La
autonomía artística es creciente a finales del XVIII, se depende menos de los
poderes políticos y religiosos, pero los coleccionistas necesitan de una guía
en esa corriente artística que se iniciaba. Al tiempo, con la aparición de la crítica, el estatus del
artista cambia y se va fijando la idea del artista moderno, por una parte
recibe la tradición y por otra se ve una reacción a ésta. Va cambiando la forma
de mirar, de sentir, de ver con las manos. La modernidad va entrando mientras la
pintura francesa tiene una centralización en la Academia de Bellas Artes de
París, que mantiene la tradición del aparato francés.
Su padre,
pintor, dibujante y escultor, le inició en el oficio y a los diez años dominaba la técnica
gráfica y pictórica. Además le enseñó valores humanos y
profesionales, la búsqueda de la originalidad e independencia de espíritu para
poder vivir de su arte a través de encargos nacionales públicos y privados. Con
once años, tras dejar Montauban, Ingres se incorporó a la Académie des
Beux-Arts de Toulouse donde permaneció cinco años, esa Academia tenía una
relación muy dinámica con Italia y España, y conservaba la tradición del
barroco en 1791 cuando ingresó, pero integró el rococó y pronto se adhirió a
las nuevas ideas neoclásicas italianas. Los profesores manifestaban gran
independencia respecto a las corrientes artísticas de entonces, el pintor
Guillaume-Joseph Roques fue el más importante para Ingres, le ayudó a superar
las etapas de la rigurosa enseñanza de la Academia, le inculcó el amor por
Rafael y la admiración por Poussin.
Cuando Ingres llega, con diecisiete años, al taller de David
ya tiene un bagaje importante en cuanto al oficio, el taller le ofrecía
amplitud de miras y relaciones para el fermento del genio. París era la llave
para el Gran Premio de Roma y la trascendencia de su arte. Además la
gran admiración que provoca David por la concentración formal de la teoría
clásica, dando una nueva temporalidad histórica al mundo antiguo. Asimismo le
suceden numerosos seguidores, como Gerard, Girodet o los llamados Primitifs
(Penseurs o Barbus) que eran la continuación más extraña y exagerada de las
inclinaciones de David hacia la abstracción. La producción de este grupo tuvo
influencia en la primera etapa de Ingres, pues buscaban una línea puramente
abstracta, sin claroscuro perturbador. Una tendencia paneuropea que recuerda a
los Nazarenos alemanes o el Gothic
revival en Inglaterra. La línea clara durante toda su carrera facilitará la
legibilidad de la puesta en escena de los temas que abordaba.
Con los
Primitifs, comparte el tema de Homero que parecía un tanto bárbaro frente al
refinado Virgilio, al elegirlo Ingres su intención es una declaración
primitivista: Aquiles recibe a los
embajadores de Agamenón (1801). Flaxman consideró este cuadro como el más
bello de París; la repercusión de la pintura de vasos griegos y de Flaxman con
su dibujo lineal y sintético provoca en Ingres una voluntad de abstracción y
síntesis lineal que había visto en aquél al ilustrar la Ilíada, Odisea y Teogonía de Hesíodo.
Ingres
posee gran sensibilidad para reflejar los más finos matices del movimiento,
creando, diríamos, una forma viva. La cercanía a Rafael lo calificaría de
clasicista, pero el sentimiento romántico que impregna la época hace de su obra
una especie de clasicismo romántico, en el que los elementos románticos,
irracionales y anticlásicos impregnan y modifican de un modo particular el tono
general del clasicismo racional. Como clasicista lineal, Ingres era considerado
enemigo del romanticismo colorista y barroco de Delacroix y como romántico
arcaizante se oponía al clasicismo de David y sus partidarios.
Ingres suscribe
ciertas tesis del romanticismo y sobre todo, algunos de sus temas y de sus
principios estéticos. Su práctica del paisaje y su arte de representar la
naturaleza, el sentimiento, la interioridad y la conciencia individual le
asocian a ese espíritu romántico que atravesaba Europa. Ansiaba construir una
obra innovadora y esa ambición romántica le devoraba. Era rígido en sus
planteamientos con sus discípulos e insistía que una cosa bien dibujada siempre
estará bastante bien pintada. Ingres no fue un rubensiano colorista, que pinta
el color como fusión y disolución de los tonos en la luz, el refinamiento de la
línea exigía un refinamiento de los valores cromáticos para vincular unas superficies
con otras como Parmigianino y Bronzino.
