también a la reflexión. En este caso,
Calderón buscaba correspondencias con la realidad histórica del momento, con
las circunstancias políticas de la monarquía y también con las personales del
monarca, astuto Ulises aficionado a
muchas Circes, para que se dejase ayudar por sus consejeros.
La exposición
se centra en los retratos de los últimos once años de la carrera de Velázquez,
que hereda de Antonio Moro el modelo canónico para
representar al rey de España. El éxito de Velázquez en la corte se debió
fundamentalmente a la admiración de sus retratos sea cual fuera su jerarquía
social. A través de la pintura llega a la experiencia del objeto, del carácter.
Velázquez y luego Mazo y Carreño sostienen un tipo de retrato de intensa
objetividad en el rostro y severa apostura corporal, que se prolonga hasta el
XVIII, dominando ese tono de grave sosiego y altivez un tanto rígida, que
constituía a los ojos europeos el talante español. El retrato venía marcado por algún
hecho relevante de algún miembro de la casa real o bien un uso político y
diplomático que diera a entender la monarquía española al mundo. Con una gran
demanda de retratos, ya que en el ámbito cortesano cumplía la función de
transmisor de la majestad: presidían lugares oficiales o bien eran regalados a
otros soberanos o enviados a familiares (Viena o París), de ahí las
repeticiones que podemos
ver en la exposición de Mariana de Austria, Maria Teresa y Margarita.
En estos retratos oficiales podemos distinguir el bufete o mesa en que se apoya
el personaje, el reloj o el cortinaje que sugieren espacios cerrados y lujosos
con la presencia de perros que representa fidelidad, por no referirnos a los
amuletos que se pueden distinguir en el caso de Felipe Próspero (1659).
Asimismo retratos para futuras bodas como La infanta Margarita (1654-1656), con demanda por posibles alianzas o
resoluciones de conflictos por vía matrimonial. La versión del Louvre
contribuirá a la fama internacional de Velázquez en el XIX, con su factura
libre y suelta será del agrado de Renoir. Este tipo de retratos (había otros retratos
de naipe o de faltriquera, que serían hoy como fotografías), constituían una
obligación del pintor de cámara y sus ayudantes, dando lugar al taller, donde Mazo
realizaría funciones relevantes y también copiaría obras Carreño.
Entre 1648 y
1651 Velázquez realiza su segundo viaje a Italia y es suficientemente conocida
su labor pictórica, sus adquisiciones y su vida sentimental. En este periodo se
centra en los retratos como forma de acercarse a la corte pontifica, destacan
los retratos de Inocencio X, uno, troppo vero, en la Galleria Doria
Pamphilj de Roma, y el otro, expuesto aquí, de Apsley House en Londres, que
sería una copia o ricordo para demostrar sus relaciones y asentar su
fama. Buscaba franquear los obstáculos para su ingreso en la Orden de Santiago.
Adopta la expresividad de la retratística romana de Bernini o Algardi, logrando
reflejar la personalidad y las inquietudes de sus modelos, lejos de los códigos
de majestad que presentan algunos retratos de aparato de Felipe IV (como el
llamado “de Fraga”, en Nueva York, Frick Collection, 1644). Así cabe reseñar la
inmediatez del rostro en Camillo Massimo, (1650, en Kingston Lacy, The
Bankes Collection, la misma colección que la copia/boceto de Las Meninas de
Dorset), gran aficionado al arte, protector de Poussin y Claude Lorrain,
retratado con el traje azul lapislázuli que solo llevaban los miembros de la
cámara secreta papal. De igual manera, Camillo Astalli (1650-1651)
refleja cierta empatía con el espectador, habitual por entonces en el retrato
romano pero no en Madrid.
A su regreso
la reina Mariana esperaba un hijo, fue Margarita. Desde entonces hasta su
muerte en 1660 hay un frenesí pictórico y culminación de sus etapas anteriores,
donde a golpe de pincel construye los detalles: ramos de flores, relojes de
fondo, el perrito de Felipe Próspero… Es la solvencia de la sprezzatura,
que podemos apreciar en la metamorfosis de mariposas del peinado de La
infanta María Teresa (1653; compárese este peinado con el de María de
Austria, reina de Hungría de 1630, del Prado, para ver las diferentes
pinceladas). Muy característica de esta etapa final es este abocetamiento de la
pincelada, como de acuarela, que diría Aureliano de Beruete, se puede ver en Felipe
IV (h. 1654 y h. 1656), con una gama cromática corta que recupera la
tradición del retrato de 1623. Abundan negros y grises que dirigen la atención
al rostro que muestra al rey en edad madura y que muy a su pesar, fue la imagen
que más se difundió (unas veinte versiones, en Londres y en Viena, así como en
estampas). En la versión del Prado, sugerencia de espacio con las franjas
verticales de detrás y está despojado de toda referencia a su rango, solo su
rostro nos lo comunica.
Desde nuestro punto de vista uno de los atractivos
de esta exposición es poder ver y comparar a escasos metros el llamado
tradicionalmente “Boceto de Las Meninas” (o Las Meninas de Dorset), con Las
Meninas, propiamente, del Prado. No lo es para Jovellanos que tiene el
boceto por original y el cuadro por copia (“Reflexiones y conjeturas sobre el
boceto original del cuadro llamado ‘La familia’”, en Varia Velazqueña,
Madrid, Ministerio de Educación Nacional, Publicaciones de la Dirección Gral.
de Bellas Artes, 1960, pgs. 156-164.). También lo consideraría original Ceán
Bermúdez que a su vez nos dice que tiene un “dibuxo de lápiz roxo que sacó D.
