En la magnífica página web de la
Fundación Alberto et Annette Giacometti (http://www.fondation-giacometti.fr/)
podemos leer que Giacometti estableció una equivalencia entre el cuerpo humano
y la naturaleza: cabezas como piedras, árboles como seres humanos, en un
proceso de crecimiento entre la montaña y la luz del sol del valle donde nació
(Vue de Stampa [Vista de Stampa],
1921), que, como un soplo, mantendría el pulso vibrante de su mirada encerrada
en su taller, tan célebre como minúsculo, donde se aliaba con la distancia.
Su padre Giovanni, también artista, le alentó
en sus inicios artísticos. Viajará por Italia, realizando su aprendizaje en la Grande Chaumière (taller
de Bourdelle), al tiempo que visita los museos de París. Atraído por el arte egipcio,
sumerio y el arte de las Cicládas, también por el de África, México y Oceanía
visto en el Musée de l’Homme de París. Continuando la enumeración de
influencias, podemos destacar Henri Laurens, Jacques Lipchitz, Brancusi y
Archipenko, fundamentándose, asimismo, en teóricos especialistas en arte
africano como Michel Leiris o Carl Einstein, cuya obra, Negerplastik (1915) fue
de las primeras en sistematizar el arte africano, con un gran peso en la
vanguardia artística de inicios del siglo XX: “Puede llamar la atención que, en la escultura negra como en otras
artes llamadas primitivas, algunas estatuas sean singularmente largas y
esbeltas; y que, al mismo tiempo, las resultantes tridimensionales no aparezcan
demasiado acentuadas. Tal vez se manifieste aquí la voluntad irrefrenable de
expresar, en esta forma esbelta, el volumen en toda su desnudez.” (La escultura negra y otros escritos.
Barcelona, Gustavo Gili, 2002, pg. 54).
Entre sus primeras obras se deja sentir la
atracción cubista: Composición, 1927,
y Composition (dite cubiste II)
[Composicón (llamada cubista II)], c. 1927, en las que se produce una integración
del espacio mediante aglomeración de formas geométricas.
Le
Couple
[La pareja], 1927, se inspira en arte
mexicano, en la concepción plana del cuerpo. Ambas figuras son una extensión
volumétrica de sus sexos. Y aunque aislados sobre peanas independientes, pero
con un plinto común, son dialogantes en sus elementos (el ojo de uno es, a su
vez, el sexo del otro).
Tête
qui regarde
[Cabeza mirando], 1929, obra donde reduce el volumen a su expresión mínima, con
concavidades poco perceptibles para insinuar nariz y ojos, la emergencia de una
mirada. En esta obra vemos una fascinación por los estudios de la cabeza humana
que ya había reflejado en unas primeras pinturas de recuerdo impresionista
(quizá por influjo de su padre) y que irá desarrollando con ahínco hasta el
final.
En Femme
couchée [Mujer dormida], 1929, sigue el desarrollo de sus figuras planas
que nos llevarán hasta sus estructuras jaula y a los tableros de juego. Esculturas
en horizontal que por su apariencia de maqueta, fascinaron a los surrealistas y
que en algún caso sugieren juegos de amor y muerte: Homme et femme [Hombre y mujer], 1928-29.
Su deseo de realizar esculturas al aire libre
le lleva Progetti per cose grandi
all’aperto [Proyecto para obras grandes al aire libre], 1931-32. Esculturas
exteriores imaginadas, donde estudia la escala y que anticipa el proyecto para
la plaza del Chase Manhattan Bank. Asimismo, Projet pour une place, [Proyecto para una plaza], 1931-32, la
primera escultura en tablero de juego, surgida del encargo para un diseño
paisajístico, en la que
Giacometti buscaba un terreno de interacción con el
espectador, requiriendo su participación física, sentarse, apoyarse, deambular…
Algo que con una lectura más figurativa vemos también en On ne joue plus, [Se acabó el juego], 1931-32, donde refleja sus
estudios sobre los diferentes puntos de vista: cenital, abarcándolo en
conjunto; o a ras del tablero, intercambiando miradas.
Palais
à quatre heures du matin, [Palacio a las cuatro de la madrugada], 1932, es quizá su
escultura en jaula más célebre, a la que precedió Boule suspendue [Bola suspendida] 1930-31, con movimiento a
desencadenar por el espectador, incorpora jaula o espacio escultural autónomo
que debe quebrarse para iniciar el movimiento previsto por Giacometti y que
también podemos ver en Circuit, 1931.
A partir de 1940 empiezan esas figuras
diminutas, como insectos, con enormes peanas dando la impresión de un espacio
amplio: Petit buste sur doublé socle,
[Pequeño busto sobre doble peana], 1940-41, donde parece ocurrir la disolución
de lo escultórico que podría ajustarse a la interpretación existencialista de
Sartre: cuerpo como filamento mínimo soporte de la existencia, que nos puede
llevar a Place I [Plaza I], 1948, con
ecos de Jean Genet: “… parece que el
artista haya sabido apartar lo que molestaba a su mirada para descubrir lo que quedará
del hombre cuando hayan desaparecido las apariencias.” (“El taller de Alberto
Giacometti” (1957) en El objeto invisible.