Tres
corrientes se suelen referenciar para constituir el arte de esta época:
neoclasicismo, romanticismo y realismo, entre las que explora y bordea Ingres.
Pintor de historia discutido y retratista adulado Ingres escapa a la taxonomía
neoclasicista, sale de la esfera de la imitación del arte de los siglos XIV y
XV fanática de Rafael. Pese a todo ha quedado el enfrentamiento con Delacroix,
éste como líder del romanticismo (él, que se definía como clásico puro,
admirador del pensamiento estoico de Marco Aurelio) e Ingres como representante
del neoclasicismo. Si bien se detestaban mutuamente y se despreciaban como
artistas, no aceptaban dicha clasificación y ambos pensaban en una necesaria
reforma estética de la pintura. De esa tópica clasificación
Baudelaire se distanciaba y los proponía como núcleo duro para componer el
plantel de artistas franceses. Ingres tenía mal carácter, pero Delacroix, más
abierto de espíritu, descubría en algunas propuestas de Ingres referencias a
los maestros que a él mismo le interesaban, Rafael y Poussin en primer lugar,
pero también Andrea Mantegna, Francesco Primaticcio… ambos recuperan los
movimientos artísticos del pasado y trascienden las corrientes de su época.
Querelle du coloris enfrentó
en Francia en el seno de la Academia a los seguidores de Nicolas Poussin,
defensores de la razón, de la composición y del dibujo, con los partidarios de
Rubens apasionados por la emoción, la expresión y el color. Esta batalla
estructura las teorías estéticas de finales de los siglos XVII y XVIII. Desde
1680 se formula esta dialéctica, color frente a dibujo, expresión frente a
composición, emoción frente a razón… Boucher y Fragonard contra Vien y David,
Ingres Vs. Delacroix. Una cierta
creencia en el afán estructurante de clasificación es la que aglutina una
cierta época que Vincent Pomarède nos alienta plenamente a superar en su
acertadísimo artículo “Ingres, el pintor detrás del mito” que encontramos en el
catálogo de la
exposición. Muy resumidamente, nos impele a superar esa
dicotomía histórica de enfrentamiento, donde un creador, cualquiera que fuese
su ego o sus elecciones estéticas, debía aparecer vinculado a una corriente
artística, a un movimiento, a una batalla estética acuñada por críticos e
historiadores del arte: “Este sistema era claramente perceptible tanto en el
comportamiento profesional de los artistas como en el de los críticos que
comentaban ‘en caliente’ sus creaciones o en el de los historiadores del arte que
las analizaban a posteriori”.
David
sustituye la pompa del retrato del XVIII por una lacónica sencillez, Ingres
complica los retratos reafirmando el ideal de elegancia y su gusto por la línea
ofrece una impresión directa con un contorno puro que clasifica elementos esenciales.
Detrás del refinamiento exterior subyace una sensualidad, fusiona la
abstracción lineal y su sensibilidad clásica para la forma material como
Bronzino (compárese Retrato de un hombre
joven, 1530 y El conde Amédée-David
de Pastoret, 1826).
Las grandes composiciones que se le daban tan bien a
Delacroix, quizá no estaban hechas para él, fracasa en
la pintura de historia a la que estaba destinado, pero triunfa en el retrato,
sobre todo el femenino que le da notoriedad, lo que le lleva hacia un realismo
a partir de 1848. Perfeccionista preocupado por los detalles, de la sensualidad
y psicología de las retratadas, musicaliza el cuerpo femenino en variaciones
pictóricas:
Mme. Rivière (1805). Siguiendo
el chal de cachemira podemos apreciar una línea melódica que será agudizada en
retratos sucesivos: piernas hacia la izquierda, senos hacia la derecha, rostro
hacia la izquierda, un brazo en diagonal y otro abajo. Un entrelazado de curvas
que cierra el marco oval, como el rostro. Los retratos que hizo a la familia Rivière se consideraron casi perfectos en cuanto al virtuosismo en
carnaciones y objetos, y también como reflejo, en cada uno, de una dimensión
psicológica propia: en ella, independencia, sensualidad y perspicacia. Sabine
Rivière, cuya fortuna le permitía no estar sometida económicamente a su esposo,
un notario relevante, gustaba de sorprenderle in fraganti en sus devaneos.
