Tan solo durante cinco días han coincidido las dos exposiciones en el
Prado sobre el Greco y no se entiende del todo que la primera, sobre su
biblioteca, no se haya prolongado hasta que acabara la actual, en las
anotaciones al margen en las Vidas de Vasari o en el Vitruvio de
Barbaro podemos indagar en sus ideas artísticas.
Ese centenar largo de libros, que llegó a tener el Greco, ayuda a
entender, entre otras cuestiones, sus relaciones con la arquitectura como
repercusión en la estimación de la pintura como arte liberal. Asimismo, su interés
por la perspectiva para sus fondos arquitectónicos y para la composición de sus
retablos, en relación con el espectador, y lograr una correcta proporción y
gradación lumínica y cromática. Un pintor supuestamente místico, pero que, según
se indica en el catálogo, no dejó escrita una línea sobre pintura religiosa, de
un pretendido neoplatónico, con libros de Aristóteles pero no de Platón.
También se pudo comprobar, en esa exposición, cómo las estampas que circulaban
por Europa guiaban la composición según las fórmulas venecianas: Durero,
Marcantonio Raimondi, Cornelis Cort o Parmigianino.
Exótica trayectoria de un pintor bizantino, metamorfoseado en un
artista occidental en Italia, que termina recalando en Toledo para desarrollar
una obra de estridente originalidad: “Grosso modo, el Greco siguió las
proporciones en la elaboración de sus retratos, pero no en sus pinturas de
asunto religioso o mitológico, […] para él la superioridad de la pintura radica
asimismo en su capacidad para representar las cosas ‘imposibles’ – epifanías,
mitos, encarnaciones -, representación que necesariamente debe fundarse en
proporciones no inspiradas en el canon humano.” (José Riello, Catálogo
exposición, La biblioteca del Greco, pg. 69).
Siguiendo El Greco. La obra esencial (Madrid, Sílex ed., 2014)
del profesor José Álvarez Lopera (espléndido profesor a quien está dedicada, in
memoriam, la exposición) nuestro artista se formó como pintor en Creta,
alcanzando el título de maestro. Allí sus trabajos se desarrollaron a la manera
tradicional bizantina determinada por el alargamiento de figuras, por reflejar
un orden jerárquico a partir de un eje central y un carácter conceptual, con
una disposición en un único plano ignorando la idea del espacio en perspectiva.
Católico romano como la mayor parte de la población candiota (Doménikos, nombre
católico, Kiriakos hubiera sido la versión ortodoxa), de esmerada educación por
su posición social acomodada, dominó los modos de hacer bizantinos heredados de
la época de los Paleólogos y otra de raigambre italiana en la composición e
iconografía, que pudo ver en las estampas.
Probablemente en 1567 ya estuviera en Venecia, no se puede asegurar
que fuera discípulo de Tiziano ya que su impronta no es la única que se puede
apreciar en el Greco, también Tintoretto (la espacialidad), Jacopo Bassano (la
iluminación) o Veronés (la actitud ante la naturaleza). Posiblemente al llegar
ya formado a Venecia no volviera a rehacer un nuevo aprendizaje, sino que
forjaría independientemente un cierto eclecticismo de todos ellos. En Venecia
pasó del temple al óleo, avanzando en la elaboración de los volúmenes,
anatomías, texturas, transparencias y detalles delicados a punta de pincel,
empapándose del colorido, el espacio y el paisaje. Paisaje al que dieron
importancia en la representación Giorgione y Tiziano en las nubes y celaje. En
el Greco, los celajes tormentosos, dramáticos, recorridos por resplandores,
serán seña de identidad y seña emocional, aportando un cambiante campo
lumínico, llegando a una cierta abstracción cromática que dinamiza la escena.
Hay que señalar la escasez de paisajes en la pintura española del XVII, entre
otras cosas porque la Contrarreforma consideraba la naturaleza humana y la
naturaleza en general como contingentes, por lo que la contemplación hedonista
del paisaje, el estudio de las leyes científicas que los rigen o su interpretación
simbólica como una añorada Arcadia, eran considerados elementos paganizantes o
heréticos. Posteriormente va a dar lugar lo que se ha denominado “paisajes de
fuego”: fogosidad de un paisaje con trasfondo místico, como en el Greco, que
más tarde se podrá ver en Goya, Zuloaga, Picasso, Dalí o Miró.
