La
verdadera vida de María Blanchard comenzó en París, fundamentalmente cuando ya
se trasladó allí para siempre a finales de 1915. Nacida en Santander en 1881 su
familia, de tradición periodística, no deja de alentarla en su formación artística
cultivando sus dotes para el dibujo. No fue fácil su encaje en el mundo
artístico de su época, aún dentro de la arriesgada vanguardia cubista las
mujeres estaban lejos de tener la misma consideración que sus compañeros
vanguardistas, asociándolas a un cierto decorativismo propio de su naturaleza
más pronunciada a lo sensible. Blanchard superó en París esas barreras
insoportables en España donde estaba sujeta a mofa, por esa gente hostil a los
cuerpos torturados.
Como resalta Griselda Pollock en el catálogo de la
exposición uno de los rasgos de la modernidad fue la incorporación de la mujer
en ese inicio vertiginoso del XX, a la vorágine industrial, literaria, musical
y artística en general. Susan Valadon o María Blanchard son eliminadas de la
primera línea de creación pictórica por no ajustarse a ciertos cánones líricos
y sensibles asociados a una cierta feminidad. Accedieron a la modernidad
alejándose del entorno doméstico (como también vimos en estas páginas al ver la
exposición de Berthe Morisot, dentro de un movimiento impresionista que
podríamos calificar como mixto). Hoy se analiza su obra con independencia, alejándose de los retratos
compasivos y lejos de los atributos sobre la feminidad establecidos.
Sus primeras obras, entre 1907-13, son pinturas con escenas
costumbristas donde predominan unos colores sobrios y un dibujo preciso fruto
de sus primeros estudios con Emilio Sala. En una primera estancia en París en
1909 en Academia Vitti recibirá
clases de Anglada Camarasa y
posteriormente con Kees van Dongen de quien aprendería la descomposición del
color y a separarse del referente directo de la naturaleza.
Una
obra relevante en este periodo será La
comulgante, iniciada en 1914 pero
expuesta en 1921 en el Salón de los Independientes con éxito, que además le
servirá para cerrar su ciclo cubista. Un cierto aire simbolista y naif la
recorre, de poderosos empastes y luminosidad claroscurista, con la figura
impostada a través de diferentes y contrastantes perspectivas distorsionantes
en la capilla. Al contraste de realidad y primitivismo ayuda una ingravidez
dada por los pies colgantes, de tradición iconográfica románica, a la que apoyan
los ángeles en rompimiento de Gloria.
Entre
1914-15 María Blanchard participa en exposiciones en España, uniéndose un poco
después al cubismo conceptual de Gleizes y Metzinger, un “cubismo de cristal”
según Cristopher Green denominó al cubismo meditado de Juan Gris. Se incorpora
con unas primeras obras sencillas de figuración identificable con efectos de
dinamismo con planos de masas enfrentados, relacionándose tanto con Gino Severini como con Diego Rivera, aunque la
síntesis de Blanchard es distinta, más conceptual y sobria. Posteriormente reduce
elementos y contrasta perspectivas con una técnica colorista personal con la
que llega a ser reconocida dentro del desarrollo de un segundo movimiento
cubista.
En 1916
Léonce Rosenberg, representante de Rivera y Juan Gris, empieza a adquirir sus
cuadros cubistas, en 1918 le proporciona un contrato con su galería y en 1919 su
primera exposición cubista. Se produce un reconocimiento pleno de la
plasticidad de su obra, extrema sensibilidad y fuerte carácter, heredera en sus
tonos negros y marrones de aquellos de Sánchez Cotán o Zurbarán. Situándose al
mismo nivel que sus compañeros Braque, Gris, Laurens, Lhote, Metzinger o Picasso y compartiendo, aun
con el ánimo siempre a punto de quebrar, la intensa vida artística parisina, la
efervescencia de Montparnasse junto a Rivera o Lipchtitz.
El cubismo de Blanchard antes de la Primera Guerra Mundial
se suele descomponer en fragmentos geométricos dispuestos en planos
superpuestos de intenso cromatismo, coincidentes con el estilo de Rivera, así Mujer con abanico (1913-15) y La dama del abanico (ca. 1913-16). Con
las tensiones de la IGM Blanchard se alejará del círculo de Rivera y Lhote,
acercándose al de Gris; lo vemos en Mujer
a la mandolina de 1916-17 y otro de igual título de Gris de igual periodo,
inspirados en el de Corot de 1860-65, que además les sirve de vínculo con la
cultura francesa en unos momentos cruciales de presión ideológica. Además, la
rareza en Blanchard de colocar la figura tocando la guitarra con la izquierda,
le hace así un guiño a Manet y su Guitarrista
español de 1860. O por seguir con ese acercamiento a la tradición francesa:
Maternidad oval (1921-22) deudora de la tabla derecha del Díptico de Melun de Jean Fouquet (h. 1450), donde la Virgen exhibe
de forma vistosa un pecho desnudo.