Madame Aymon o “La Belle Zélie ” (1806) en
referencia a una canción muy sensual titulada Romance de Zélie de Charles-Henri Plantade (1764-1839), que se hizo
muy popular en los talleres de pintores de la época de David. Lienzo de factura
muy ligera, ejecutada con soltura, predominan formas ovaladas en formato y cara
que nos introduce en arabescos desde los ojos al corazón.
Granet (1807).
Pintor amigo suyo al que alguna vez reprochó su estilo romántico, pero Ingres
podía hacer gala de esprit romántico
cuando sus emociones entraban en juego y así lo vemos en la ardiente firmeza
del rostro, con una espontaneidad que lo hace ser uno de los retratos
masculinos más logrados. Con el tronco girado para dar más facetas divergentes,
nos enseña un álbum con la “N ”
de su nombre invertida, parece que regresa de hacer unos dibujos y se lo va a
mostrar a Ingres, y a nosotros. Detrás el paisaje, una vista romántica de los
tejados de Roma, desde el Pincio hasta el Palazzo del Quirinale, que recuerda a
Corot en su primera época. Se ha señalado por diversos estudios que el paisaje
podría haber sido realizado por el propio Granet, pero Ingres era demasiado
puntilloso y meticuloso en su trabajo, hoy se toma todo el cuadro de la mano de
Ingres, que habría emulado el estilo de su amigo, siendo esa “N” una especie de
guiño que recalca su autoría.
En París
junto a David, el pintor oficial de la Revolución, Ingres comenzó otro periodo
de aprendizaje y asistió al ascenso de Napoleón reflejado por David, hasta
verlo convertido en emperador, en contradicción con las primeras intenciones de
la República. Aunque
también vería como las leyes napoleónicas en materia civil y económica se
asentaron fuera de Francia, en los estados emergentes de su órbita, como
Florencia (en el mosaico de estados italianos): Napoleón entronizado (1806). Participa en el programa de propaganda
política en torno a la veneración del emperador (en 1804 había realizado un
espléndido retrato, Napoleón Bonaparte,
primer cónsul). Inspirado en Cristo entronizado de Van Eyck (Políptico de Gante, 1432) conserva la rigidez
medieval en la figura, con símbolos que señalan la autoridad atemporal y divina.
Seculariza imágenes sagradas que a la gente le parece extravagante, incluso
excesivo al mismo Napoleón. Las vanguardias buscaban la tensión cada vez más
atrás como vimos con los Barbus o Nazarenos, pero inquieta su tono arcaizante y
le tildan de gótico, que por entonces era peyorativo porque hacía retroceder al
arte cuatro siglos. Resalta la pompa imperial de raíz romana y bizantina, con
el cetro de Carlos V, la mano de la Justicia y la espada denominada
“Carlomagno”, lo hacía así continuador directo de éste, elevándolo como un
dios.
Rafael y la Fornarina (1846): A
través del tema el pintor y la modelo homenajea a Rafael, buscando su sentido
más idealista y ultraclásico, con una visión más abstracta y con punto de vista
moderno. Ingres se adelanta a la moda de esta dignificación del oficio de
pintor unos quince años antes de que cuajase hacia 1830 (también contribuye a
esto con Francisco I acoge los últimos
suspiros de Leonardo, 1818). Lo recrea con sus amores, algo secundario pasa
a primer plano indicando ya una actitud romántica con una postura atrevida y
poco convencional, se abrazan pero se ignoran: él clava la mirada en el dibujo
preparatorio para el retrato de ella y ella nos mira a nosotros o a lo lejos,
con expresión soñadora. La tensión entre la mujer y la obra, entre la vida y el
arte, donde vivir y crear nos lo ofrece como contradictorios, desgarradores.