En Roma en el otoño de 1570, Giulio Clovio le introduce en los
ambientes artísticos romanos, permaneciendo al menos dos años en el palacio
Farnese, bajo protección del cardenal Alessandro, nieto del papa Pablo III,
asimismo estudiaría la colección de grabados de Clovio. En 1572 ingresa en
Academia de San Lucas como Miser Dominico Greco, es en Roma donde se gana el
apelativo Il Greco por lo rebuscado de su apellido. Otro nombre de esa
época fue Fulvio Orsini que era bibliotecario del palazzo, coleccionista
y un teórico competente interesado por todas las ramas del saber. En su
biblioteca se reunían un selecto círculo de literatos y artistas, donde consolidó
su idea sobre la finalidad de la pintura como arte liberal, algo que
contrastaría con Toledo donde los pintores tenían el estatus de artesanos, de
ahí quizá sus numerosos pleitos.
No se corresponden sus juicios despectivos sobre Miguel Ángel con los
abundantes préstamos que aparecen en sus primeras obras toledanas que delatan
admiración. Por un lado lo denuesta y por otro toma prestadas sus figuras. Hay
que considerar la posición veneciana del Greco que apuesta por el color, frente
a los romanos que priman el dibujo. Pudiera ser que a través del “desprecio” a
Miguel Ángel realmente lo estuviera haciendo a Vasari y sus seguidores.
En primavera de 1577 ya lo encontramos en Toledo, probablemente una
etapa previa para abordar el salto a la Corte, con encargos de Santo Domingo y El
Expolio. En septiembre de 1579 todavía no había arraigado en Toledo, ni
tenía taller estable, si bien parece indicar que tenía la decisión tomada de
quedarse, ya que un año antes había nacido su hijo Jorge Manuel y los éxitos de
su pintura le habían procurado amigos influyentes, aunque no se abrían las
puertas de la Corte. En 1582 la decisión de quedarse en Toledo sería
definitiva, vivió casi todo el tiempo en las Casas del Marqués de Villena, un
palacio de los más importantes de Toledo que le acarrearía apuros económicos,
pues gastaba más de lo que podía, un rasgo de liberalidad en el gasto en un
pintor de valía y condición. Por estas fechas, a inicios de los ochenta ya
cuenta con taller para acometer grandes encargos como retablos, cuadros de
devoción y para una producción en serie, cuadros que él firmaría o retocaría
tan solo (unos 130 lienzos de los que 25 serían total o parcialmente de su mano,
según indica el profesor Lopera).
La Trinidad (1577-79), coronaba el desperdigado retablo del
convento de Santo Domingo el Antiguo. Iconografía poco usual en España,
conocida como Trono de Gracia, resaltaba el sacrificio y la doble naturaleza de
Cristo. Compositivamente fundado en un grabado de Durero, así como en la Pietà Colonna de Miguel Ángel en
tronco y piernas y en la escultura de Lorenzo de Medici para el brazo derecho.
El expolio, en origen, simultáneo a los cuadros de Santo
Domingo el Antiguo, el que se expone aquí corresponde a la versión de 1580-86 en
Alte Pinakothek de Munich. Pensado para el vestuario de la Sacristía de la
Catedral, justificaba el tema: primer acto para el sacrificio de la Misa y
primer acto del sacrificio en el Gólgota, suceso extraño a la iconografía
cristiana, sin antecedentes, recurrió al agobio moral sufrido por Cristo y a la
composición donde mezcla un abigarramiento bizantino, con recursos manieristas
y venecianos que llenan el espacio de alargadas figuras y movimientos
contrapuestos. Según Louis Réau, los Evangelios no hablan de ello, sólo dicen
que los verdugos, a quienes correspondía por derecho las ropas de los
condenados, echaron a suerte las del Redentor. Los detalles se encuentran en
los Evangelios apócrifos y en las Meditaciones del Pseudo Buenaventura. El
expolio ofrece un completo repertorio de efectos pictóricos, una
iluminación contrastada y un sólido modelado con un sombreado matizado que la
hace de las más hermosas representaciones de Cristo.
