Alberti, en De pictura, alude al mito de Narciso como origen tanto de la pintura como del autorretrato al reflejarse los artistas en su propia obra, de ahí la frase atribuida a Cosme de Médici, Ogni dipintore dipingere, toda pintura es un autorretratarse, palabras que llegan hasta nuestros días, cada cuadro es un autorretrato, llega a decir Bram van Velen de un periodo su obra, de la que esta exposición muestra Nieve (1923). El nacimiento del retrato, estaría pues asociado a la nostalgia, según podemos deducir de la anécdota que cuenta Plinio el Viejo sobre la hija del alfarero Butades de Sición, que parapetándose en el perfil trazado de su amado, conjuró el olvido ante su marcha. La ausencia, el apremio de lo temporal en una vida que se va, de ahí también las máscaras mortuorias en el origen del retrato y del poder ilusorio de la obra de arte.
Hacia
la primera mitad del siglo V a.C. tenemos las primeras muestras de retrato
individualizado, cobrando nuevo empuje con la retratística romana en el I a.C.,
estableciéndose como género autónomo en el Renacimiento, que aúna la tradición
medieval de las series dinásticas, los rostros de la Pasión, los iconos y el
redescubrimiento del arte clásico. Si entonces se empezó con individuos de
estamentos privilegiados, posteriormente abarcó todo el espectro social, con
una heterogénea gama tipológica y conceptual. En 1586 se publica Fisionomía humana de Gian Battista della
Porta, manual de referencia para muchos artistas que se interesaron no solo en
reflejar la fidelidad del parecido, cuestión ontológica en el inicio del
retrato; el impacto humanista busca arrebatar la representación del pensamiento,
el alma, la
personalidad. Captar la singularidad del personaje se
convirtió en objetivo del retrato barroco. John Pope-Hennessy, El retrato en el renacimiento (Madrid,
Akal, 1995), estudia la relación ojo-imagen, alma-fenómeno: Los ojos como
culmen del reflejo del alma revelan el propio carácter, estableciéndose un
encuentro de miradas, de ojos (retratado-espectador) que atraviesan sus
espíritus. El retrato revela sorpresivamente al personaje, desvela precisiones
cautivas al propio retratado, sus esencias, precisiones ajenas al parecido que
evidencia su personalidad.
En
cierta medida ese diálogo de épocas, el Renacimiento con la arte clásico en
este caso, será una constante en la creación artística, así artistas como David
retoman el pasado de la Atenas de Pericles, como De Chirico lo hará a su vez
con el propio David. En este sentido Goya concentra trayectorias anteriores
desde el Renacimiento y, al tiempo, posteriores condiciones artísticas futuras,
con una crítica en la representación de sus retratos de corte tratados, a
veces, como personajes de bajos fondos, ofreciéndonos un anticipo del
expresionismo que reflejará Otto Dix o George Grosz. En Goya podemos encontrar
tanto los rasgos y emociones individuales que conduzcan hasta el alma, como el
reflejo de pasiones universales, su esencia, su prototipo, un rostro como
máscara trágica de las representaciones griegas.
La
modernidad irá desplegando estos caminos con frecuencia simultáneos: anatomía
individual; enmascaramiento arquetípico. Se va produciendo un alejamiento de la
pose en el taller para buscar la representación captada de la observación
captada a lo vivo, donde la deformación plástica no anula el parecido y aunque
hay un alejamiento de la mimesis, se aceptan otras dimensiones de
representación distintas del parecido externo que experimentan plásticamente
con la
representación. Diremos , sintetizando, que se alcanza la
expresión del rostro, con un lenguaje propio que va más allá de lo que las
palabras pueden decir y a veces lo expresamos refiriéndonos al alma reflejada
en esos ojos que irradian una pulsión profunda, transmitiéndonos una señal
psicológica, una inquieta sensación. O bien se somete el rostro a un orden
geométrico o a un esquema (Julio González, Cabeza
llamada ‘El Tunel’, 1932-33), liberando al retrato de la expresión
figurativa, no así de la tensión geométrica, de volúmenes y líneas, que también
conlleva un cierto ánimo interno si observamos que en 1911 Kandinsky publica De lo espiritual en el arte.
Al
tiempo, en los inicios del XX la pintura muere y renace a velocidad de
vanguardias: Expresionistas acerados ahondan en la psicología. Máscara
y cubismo hacia el instinto universal, con fragmentación de esa rigidez de la
máscara que rompe el espacio hacia la libertad del alma en el retrato
surrealista. El siglo XX ha sido muy fecundo en retratos produciéndose ese
diálogo de los artistas con pintores desde el Quattrocento, pudiendo apreciar retratos arquetípicos, al modo
florentino, que buscan lo universal cultivados por Magritte, De Chirico o
Malevich, o bien retratos psicológicos del expresionismo nórdico de Munch, Macke
o Jawlenski en correspondencia con Grünewald, El Bosco o Lucas Cranach. Así
André Derain, Lucie Kahnweiler
(1913), retrato psicológico asociado a la tradición de Cranach o Holbein el
Joven, o bien, el retrato realizado por Avigdor Arikha, Marie-Catherine (1982). Asimismo encontramos este acercamiento, con
su tenso silencio, en Balthus (Roger y su
hijo, 1936).
En la
exposición podemos ver como Modigliani, en diálogo con Ingres (Dédie, 1918), aúna la “severidad formal
de la máscara y el más exquisito refinamiento sensitivo”, en palabras de Rafael
Argullol, uno de los autores que figuran en el catálogo de la muestra. Vemos la
ambivalencia en el autorretrato de 1948 de Herbert Boeckl, ¿retrato o máscara
esculpida en el propio rostro erosionado ante los horrores de una guerra? Asimismo
vemos la subversión de los cuerpos en Bacon continuando la tragicomedia de la condición
humana; a través de los ojos de Caroline,
¿1965?, de Giacometti, se sigue trasmitiendo el alma por la mirada, la
fragilidad del ser.
En Cartas a Théo (Barcelona, Idea Books,
1998) Vincent Van Gogh le escribe a su hermano: “… es difícil conocerse a uno
mismo, pero tan difícil como eso es pintarse a sí mismo”. Difícil y arriesgado
ser como Narciso, artista instrumento de sí mismo que puede acabar como
facetado anatómico propio de cirujanos, según decía Apollinaire del retrato
cubista. Con Pierre
Reverdy (en la exposición, pintado por Cassandre en 1943), podríamos decir que
en el (auto)retrato una fragilidad del yo se diluye como un eco entre el caudal y una imagen
tropieza contra sí misma.