Con un interior quattrocentista las distintas
versiones de este tema demuestran la fuerza colorista de Ingres, que no tenía
que envidiar a Delacroix (según Vincent Pomarède, recogido en el catálogo de
esta exposición y del que ya hemos hablado más arriba). La versión más antigua
de 1814 en Cambridge, el color es menos incisivo que en 1846, pero lo más
señalado es la desconexión entre ambos.
La gran odalisca (1814). Ingres
nos ofrece una celebración de la epidermis femenina en un contrapposto más complicado que las Venus de Tiziano, si bien esta odalisca es un desnudo que no se
establece en fundamento mitológico o religioso alguno, es un desnudo por tal
que ilustra la teoría del arte por el arte de Gautier, gran defensor de este
cuadro. Trata de activar el imaginario del serrallo: tabaco, perfumes, joyas,
seda y piel sugieren dulzura y blandura del lecho,
adelantándose a la moda oriental de los años treinta (La odalisca y la esclava, 1839). Parece incorporarse por algo que
la llama la atención, estira el cuerpo hasta el límite de lo imposible, lo hace
maleable como invertebrado, nos ofrece cara y espalda al tiempo en un giro imposible
de la cadera y una contorsión de la pierna que ofrece gran dinamismo, corrige a
la anatomía para conseguir mayor belleza y euritmia del contorno donde se
detiene y entretiene en una cinta de Moebius, en una melodía sin fin. Trata de
dar (sin espejo) todas las facetas del cuerpo en un solo plano, la contorsiona
porque quiere todo de ella, senos, espalda, nuca y rostro (por eso le interesa
a Picasso, Degas, Modigliani, Renoir, Degas, Brancusi, Bacon, Freud…).
Madame de Senonnes (1814-16):
Vemos en esta obra por primera vez, en un retrato femenino, el recurso del
espejo para mostrar la nuca, en una pose desenfadada que resultaba chic. Exagera
la anatomía en pos del efecto estético, en el brazo derecho, para ofrecernos
una sensación de indolencia. En su virtuosismo no se detecta la pincelada,
superponiendo capa tras capa con toques de pigmento mínimos y certeros. La
pintura rezuma glamour, rodeada por
un torrente de telas lujosas, desde el terciopelo rojo y el raso plateado de su
vestido, hasta la seda amarilla que tapiza la pieza y las joyas para
complementar los colores del vestido. Se quiso ver en este cuadro algo
fantasioso, como paso con Belle Zélie,
antes de saber la vida de Marie Marcoz, se pensó que esta señora de Senonnes
era una mujer del Trastevere, el barrio obrero de Roma que había conseguido
cautivar a un noble francés. Era una mujer divorciada que se casó con su
amante, el aristócrata Alexandre de la Motte-Baracé, vizconde de Senonnes. En
este derroche habilidad, destaca la sensualidad del colorido ricamente saturado
de la pintura, para contrarrestar las críticas que había tenido en el Salón
anterior, al tiempo que también abandonaba la blancura marmórea de un
neoclasicismo en retirada, dirigiéndose hacia un cromatismo basado en
prototipos del Renacimiento italiano.
La restauración de la monarquía borbónica en 1814 dio nuevo
impulso a los temas medievales y renacentistas de los troubadours que había tenido su inicio en la obra de Fleury
François Richard Valentine
de Milan pleurant la mort de son époux Louis d’Orléans, assassiné en 1407, par
Jean, duc de Bourgogne (1802). La pequeña escala de este tipo de
pinturas no satisfacía los criterios de la Academia para la pintura de
historia, ni quizá los de Ingres que no formó parte de ese grupo de troubadours lioneses, pero su pintura
abarca esa temática poco tratada hasta la gran exposición de 2006, donde se le
califica como nouveau troubadour, denominación que abarca su
deseo de hacer compatible la historia de los inicios de Francia con estructura
y estilo clásicos, que nos lleva al tema de Francisco I y Leonardo o a sus
series sobre Rafael y la Fornarina.