A su llegada a España cultiva poco el retrato, de cuyo dominio se
vanagloriaba. La Dama del armiño (h. 1577-79), en el siglo XIX se
consideró hija del Greco por sus indudables rasgos helénicos. En el XX se pensó
que era su mujer, pero no se llegó a casar con Jerónima de las Cuevas, a quien
no cita siquiera en su testamento y su apellido no está registrado entre los de
las familias de elevada clase social toledana, lo que contrasta con los anillos
y el armiño de carácter aristocrático. La suavidad del modelado del rostro, el misterio
y distancia respecto al espectador era factura frecuente en los retratos de Corte
españoles pero no en el Greco, si es que es de él y no de Tintoretto.
El caballero de la mano en el pecho (h. 1580): Prototipo de
caballero español de la época, su posición
de la mano izquierda podría responder a una fórmula de juramento, no religioso,
sobre el propio honor, o bien una pose de afectada elegancia. Con este retrato
fija el tipo de retrato que usaría en los años posteriores, un tipo de retrato
denso, austero, de refinamiento espiritual y un cierto distanciamiento
altanero.
Caballero desconocido (h. 1600-7): utiliza fórmula que llegaría a hacerse
consustancial con su manera de entender el retrato en la que el personaje
aparece ante un fondo neutro oscuro, con la cabeza casi de tres cuartos y los
ojos ligeramente desviados mirando hacia el espectador. La luz se concentra
sobre la cabeza, que emerge con una extraordinaria fuerza expresiva sobre la
blanca gorguera.
Hacia 1586, cuando ya está afincado definitivamente en Toledo, empieza
a desarrollar nuevos tipos iconográficos (Las lágrimas de San Pedro),
con lienzos de gran simplicidad, dibujo firme y una tendencia hacia los
esquemas geométricos de gran contundencia plástica. En sus primeras obras en
España podemos distinguir un luminoso y sutil colorido, cálido tono dorado
típicamente veneciano con una delicada sucesión de transparencia y ritmos de
superficie (lo que alguna vez se ha denominado “cambiante florentino” o
“cambiante veneciano”, a ese tornasolar el colorido en drapeados). Por lo que
se refiere a los materiales se puede decir que generalmente usaba tela de
mantelillo con base blanca de cola animal y yeso sobre la que se añadió una
imprimación coloreada que servía de base cromática. El Greco varió el grosor y
la tonalidad de la imprimación, primero más gruesa agrisada o parda, anaranjada
más tarde y finalmente rojiza oscura que se alcanza a ver en sus últimas obras.
Los santos emparejados,
alargados y ascéticos, concentrados en la escenificación de su propio papel,
devienen de los pintados para las calles laterales de los retablos de Santo
Domingo el Antiguo y Talavera la Vieja. El primero en el tiempo es
probablemente el San Andrés y San Francisco (h. 1595) del Prado, también
en estos momentos, San Pedro y San Pablo (h. 1597-1603) del Museo de
Arte de Cataluña, como pilares de la fe cristiana, su fusión de enseñanzas
constituye la fuerza de la Iglesia.
A finales del siglo XVI su
pintura experimenta una transformación gradual y profunda. Se encierra en sí
mismo para transmitir unos valores emocionales o espirituales. Su pintura se
hace antinaturalista, subjetiva, abstracta e intelectual, que se plasmaría en
el retablo (hoy disperso) del Colegio de Doña María de Aragón. Estas pinturas
(Anunciación, Adoración de los Pastores, Bautismo de Cristo, Crucifixión,
Resurrección) marcan un hito en su carrera, comienza la fase de exacerbación
expresiva con desinterés por la ambientación naturalista de los hechos sagrados
y apuesta por una visión interiorizada, libre de verosimilitud óptica donde el
espacio se adensa o se descomprime dando lugar a saltos de escala e
inconcebibles encabalgamientos con personajes que se alargan recorridos por una
ráfaga de luz multifocal destinada a hacer evidente el misterio.
Prácticamente, en todas estas las telas, el Greco concibió una doble
organización espacial que le permitió distribuir las figuras requeridas, así El
Bautismo de Cristo (1597-1600): composición entrelazada de
sinuosas formas, pintura de superficie con un amplio rompimiento de gloria, como en la Adoración de los pastores
(del mismo retablo), dos franjas superpuestas que se enlazan por el ritmo
serpenteante de la figuras y por un eje central luminoso que cobra su máxima
intensidad en las figuras del Padre y del Espíritu Santo. Está representado de
noche, lo que era inusual, derivado de la costumbre de la iglesia primitiva.
Con sus figuras descarnadas, alargadas y con el río Jordán como un hilo de
agua, se aleja de la representación naturalista, para darnos la idea de una
Redención por la gracia divina.