Francisco de Goya para grabarle al aguafuerte…”(Diccionario histórico de los
más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid, Vda. Ibarra,
1800, pg. 172). Stirling-Maxwell, se hace eco también del boceto y lo
consideraría original en base a lo que dice Curtis. Cruzada Villaamil lo tiene
por apócrifo, Bardi lo considera copia aboceta de Las Meninas y Carl
Justi nos dice: “Naturalmente, aquel momento se fijó primero en un boceto, que
aún existe; es prácticamente la única pintura que conocemos, que se realizó sin
duda para una de mayor tamaño. Y quizás deba su existencia al hecho de que, en
un primer momento, se pensó hacerla en este modesto formato.” (Velázquez y
su siglo. pg. 646. Madrid, Istmo, 1999. Bonn, 1888/1903). Hoy en día seguimos igual, preguntándonos por
la autoría. En la exposición se da a Mazo, por la factura, la facilidad de
acceso al cuadro en el despacho de verano del antiguo Alcázar, y, además, Mazo
estuvo al servicio del marqués del Carpio, donde figura el cuadro en el
inventario a su muerte. No lo considera así, actualmente, Matías Díaz Padrón
(hasta hace poco conservador del Prado) que en breve, según ha manifestado, se
explicará con más detalle.
Sobre Las Meninas que conserva el
Museo del Prado no caben aquí las referencias e interpretaciones que el cuadro
regenera y agota; se perfecciona con la experiencia: colma la mirada al verlo.
Requiere del espectador un esfuerzo por participar en el sofisticado
rompecabezas visual (verse a sí mismo viendo) y asistir, por ese espejo del
tiempo, al ámbito de intimidad entre los reyes y su hija, donde el pintor se
integra trabajando, como hacen también los servidores de la infanta. Combina
perspectiva lineal y aérea, tiene carácter autorreferencial como el Quijote
y naturaleza escenográfica, que enlaza con la costumbre de ver retratos sobre
el escenario, un hábito teatral al que Felipe IV y su corte estaban
acostumbrados.
Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), resulta un pintor magnífico cuya
fortuna crítica, siempre en comparación con Velázquez, oculta su fama por la de
otro genial. Alumno y yerno de Velázquez, raramente firmó sus
obras, con lo que a veces han sido confundidos. Realizó copias de Velázquez
como los de la infanta Margarita que podemos ver en la exposición. También la
retrata con quince años, de negro por la muerte de su padre Felipe IV. Destaca
aquí la sobriedad del retrato oficial, donde la tradición de la escuela
española se conjuga con la densidad de color del Barroco. El rostro serio de la
adolescente se enmarca en una suave aureola dorada que forman sus trenzas. La
cabeza a su vez, queda envuelta en el negro de la estancia y el vestido, que
resalta fuertemente una de sus manos, blancas y lánguidas. La otra se apoya en
un sillón de terciopelo rojo, que es respondido en un eco amplificado de color
con el cortinaje de fondo, herencia de la escuela veneciana, de la cual existían
numerosos ejemplos en las colecciones reales. La alfombra está también llena de
puntos de color rojo y dorado, lo cual reduce extraordinariamente la gama de
colores utilizados, que ofrecen un increíble juego de efectos de contraste
entre sí.
Juan Carreño de Miranda (1614-1685) fue uno de los
mayores retratistas de la corte española, amigo de Velázquez y nacido en el
seno de una familia noble, aplicó a sus lienzos el estilo aristocrático de su
forma de vida, captando con elegancia y psicología a los personajes de la
familia real y de la corte madrileña. Realiza, en general, un retrato solemne,
austero y en tonos pardos con fondo neutro, aunque en Carlos II (1671),
utiliza modelos venecianos que infunden a la pintura un hondo sentido del color
y el movimiento, especialmente a través del grueso cortinaje rojo que envuelve
a medias la figura, que aparece un tanto solitaria y frágil en mitad del lujo
agobiante de la sala, en comparación con la mesa gigantesca y el león. Todo
ello debido quizá al juego de ilusionismo óptico donde los espejos vulneran las
leyes de la refracción.
Sabemos por Antonio
Palomino que Velázquez tenía trato con poetas y escritores, Góngora, Quevedo o Francisco
de Rioja. Y por su biblioteca un amplio horizonte cultural, donde no abundan
obras de ficción o imaginación (no está Platón), sí tratados de Alberti,
Durero, Leonardo, matemáticas, perspectiva, mecánica, anatomía y medicina.
Desde Quevedo, con mayor o menor suerte se ha ido repitiendo lo de la verdad en
su pintura y lo de pintar el ambiente entre figuras, que diría Palomino. Como
hemos dicho anteriormente es un cuadro que agotaría cualquier hipótesis, pues “Velázquez
desaloja las sustancias del mundo de los cuadros y se reduce a pintar una
realidad funcional de fenómenos, aunque no en tanto que mensurable” (José
Antonio Maravall, Velázquez y el espíritu de la modernidad. Madrid,
Alianza, 1987, pg. 68). Velázquez escruta
los rostros y los plasma con respeto pero sin adulación, reflejando la tristeza
o melancolía, la salud o sus estragos. La
preocupación por la verdad del retrato es un viaje por un territorio donde
reconocer, reconocerse (autorretratos) o reconocernos en el mapa de un
cartógrafo de rostros.