Los
viajes de Bougainville en 1771 describiendo Tahití como jardín del Edén, los
del Capitán Cook por los Mares del Sur, disparan el imaginario occidental por
lo exótico, contrarrestando la domesticación ciudadana en la que se halla el
sentimiento de pérdida de una naturaleza salvaje. En este entorno, las pinturas
de Gauguin contribuyen a completar esa descripción, cuya fama alcanza a la
literatura de Melville, Stevenson o Jack London. No hacen sino emular a
aquellos quienes fijaron esos nombres: Vasco Núñez de Balboa aventurando el mar
del Sur, el Pacífico de Magallanes o las Islas Marquesas (de Mendoza) por
Álvaro de Mendaña en 1595. Posteriormente llegarán los holandeses con la
Compañía de Indias Orientales en el XVII, en XVIII ingleses y franceses con
empresas semejantes y en 1756 Charles de Brosses publica Histoire des navigations aux Terres australes, un modelo para
intereses científicos que dio nombre de Polinesia a ese conjunto de
archipiélagos.
La
exposición de la que nos ocupamos continúa en cierta medida la que se realizó
en este mismo museo a finales de 2004 comisariada por Guillermo Solana: Gaugin y los orígenes del simbolismo
donde entre, otras cuestiones, se relacionaba el arte popular de Bretaña con la
transformación artística que se produce a finales del XIX. Se pudo ver cómo
entre 1884 y 1890 Gauguin forja su propio estilo que culmina en Visión del sermón (1888) donde se aleja
de la mimesis optando por una composición plana basada en una fuerte
delineación del contorno figurativo y unos colores puros: un cloisonnisme inspirado en los esmaltes
tabicados o las estampas japonesas (aplastamiento escenográfico, colores
saturados) que aísla las figuras, alejándose del impresionismo y de la
tradición pictórica naturalista. Trascenderá la pintura de los Nabis, a la
denominada École de Pont-Aven y al salvajismo de los fauves.
Si los
impresionistas tratan con los colores ópticos del arco iris, Gauguín busca la
pureza cromática aplicando el pigmento industrial tal como sale del tubo. Ahí
es donde a nuestro juicio radica su renombrado salvajismo, según manifiesta él
que ansiaba crear como el Divino Maestro (Lettres
de Gauguin à sa femme et á se samis, annotées et préfacées par Maurice Malingue,
Nouvelles édition, Paris, Bernard Grasset, 1946). Su primera intención fue
estudiar los trópicos en Madagascar (véase www.vangoghletters.org) donde
esperaba forjar, a semejanza de San Juan Bautista, la pintura del futuro. Lo
salvaje no vendría tanto por su manera de vivir sino por el uso del color, la
forma de pintar su propia creación de una naturaleza pura e inventada.
Lo
salvaje es un aliento que alimenta el exotismo una vez que el viaje a Italia
parece ya no ser suficiente. Amplía el viaje de lo diferente y aunque sus
pinturas no evocan el romanticismo de un Delacroix, en Gauguin existe un cierto
idealismo en sus composiciones. Reelabora una mitología transmitida oralmente y
la refleja en sus dioses, en sus formas, en un sincretismo idealista donde se
pueden rastrear huellas de pintores que si bien compartieron un cierto inicio,
también se quejaron. Así Cézanne con sus troncos de árboles estructurando la
composición, se sentía airado porque Gauguin le robaba sus ideas. Pissarro le
inició en las pinturas rurales y aunque no repudia en sí mismo el estilo
sintetista, que le parece natural en el arte de Extremo Oriente, sí rechaza su
adopción deliberada por un artista moderno como un préstamo rebuscado y con un
contenido místico afectado más propio de otra época. Pissarro no ve a Gauguin
como el salvaje que decía ser, sino civilizado, con un carácter proclive a
maquinaciones comerciales, oportunismo y candidez no exenta de talento, que
debería aprovechar para una mayor armonización y no tanto para saquear a
bretones, a polinesios o a Cézanne.
La
exposición se centra en ese periodo polinesio de Gauguin y comienza con
Delacroix (Mujeres en Argel, 1849.
Visto también en estas páginas) de quien Julius Meier-Graefe le hace “continuador”
en su relevante Historia del desarrollo
del arte moderno. (Stutgart, Jul. Hoffnann, 1904) y que sirvió para
consolidar los presupuestos de Die Brücke que también hemos tratado
recientemente en estas páginas en la exposición de Kirchner (con varias obras
en esta muestra), donde se produce una vuelta a la naturaleza o Lebensreform (nudismo, liberación sexual
y su impacto en las artes visuales. Véase a este respecto la tesis doctoral de
Renate Foitzik Dirchgraber, Universidad de Basel, 2003).
Gauguin
había vivido en Perú de niño donde aprendió español y ya en su juventud viajó enrolado
en la marina mercante. Luego Panamá y Martinica, donde consolida su estilo de
madurez. A finales de la década de 1880, frecuenta a Van Gogh y Emile Bernard
con quien llega a concretar el Sintetismo un estilo con grandes superficies de
color con un aplanamiento de su pintura, como simplicidad buscada. El 9 de
junio 1891, gracias al billete subvencionado por el Ministerio de las Colonias
(según Paloma Alarcó, en el catálogo de la muestra), desembarca en Papeete, una
ciudad cosmopolita y más grotesca de lo que él deseaba, con los productos que
necesitaba más caros que en París. Llegó vestido como un aventurero romántico
con perilla a lo Búfalo Bill, que le hacía parecer a ojos nativos una especie
de transexual o mahu. Alquiló una
vivienda en los aledaños de la catedral y llevó una vida disoluta en esos
primeros meses en los que intentó pintar retratos a los colonos, pero no cuaja
su estilo entre ellos. Deteriorado en su salud, se va hacia el sur de Tahití,
Mataiea, una playa con pocas casas y paisaje fabuloso de playas negras, realizando
al tiempo excursiones, poco habituales, hacia el interior de la jungla. Resultado
de esos viajes a valles perdidos escribe Noa
Noa en el que plasma el esfuerzo por encontrar un paraíso existente solo en
su imaginación, con una amalgama mitológica de diversa procedencia, que cuaja
en el perfil montañoso de sus paisajes o en los títulos en canaco que estimulan
la imaginación y seducen a los coleccionistas europeos.