San Bernardino de Siena (1603): monje franciscano nacido 1380 que fundó la
Congregación de los Hermanos de la Observancia porque seguía la Regla primitiva
de San Francisco. Fanático del culto al nombre de Jesús, mostraba a la multitud
en sus prédicas una tablilla con el monograma IHS en letras doradas dentro de
un círculo de rayos. Acusado de herejía fue absuelto y su fama se incrementó al
rechazar los obispados de Siena, Urbino y Ferrara, por humildad y para seguir
predicando. Lo representa de pie, con hábito franciscano, con una ciudad al
fondo que recuerda a Toledo y sus cigarrales. Línea muy baja del horizonte que
monumentaliza a la figura ante un amplio celaje borrascoso, con la cabeza
perdida en las alturas que le otorga un ímpetu ascensional, melancolía y ensoñación.
La Anunciación (h. 1576). Ésta del Museo Thyssen sería la
versión más depurada, tanto en la composición como en el tratamiento pictórico,
ya con un pleno dominio de la técnica del óleo. Paleta luminosa y clara, con
protagonismo del azul índigo, el amarillo de Nápoles y el rosa carmín. Las actitudes son semejantes a sus cuadros de época
romana pero ha depurado la imagen y ha profundizado en la caracterización
psicológica. La contraposición de movimientos del cuerpo de María y del
arcángel ofrece un juego de diagonales cruzadas que rige la composición y
producen un dinamismo que acompaña la agitación espiritual de los
protagonistas.
Laocoonte (h. 1610-14): tan sorprendente como la Visión
Apocalíptica (h. 1608-22), el sacerdote del dios Apolo que advirtió la
trampa del Caballo de Troya lo había relatado Virgilio en la Eneida y
cobrado popularidad a raíz del descubrimiento en 1506 de la famosa escultura
helenística. El Greco se aleja de la versión de Virgilio derribando a Laocoonte
por tierra y haciendo que la serpiente le muerda en la cabeza, no en el costado
y con un hijo ya muerto a su lado, con el caballo entrando a la ciudad por la
puerta de Visagra. Los cuerpos están fuertemente iluminados, resalta así su
volumetría, con dos personajes misteriosos en la parte de la derecha que está
sin terminar y las restauraciones han hecho aparecer una tercera cabeza y otra
pierna especulando que pudiera ser Adán (que sostiene una manzana parcialmente
repintada) y Eva, como equivalente moral a la caída de Laocoonte. La vista de
Toledo daría un aire de actualidad, enlazando con una antigua tradición por la
cual Toledo fue fundada por Telemón y Bruto, dos descendientes de los troyanos.
Fray Hortensio Félix
Paravicino (h. 1609-13): su relación
está documentada, el famoso predicador trinitario era mucho más joven que el
pintor, amigo de Góngora y poeta culterano como él, gozó de una extraordinaria
celebridad. Compartió ideas con el Greco y éste le influiría en su apreciación
de la pintura. Figura hecha de contrastes entre la tensión interior de su
rostro que desmiente la laxitud de la pose. Levedad de la pincelada, furiosa y
abocetada, tan poco cargada que deja ver la imprimación rojiza habitual en su
etapa final en donde veremos cómo los cuerpos aparecen más descoyuntados,
quieren quebrarse de puro sutiles si es que no convertirse en espíritus.
Después de este recorrido histórico donde hemos comentado algunas de
las obras que aparecen en la exposición, trataremos de relacionarlas con las
obras modernas y contemporáneas que en ella se ofrecen. A este respecto, S.M.
Eisenstein en su libro El Greco, cineasta, trata de aplicar su teoría
cinematográfica, su imagen movimiento, su montaje de atracciones a la pintura;
siendo muy breves traslada las
explosiones del montaje en cine a alguna de las obras del Greco, multiplicando
los espacios. Sin entrar a fondo en esta cuestión, nos parece también adecuada
otra teoría sobre el montaje, de un colega y profesor suyo, Lev Kuleshov cuyos experimentos (el más nombrado es el efecto
Kuleshov) nos llevarán a uno u otro significado, dependiendo de la sucesión
elegida de planos, en nuestro caso de cuadros. En este sentido cabe
valorar el afán de la muestra por hacer del Greco detonante de la modernidad y
el arte contemporáneo, por él mismo o a través de otros como Cézanne. Hay veces
que esto es claro y así lo manifiestan algunos pintores, otras veces nos cuesta
asociar el discurso vasariano hasta forzar el atisbo.