Barcelona, Thassália, 1997, pg. 33).
Durante su vida, Giacometti practica todas las
técnicas de grabado: xilografía, aguafuerte, aguatinta y litografía sobre
todo a partir de 1949. En los cincuenta, figuras
esbeltas, como mujeres-árbol en un claro del bosque, y desproporcionalmente
altas sobre grandes zócalos aisladas o caminando: La forêt (Sept figures, une tête) [El bosque (siete figuras, una
cabeza], 1950; La clairière [El
claro], 1950. Así como la “jaula” escenifica un espacio virtual, las planchas
en estas esculturas de líneas verticales con figuras alusivas femeninas, están
colocadas en una sugerente bandeja de levitación.
El desarrollo artístico de Giacometti se
puede dividir en tres fases: surrealista donde hay un afán por experimentar con
el espectador; miniaturas, donde predomina un concepto muy suyo de la realidad
y la última, donde desea representar la totalidad de la vida en sus obras y tiende
a la simultaneidad de tiempo y espacio: “El tiempo se hacía horizontal y
circular, era espacio al mismo tiempo, e intenté dibujarlo.” (Le Rêve, le Sphins et la mort de T.,
1946, pg. 265 del catálogo de la exposición). En esta etapa se va encaminando a sus
figuras fundamentales: cabeza, mujer de pie y hombre que camina, que formarían
parte del proyecto para la plaza del Chase Manhattan Bank, para la cual el
arquitecto, Gordon Bunshaft, quería agrandar Tres hombres que caminan (1949). Giacometti no lo veía y propuso Mujer grande, Hombre que camina y Cabeza
grande, culminación formal desde la postguerra. No
resultó el proyecto con Giacometti, aunque en la plaza se instalaron otros
“árboles”: una escultura de Jean Dubbuffet, Grupo
de cuatro árboles (1969-72), aparte del jardín japonés de Isamu Noguchi (El jardín del agua, 1964-65).
Esas tres figuras que hemos mencionado
constituían el imaginario de Giacometti desde temprano. Las tres figuras
tienden a juntarse, si bien cada una de ellas tendría su propia simbología: Hombre que camina, búsqueda; Cabeza grande, conciencia que mira y Mujer grande, imagen de culto,
desarrollada a partir de Mujeres de
Venecia, en donde hay un proceso sensorial del modelado en su superficie llena
de hendiduras. Giacometti decide editar las esculturas de bronce cada una por separado presentando una primera versión de este juego en la Bienal de
Venecia en 1962. Solicitado por
Maeght, trabajó luego con el arquitecto de la Fundación Maeght Josep
Lluís Sert, para instalar una
versión en el patio del edificio
con vistas a un bosque de pinos en la Riviera francesa.
En sus pinturas, en sus dibujos, sentimos la
fugacidad de la figura, cierto carácter ilusorio, que alcanza también a sus
esculturas, una exigüidad devorada por la luz, “disolución en la luz y en el
espacio” como dijera Thomas M. Messer,
en catálogo de la gran exposición de 1974 en Guggenheim Nueva York. Yves
Bonnefoy, nos habla de su esfuerzo ya desde el inicio: “Giacometti quiere
restituir no la apariencia sino la presencia; y del mismo modo que el planeta
Tierra no consiente que se le reduzca a plano de modo preciso sobre un
mapamundi, la presencia se niega a la representación, puesto que le es
trascendente.” (“El deseo de Giacometti”, en La nube roja. Madrid, Síntesis, 2003, pg. 363). El deseo es la
brújula de este explorador de escalas y proporciones: si el Renacimiento nos
devolvió la perspectiva con la representación del individuo, ese contenido de
subjetividad nos restó acto de presencia, del que su arte da testimonio con el
trazo y la grieta como manifestación más directa del enigma de la presencia,
reconocimiento de la precariedad del ser al margen de toda mimesis.
“Con un extraño placer, me veía a mí mismo
paseando por el disco tiempo-espacio, y leyendo la historia erigida ante mí. La
libertad de comenzar por donde quisiera…” seguimos leyendo en Le Rêve, le Sphins et la mort de T. Podemos
ver así en Femme debout et homme qui
marche, [Mujer de pie y hombre que camina] 1962, a un hombre activo y una
mujer receptiva. El caminante avanza y la mujer parece quieta, si bien crece
erguida como el árbol, el hombre avanza en tanto le permite ese zócalo de
percepción que arrastra, que le llegará a medio sepultar en sus bronces de
1965, como constante presencia de los cuerpos en busca del espacio de la mujer
raíz.