Ya hablamos de Carlos León en estas páginas al referirnos a
su exposición en Patio Herreriano de Valladolid en 2009-10 (aquí),
con lo cual no incidiremos en la exégesis de su formación artística, resaltando
únicamente la acentuación de los elementos pictóricos operada a finales de los
sesenta en propuestas francesas: la experimentación con los soportes, el
cuestionamiento de los elementos como el bastidor o la tela, que permanecen en
la trayectoria de Carlos León. Esta exposición, la primera institucional en
Madrid, ofrece unos cuadros significativos de los últimos veinte años. Se abre
con un acrílico sobre lona, El jardín de los saúcos, (1986) y llega
hasta obras de este 2015 donde se articula el dibond, el óleo y piezas metálicas (Ensamblaje, 2015).
El hombre piensa porque tiene manos, pero es más razonable,
nos dice Aristóteles ampliando el pensamiento de Anaxágoras, que posee manos
porque es el más inteligente de los animales. Carlos León, desde el año 2000 pinta con las
manos, como si se tratara de un alfarero enfebrecido que la masa torneada se le
vuelve remolino en el dibond, dando
un giro a los colores que alimentan al paisaje. Sus gestos desplazan color y
ansia, con los que quisiera atrapar parcelas de tierra y luz de esa naturaleza agreste
que le rodea.
Pintar con los dedos lleva a la asimilación de la naturaleza
de la que habla en la entrevista que le realiza Tania Pardo en el catálogo de
la exposición, donde podemos encontrar una decena de títulos en relación con el
jardín como territorio de posibilidades: “… estas obras que he ido titulando Pink Requiem reflexionan acerca de esa
proximidad existente entre la carne gozosa y la atravesada por el dolor, entre
los labios hinchados por el placer y los de la herida abierta, entre la caricia
y el desgarro, entre la sensualidad y el horror, en toda esa mezcla a menudo
insoportable que yace en el fondo de la naturaleza humana, en esa dualidad que habita
en nuestro cuerpo, en la sexualidad, en el Deseo. Carne y paisaje suelen
fundirse en mi pintura… seguramente porque considero que todo cuerpo es paisaje
y que, a su vez, la tierra es un desnudo palpitante.”
Pensar con todo el cuerpo, en una suerte de simbiosis entre
naturaleza interior y exterior que nos recuerda la filosofía de la corporeidad
y del placer, un epicureísmo que comprende el gozo y la tristeza, la entereza y
el dolor, el altruismo y la crueldad. Composición , color y gestos como
elementos estructurales del espacio del cuadro. Reivindica lo gozoso, lo
dionisíaco, lo hedonista: su rosa tiene valor de rosso: “Colores rojos, carmines, cadmios, verdes, ocres, azules y
negros, superpuestos para cobrar otras vidas, como parte de la explosiva liberación
física de la pasión, el erotismo y la energía visceral, que define en gran
parte la obra de Carlos León.” (María de Corral, Catálogo exposición).
Entre sus referencias artísticas, telegráficamente, podemos
señalar, aparte de Supports-Surfaces, la
atracción por la obra de Barnett Newman, Rothko y Pollock. Carlos León pasó en
1985 una primera temporada en Nueva York en un taller dirigido por Anthony Caro,
allí conoció a Clement Greenberg, que le ayudó posteriormente a volver a esa
ciudad, si bien eran los artistas que Greenberg no consideraba relevantes en
los que más afinidades veía: Basquiat, Schnabel o David Salle. Volverá a Nueva
York en 1995 hasta 2001, lo que, según el propio artista manifiesta en el
catálogo de la exposición, le da una carga internacional a su mirada.
En el citado catálogo nos dice: “La música tiene un poder
fuerte sobre mí a la hora de pintar, siempre he pintado con música. Cuando me
dispongo a trabajar, antes de ponerme los guantes, lo primero que hago es
seleccionar con qué música voy a hacerlo, porque sé que es muy determinante: si
empiezo con una música, todo el cuadro lo hago con esa misma música, aunque
ponga el mismo disco mil veces, para que no se altere la atmósfera en la que
estoy inmerso […] Para mí los colores son como los personajes de una ópera,
está el escenario abierto y entran en él: la joven princesa, el comendador, el
cardenal, el capitán o la
prostituta. Yo pienso así los colores y los hago entrar en
escena y soltar su parlamento: el rojo de cadmio, el azul de ultramar, el negro
de humo, el verde de savia…”
El título de la exposición tiende a unir dos modernidades la
anglosajona y un latín, que aunque se considere una lengua muerta, no acaba de
extinguirse. Por esa asociación musical de la que habla Carlos León, Pink, nos
trae de inmediato el nombre del grupo Pink Floyd y el segundo término la Misa
de difuntos. A su vez el nombre de Pink Floyd une dos nombres de músicos de la
nostalgia tensa y poética del Delta blues (este tipo de música estará en el
fondo de uno de sus álbumes de mayor éxito, The
Dark Side of the Moon). Connotaciones de rock sinfónico (música
psicodélica, rock progresivo con aportaciones de diferentes fusiones del blues
y el jazz) y liturgia católica. En Londres, desde los años sesenta predominaba
la experimentación en todos los ámbitos musicales, tanto en la música “seria”
como en el rock’n’roll. Un poliestilismo donde se mezclaban Beethoven y Mahler,
misas renacentistas y conciertos barrocos absorbían jazz y canciones pop, con
procedimientos como el collage, la cita y el pastiche.
Tanto en la psicodelia como en el réquiem el alma va en
tránsito. Los tonos sombríos del réquiem se enlazan con el lamento del blues, se
unen dos trascendencias en el título de esta muestra, no nos extrañemos de la
inquietud que provoca en el espectador esa densidad de formas de su pintura, su
sensibilidad en el tratamiento del color. La psicodelia, esa exacerbación de
sentidos, su sinestesia, enlaza con el espíritu dionisiaco, con la alucinación
que produce el pensamiento en imágenes, según nos cuenta el admirado Pascal
Quignard (La noche sexual, pg. 76).
El ritmo de Mallarmé, al que cita en su entrevista, estaría
hecho de resonancias, de sinestesias e intenciones. Asimismo en el tempo libre
del impresionismo musical, abundan los experimentos tímbricos. Impresionismo
literario llevado al ritmo, evocación y captación de sentidos: “pintar el
efecto que nos produce la cosa”. El ritmo sería una base elocuente de la obra
de Carlos León, en sus gestos sobre el soporte plasma una naturaleza en
rebelión, con sus elementos al punto de caos antes de cobrar forma ante nuestra
mirada.
En esta línea, uniendo ritmo y duelo, los tercetos de un
soneto de Mallarmé (Poésies, 1887,
“Quand l’ombre menaça…” en traducción de Mauricio Bacarisse):
Oui, je sais qu'au lointain de cette nuit, la Terre /
Jette d'un grand éclat l'insolite mystère, /
Sous les siècles hideux qui l'obscurcissent moins. // L'espace à soi
pareil qu'il s'accroisse ou se nie / Roule dans cet ennui des feux vils pour
témoins / Que s'est d'un astre en fête allumé le génie. (Sé que en la inmensidad de esta noche la
Tierra / arroja un resplandor de misterio que yerra / a través de los siglos,
cual fúlgido remedio. // El idéntico espacio, anulado o crecido, / a los testigos
fuegos muestra desde su tedio / que en un astro, entre fiestas, un genio se ha
encendido.)