La Escuela Española se da a conocer en París en el Museo del Louvre,
Galerie Espagnole, de Luis Felipe de Orleans, pero la visita de Manet a España
en 1865, aconsejado por su amigo Zacharie Astruc (que conocía bien la obra de
ambos), fue la que estableció, de algún modo, los tres pilares del arte del
país: El Greco, Velázquez y Goya. El empleo, por el Greco, de fondos grises,
casi monocromos (sostén de la armonía coloreada) influyó en Velázquez y éste en
Goya, aunque Goya conociera de primera la obra del Greco. Su tendencia al
colorismo exacerbado, al abocetamiento y a la expresividad va a determinar el
anticlasicismo de la pintura española.
La pintura del Greco alentaba investigar en el misterio de una nación
que lideró la Contrarreforma católica, que pasó de ser apreciado hasta la
desmesura en el Romanticismo a estar, en los siglos XIX y XX, en la periferia
del poder. Entre los pintores franceses su influencia se extenderá a través de
generaciones posteriores, donde algunos especialistas incluyen a Delacroix,
Chassériau o Daumier, Jean-François Millet, Carolus-Duran, Léon Bonnat que fue
amigo de Edgar Degas y poseyó dos cuadros del Greco (San Ildefonso, en
National Gallery de Washington y Santo Domingo de Guzmán, Boston). La
pintura española interesó así mismo a Renoir que viajó a España y a Monet que
también visitó el Prado después de Renoir. Aparte de Manet, señalar
fundamentalmente Cézanne, que con sus figuras expresivas y deformadas o el
inacabamiento de sus obras le acercan a la plástica del Greco (La dama del
armiño según el Greco, 1885-86).
La obra del Greco, Velázquez y Goya era conocida entre los pintores
españoles de las generaciones siguientes como Vicente López, José Aparicio,
José de Madrazo y Juan Antonio de Ribera. Hasta llegar a Eduardo Rosales,
Mariano Fortuny (admiraba la frescura colorista veneciana), Raimundo de Madrazo
y su hermano Ricardo que realizó numerosas versiones a la acuarela de las obras
del Greco.
Daneses, finlandeses, norteamericanos asociados al naturalismo e
impresionismo tuvieron en cuenta la sensibilidad del Greco: John Singer Sargent
(cuyo maestro fue Carolus-Duran), William Merrit Chase y Mary Cassatt fueron de
los primeros artistas en dar a conocer en Norteamérica las cualidades modernas
de la pintura del Greco. También posibilitó allí su conocimiento la facilidad
de los viajes al Prado y Toledo y las exposiciones en los diferentes museos,
junto a los estudios como el de Meier-Graefe, Spaniche Reise, de 1910.
La obra del Greco se asocia a una transformación del espacio, capaz de
evocar escenarios dramáticos y expresivos. Cézanne y su esquematización de la
imagen hacen pensar en el Greco que de esta forma se incorpora al discurso
común de los artistas en la primera mitad del siglo XX, colocándose ambos a la
cabeza de la renovación pictórica infundida también de una generación mística.
A finales del siglo XIX e inicios del XX esta combinación Greco/Cézanne llegó a
ser un topos sobre la genealogía del arte contemporáneo. Si hemos
señalado el estudio de Meier-Graefe, también Visión y diseño (1920) de
Roger Fry contribuyó al engarce trayendo el Greco barroco a la dimensión del
arte contemporáneo.
En el siglo XX el Greco fue muy apreciado en España por la Generación del
98, así como por Aureliano de Beruete coleccionista e historiador del arte
relevante. Sorolla le admiró y formó parte del patronato de la Casa Museo en
Toledo que fundó Benigno de la Vega Inclán, a quien retrató en 1913, así como a
Manuel Bartolmé Cossío (1908), siguiendo ecos grequianos, fundamentalmente del Caballero
de la mano en el pecho. También lo admiró Darío de Regoyos y Santiago
Rusiñol que estudió en profundidad la intensa expresión en los rostros del
Greco.
Para Ignacio Zuloaga (que poseyó una docena de grecos) fue un
descubrimiento, lo reflejó en la campa segoviana, en sus alargamientos de
figuras, la monumentalidad de la composición, la energía de sus pinceladas
amplias y ondulantes en los celajes. Le Gréco, le llamaron en París.