De este
periodo quizá el cuadro más representativo de la exposición sea Mata Mua (1892), una obra que simboliza
esa vida idílica en esos valles perdidos, como si describiera alguna de las
tradiciones que le contaba su novia (vahine)
Tehamana del pueblo de los Areoi, casta elevada maorí. En él vemos una serie de
mujeres, una toca la flauta (vivo,
que se tocaba con la nariz, según Guillermo Solana) y otra escucha, otras
danzan ante la Diosa de la Luna (Hina) entre palmeras y mangos. Detrás la
montaña sagrada que sirve en su falda de enterramiento. Trata de transmitir
música y olor a través de las líneas sinuosas y los colores (sinestesia). La
pose de las mujeres remite a un relieve del templo de Borobudur en Java, del
que Gauguin tenía fotografías, y también a la tradición budista e hindú,
presente en numerosos cuadros. Sincretismo junto a una metamorfosis de los
ídolos, puesto que las estatuas tahitianas (tiki)
no eran tan altas como se da a entender en sus cuadros, medían a lo sumo metro
y medio y no quedaban monumentos del culto antiguo. Se inventa esa escala
inspirándose en las pequeñas estatuas que él mismo esculpía en madera y que no
nos han llegado por la pobreza del material.
Gauguin
no solía trabajar al natural, sintetizaba y luego pintaba en su estudio. En sus
mujeres tendidas de espaldas se rastrean las de Ingres o Cézanne; en las poses de las mujeres
retratadas (son escasísimos los retratos masculinos, al final, en las Marquesas
hará alguno más) remite a las pastorales de Tiziano actualizadas por Pissarro
con campesinas recostadas en el campo, de donde proceden las pastoras bretonas
de Gauguin (1886-89) luego en Martinica y Tahití. Gran sensualidad en sus obras,
en sus mujeres desnudas tendidas, rindiendo homenaje a Olympia de Manet (1863), serán fórmula
para el magnífico Desnudo azul de Lariónov
(1908) o El desnudo azul (Recuerdo de
Biskra) de Matisse (1907). Matisse coincide en Tahití con el rodaje de Tabú de Murnau un director al que le une
una cierto ímpetu artístico: “Murnau dispone sus elementos en cuadro como un
pintor, logrando una imagen de gran belleza plástica y de gran fuerza expresiva
que condensa una idea y comunica emociones al espectador.” (Luciano Berriatúa, Los proverbios chinos de F.W. Murnau. Madrid, Filmoteca Española,
1991). Gauguin como inicio del primitivismo que continuaría con fauves y expresionistas, donde la carga
emocional es determinante en la carga plástica condicionante en el trazo, en el
color, en la simplificación formal. Forjar el ideal natural, armonía a la que tender, conexión directa con
la vida: Emil Nolde en los retratos expuestos denota un gran verismo
documental. El viaje a Túnez de Klee y Macke
les descubre su luz deslumbrante, exotismo que también vieron los Delaunay
descubriendo en España o en Portugal la intensa luz donde las formas abandonan
su consistencia.
Gustave
Arosa fue tutor de Gauguin al fallecer su madre, era experto en la reproducción
fotográfica de obras de arte y coleccionista de pintura moderna que además le
consiguió el trabajo de comisionista para el agente de bolsa Paul Bertin. Quizá
de esta relación o del uso de la fotografía por su admirado Delacroix hará que
Gauguin reinterprete, de manera simbolista, las fotografías. A partir de 1860
se difunden las primeras fotografías tomadas bien por marineros o por los
estudios fotográficos que se establecieron en Papeete. Gauguin las
coleccionaba, de aquí Muchacha con
abanico (1902), reinterpreta la fotografía de Louis Grelet, Tohotaua en el estudio de Gauguin,
realizada poco antes de morir Gauguin se puede adivinar al fondo L’Espérance de Puvis Chavannes
(1871-72), y más claramente Retrato de la
mujer del artista con sus hijos (1528) de Hans Holbein.
Aparte de
las reseñas de los libros mencionados en esta recensión (el catálogo de la
exposición o de Guillermo Solana, Gauguin.
Madrid, Arlanza Ed., 2004; además su conferencia dada sobre Mata Mua en la web del museo), merece verse la amplia reseña de Fietta Jarque en Babelia, suplemento de El País de 20.10.2012, donde alude a
otra parte, menos tratada, de lo salvaje en Gauguín. Oviri
(Salvaje) es una escultura sobre su tumba en las Marquesas que representa a Oviri-moe-aihere (El salvaje que duerme
en la selva) un dios de la muerte y el duelo, que Guillermo Solana ha
relacionado con esculturas del arte neoasirio que Gauguin habría visto en sus visitas
al Louvre. Éste escribe (Antes y
después. Barcelona, Nortesur, 2012): “Soñar despierto es más o menos lo
mismo que soñar dormido. El sueño dormido es a menudo más audaz, a veces un
poco más lógico” culminando un vasto sincretismo cultural, un sueño que nos transmite
el intenso contenido espiritual en un entorno oriental, donde más que lo
salvaje, encontrar “belleza, calma y voluptuosidad”.
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