En 1920
André Lhote distingue un cubismo a priori o puro de un cubismo a posteriori.
Blanchard estaría en el primer grupo junto a Gris (arquitectura plana y
coloreada, en su propia conceptualización), Braque, Liptchitz, Metzinger,
Severini y Laurens. En la relación con Juan Gris, los especialistas en la obra
de Blanchard (como la excelente profesora Bernández Sanchís) no realzan tanto
una influencia preponderante de Gris sobre Blanchard, sino una red de
referencias formales mutuas entre ambos. Encontramos en Blanchard un naturalismo emotivo latente en
ella, con dinamismo; Gris más estático y
con una composición más ordenada y ortogonal que la más aparente aleatoriedad
de Blanchard.
Al acabar la IGM el arte se aproxima más al arte clásico,
una vuelta a la figuración, a lo duradero: retour
à l’ordre, que se inició en Italia a través del grupo Valori Plastici, en
Alemania a través de la Nueva Objetividad y en el resto de Europa a modo
individual. El cubismo torna melancólico después de la IGM, donde la fragmentación
había sido más cruel. Blanchard
vuelve a la figuración con un cubismo menos acentuado, difuminado podríamos
decir, así sus maternidades, sus espacios de intimidad: La toilette (1924), cuerpo irisado y formas como las de Tamara de
Lempicka, discípula de Lohte. Las dos
hermanas (1921), quizá su obra más valorada, incluso por ella, que la
recompró para tenerla cerca (según la comisaria de la muestra Mª José Salazar, María Blanchard. Catálogo razonado. Pintura
1889-1912. Madrid, MNCARS-Telefónica, 2004). Aún así vemos en esta obra una
geometrización de carácter cubista si lo comparamos con Las dos huérfanas (1923) con formas más redondeadas.
Determinadas
características formales del cubismo quedaron posteriormente en su obra.
Espacialidad comprimida, recreación del objeto en el espacio y un realismo
moderno no verista que crea sus imágenes desde formas simples. Sus espacios de
representación son un tanto anacrónicos, difíciles de situar en el contexto
moderno donde se desarrollaba su vida social, con hermosas mujeres de generosas
curvas y niños sanos: La golosa (1924);
o El
cestero (1924) una ciudad genérica indeterminada en el tiempo, en
composición cercana a lo que podría ser una Sagrada Familia con San Juanito.
A la
muerte de su amigo Juan Gris en 1927 se incrementa en ella la práctica católica
en consonancia también con Max Jacob, Gino Serverini o Paul Claudel. Desarrolla
un lenguaje propio, donde cabe destacar una expresividad congelada en los
rostros femeninos (casi todos) más cercanos a un prototipo que al retrato. Su
luz distribuida en brillos por toda la composición, tonos oscuros de pardos y
tierras como base pictórica y sobre éstos pinceladas de toques breves recorren
una amplia gama cromática, con fuerte contraste creando una especie de
irisación al mirar: La echadora de cartas
(1924-25), o la vibración colorista en el inacabado Niña
peinándose (1926-27).
En Blanchard subyace la geometría cubista con presencia de
la figura humana que se vuelve melancólica hacia 1927. Un sentimiento dramático
de su existencia que se plasmaría en La convaleciente (1925-26), estado febril
reflejado en los brillos del rostro vidrioso que parece mostrar su propio
decaimiento. Asimismo podemos comparar Bretona de 1910 y la inacabada de igual título de 1930-32. Fuerza y
brío en la primera, en la segunda último desconsuelo, dolorosa sutileza de la
que hablaba Maurice Raynal.
Su aspecto condicionó su constancia logrando una fuerte
personalidad y el respeto de sus compañeros y aunque la desgracia se cebara en
ella su corazón no se llenaría de odio como diría André Lhote con quien tuvo
afinidades plásticas. A su muerte en 1932 su familia retiró su obra lo que
condicionó sus ventas y desconocimiento. Realizándose desde entonces unas pocas
exposiciones, no es hasta la gran retrospectiva de 1982 en el Museo Español de
Arte Contemporáneo de Madrid cuando se empieza a dar a conocer mayormente su
obra.
Según nos cuenta la profesora Xon de Ros en “Tácticas de la
mujer en la vanguardia”, en el catálogo de la exposición, André Lothe gran valedor de Blanchard
a partir de 1920 hasta su muerte y después, escribe en su obituario para
La Nouvelle Revue Française: “No me
sorprendería que en un futuro más o menos lejano, los historiadores del cubismo
consideren a María Blanchard como uno de sus héroes de este movimiento.” Si
como recoge el documental de 1996, de Grete Schiller y Andrea Weiss, Paris was a woman, con tesón y riesgo
María consiguió ser “una mujer de París”.