También Toledo pasó en Zuloaga a ser referencia en su paisaje y vistas de
poblaciones a los que dotaba de un cierto dinamismo de raigambre romántica.
Picasso no escaparía de la plástica grequiana, desde su periodo azul
con sus figuras tan estilizadas y las manos alargadas, recoge las deformaciones
expresivas del Greco, sus miembros ahusados, también el espacio compartimentado
en alvéolos (podríamos llamarlo découpage, como un vaciado de luz
apreciado en Laocoote) para Las señoritas de Avignon. Utilizó la
identificación con el Greco violentado por la deformación cubista, con un rasgo
sarcástico en su última etapa. En El entierro de Casagemas (1901) se
pueden rastrear influencias del Entierro del señor de Orgaz, en el
desarrollo vertical; o más claramente con la Adoración del Nombre de Jesús,
con sus dos registros separados por nubes y abajo compartiendo el asunto
funerario.
Caballo y muchacho vestido de azul (1905-6) y Muchacho
desnudo a caballo (1906), se puede relacionar con San Martín y el
mendigo, (1597-99) en la síntesis plástica. Asimismo Desnudo recostado
con personajes (1908), en relación con La visión de de san Juan, en
la asimilación de la compartimentación espacial y el sentido de construcción de
grandes planos.
Los retratos del Greco fue lo que más influyó en Picasso, que podemos
rastrear a lo largo de su carrera, así Retrato de Jaume Sabartés con
gorguera y sombrero, (1939) prosigue el vínculo con el Greco, en este caso
sarcástico. El caballero de la mano en el pecho es el cauce iconográfico
del cual se vale Picasso para dar una visión burlesca, pero también melancólica
de sí mismo: Hombre (1970) y Mosquetero con espada y amorcillo,
1969.
Julius Meier-Graefe, fue un relevante personaje cosmopolita que, entre
otras contribuciones, llevó el Greco a Alemania. Para él, tanto el Greco como
Cézanne tenían en común su forma de expresión en la relación entre los colores
y las superficies, dominando el objeto mediante la esquematización y la
estilización. Para Meier-Graefe el Greco abandona la visión naturalista para
volver a la visión esencial, desvelando el ser interior tras la apariencia
externa. De esta manera las obras tardías del Greco fueron las que provocaron a
la vanguardia alemana. Partiendo de la pintura antigua se legitimaba el
esfuerzo por liberar el color del objeto (Der Balue Reiter). Influencia y
estímulo en el expresionismo europeo que acentúa la tensión y el reconocimiento
de una verdad interior y sentimiento profundo de los artistas centroeuropeos,
como Louis Corinth, Max Beckmann o Max Oppenheimer que encauza el sufrimiento
espiritual a través de sus figuras heridas. Asimismo Oskar Kokoschka: pulsión
destructiva de las figuras aisladas y el paisaje tormentoso, o su nuevo estilo
de retrato, escueto, figuras delgadas, así en su autorretrato casi podemos
verle experimentar el mundo a través de sus manos y sus ojos.
El Greco, hemos visto, había ejercido influencia en anteriores
generaciones norteamericanas de pintores, ahora con el expresionismo abstracto,
aparte de apreciar las cualidades modernas de su pintura, les interesaba su
construcción como artista expatriado que se había forjado su propio estilo tan
expresivo. Energía de la pintura del Greco en Pollock, rotundidad del trazo y
su cromatismo vivo en Gorky o Willem de Kooning a quien veían influencias de La
visión de san Juan adquirida por el Metropolitan en 1956.
Thomas Hart Benton captó al Greco para sus propuestas expresivas
regionalistas y su estilización figurativa. Benton, conoció en directo La
Asunción que había comprado el Museo de Chicago en 1906, ciudad donde
estudiaba. Su influencia se ve en sus paisajes de Chilmark, localidad donde
pasaba sus vacaciones que recuerda la Vista de Toledo. Benton fue
maestro de Pollock y le inculcó el dibujo de las obras del Greco que podemos
rastrear en sus cuadros de gran intensidad. Su pintura abstracta no perdió los
patrones figurativos de las composiciones (Véase, Kirk Varnedoe y Pepe Karmel, Jackson
Pollock. New Approaches. New York, MoMA, 1998). Más de setenta dibujos y
estudios (no todos expuestos aquí) donde se puede ver la destilación de las
formas y el dinamismo de las figuras en el seno de la composición: carácter
abocetado y expresivo, dinámicos contornos con figuras llenas de vida creando
un entorno de expresividad. Así, Figura arrodillada ante un arco con
calaveras (1934-38): forma piramidal habitual en el Greco, pincelada
visible que puede recordar aquellas del Greco para los drapeados.
La visión interior del surrealismo la podemos señalar en André Masson
cuya vinculación personal con España viene desde unos meses antes de la Guerra
Civil. Había conocido Toledo y algunos personajes de la cultura madrileña, su
obra Vista emblemática de Toledo (1942) recuerda los cielos
desnaturalizados del Greco, con su división en dos áreas y su topografía
ondulada. Considerada como una respuesta al cuadro de Zuloaga Toledo en
llamas de 1938, daba a Toledo un clima dramático e inquietante que
condiciona la lectura de unos elementos que dan al cuadro tanta densidad como
abigarramiento.
Óscar Domínguez pertenecía al grupo surrealista de Breton y en 1937 se
encontraba en París, donde se había inaugurado la famosa Exposición
Internacional y la Gazette des Beaux-Arts organizó una exposición del Greco con
cuarenta y nueve obras. En él encontramos la desnaturalización de las figuras y
el cielo irreal, en un formato vertical, con un primer término de figuras
humanas muy estilizadas, La pareja (1937): crea un espacio suave que
envuelve íntimamente a los protagonistas y una voluptuosidad señalada por el traje
rojo del hombre, la pierna desnuda de la mujer y el diábolo como añadido a la
connotación sexual.
Barroco como sinónimo de expresividad cromática y matérica se había
repetido a lo largo de la historia. Esta comprensión llega a nuestros días con
Antonio Saura que reivindica además la bidimensionalidad de sus cuadros con su
violento contraste entre blanco y negro y su imagen vinculada estrechamente al
plano. Las efigies de Saura tienen una raigambre grequiana desde el punto de
vista iconográfico y desde sus valores pictóricos y expresivos. El devenir
histórico y la tradición pictórica del Siglo de Oro y de Goya fueron temas
frecuentes en debate sobre la pintura figurativa e informalista en las décadas
posteriores a la Guerra Civil. Saura, que desarrolló buena parte de su carrera
en París, se sentía cómodo en la tradición pictórica española y supo sacar
rentabilidad a ese diálogo, creando un universo moderno, propio, de fuerte
personalidad, que al tiempo se puede asociar una tradición española (odiaba al
personaje de Felipe II, aunque le maravillaban sus retratos). Se consideraba
“barroquista” antes que expresionista y en su obra encontramos dinamismo,
expresividad y vitalidad, libertad y pictoricidad, sucesión de “borrones
crueles” como él los llamó.
Según el catálogo de la exposición El Greco & la pintura
moderna, que ha servido de base a este larguísimo artículo, la influencia
del Greco se perdió con el pop, el minimalismo y el conceptual, en parte
por la mirada hacia el propio arte nacional respectivo. Si bien desde nuestro
punto de vista, que ha sido escéptico con tanto origen de modernidad en el
Greco, no nos hubiera extrañado asociar su pintura pegada al plano o la
repetición de figuras que se le suele achacar (véase por ejemplo La Expulsión
de los mercaderes del Templo o La Oración en el huerto) a esa
reproducción mecánica, serigrafía fotográfica que podemos ver ahora también
frente a esta exposición, en el Museo Thyssen con el pop art o el Reina
Sofía con Richard Hamilton.
Sea como fuere los artistas apreciaban el descoyuntamiento, lo
irracional y desabrido de la pintura del Greco, así el alargamiento de la
figuras de Giacometti en una estilización casi incorpórea del ser humano.
Pasión, angustia y vitalidad convergen en la obra de Francis Bacon que prodigó
las referencias a pintura y artistas antiguos y modernos. La expresividad
cromática y distorsión anatómica del Greco entusiasmaron a Franz Marc que
aspiraba a formas sencillas en colores puros, al brillo inmaterial vivo y al
color irradiado por la luz, recoge en su aforismo número 82 (Árdora Ediciones,
Madrid, 2001,1915): “… el azul del cielo susurrante que bebe el mar, el
extático emerger en otro lugar. Reconoced, amigos míos, lo que son los cuadros:
un emerger en otro lugar.”