El Salón de 1814 fue el primero desde los Borbones
“restaurados”, Ingres se muestra seguidor de esta restauración y obtiene el
encargo Ruggiero libera a Angélica (1819)
destinado a la sala de trono de castillo de Versalles. Angélica, princesa
oriental sacrificada a un monstruo marino por la cruel población de la Isla de
las Lágrimas inflamaba la imaginación del pintor y su público. Una escena
situada en el apogeo del drama donde Ruggiero en el hipogrifo libera a la sensual Angélica
le sirve para dar rienda suelta a las luces y sombras de su imaginación. Inspirada
en el canto X (92 y ss.) del Orlando
furioso de Ludovico Ariosto, aludía a la epopeya de Perseo liberando a
Andrómeda (también San Jorge y el dragón) transformándola en tema troubadour, muy en boga en la primera
mitad del siglo XIX. En su versión de
1841 el formato ovalado se adapta bien al ritmo de las formas serpenteantes,
que se responden como eco unas a otras.
1815 año difícil para Ingres, una vez acabado el imperio
napoleónico y disipado su círculo de contactos romanos. Pero llegaron los
turistas a Roma que había estado vedada más de un decenio. De Alemania, Rusia,
Escandinavia y especialmente de Gran Bretaña acudían a Ingres en busca de
retratos, que en algunos casos tenían un carácter más despegado, en las dos o
tres horas que posaban, en las cuales apenas podía observar detalles de su
comportamiento. Los retratos de Ingres podemos caracterizarlos como plenos de
realismo, que captan las cualidades
psicológicas. Fue alentado por su padre en su aprendizaje para iniciarse en el
retrato, también Guillaume-Joseph Roques y David, considerándolo siempre al
margen de su preparación como pintor de historia que era su objetivo
preponderante. Como características generales podemos encontrar: fondo liso con
o sin capa de barniz; contraste entre el atuendo oscuro y la claridad de las
carnaciones; sobriedad de la puesta en escena; concentración en la
personalidad; precisión en el detalle; una dinámica en el tratamiento de las
figuras, gracias a las posturas sutilmente disimétricas y factura brillante de
los accesorios, de las ropas y de las joyas que favorecían la descripción
social.
Los retratos le proporcionaban ingresos, los dibujos los
llegaba a realizar en un día (algunos los regalaba generosamente a sus amigos) y
podemos observar su capacidad de composición en rápida
ejecución del trazo, sin el perfeccionismo de sus pinturas. Los retratos refinados y con detalles
reveladores le dieron fama en Italia entre los turistas. Los retratos de
encargo de personas importantes (o que lo aparentaban), están meticulosamente
delineados, con unas pinceladas muy lamidas. En los de sus amigos presentaba
una factura más abocetada, con aplicación rápida y expresiva de la pintura. A los funcionarios
franceses que llegaron a Roma cuando era segunda capital del imperio, Ingres
les investía de dignitas y gravitas que era muy valorada en esa
meritocracia funcionaral.
Monsieur Bertin
(1832). Ha pasado la revolución de 1830,
Ingres es ya caballero de la Legión de Honor, con taller en París cerca de las
École des Beaux-Arts donde pronto enseñaría también. Nos encontramos con la
monarquía de Luis Felipe (que a Ingres le encargaría algunas obras muy bien
pagadas), régimen burgués que da pauta de vida, asentada, pragmática y
ordenada. Este retrato refleja esa seguridad burguesa, con traje sobrio, sin adornos,
sentado pero no relajado (se ve en las manos). La paradoja de este retrato
reside en su sencillez, suprime todos los símbolos convencionales a los que
recurre un pintor para caracterizar sus retratos. Sin aditamentos, sin símbolos
de rango o de condición, ni alardes de elegancia o alusiones historicistas a
los maestros antiguos y deformaciones anatómicas estetizantes. Incluso la
escala cromática se ha reducido a una gama eficiente de tonos neutros: blanco,
negro, pardo y tostado en la figura y oro bruñido en el fondo casi liso. Capta
la personalidad y sintetiza la ascensión de la clase media a la que ha llegado
a representar. Emblema del ascenso de la burguesía al poder económico y
político Louis-François Bertin estaba destinado a la carrera eclesiástica, se
adhirió a los sucesos de 1789, pero la violencia de la Revolución le repugnó y
a finales de los noventa conspiró por la vuelta de la monarquía. En 1799 compró con su hermano la cabecera de Journal des Débats Politiques et Littéraires,
tuvieron muchos obstáculos, fue detenido y desterrado por Napoleón y en 1811
confiscado su periódico con la ruina de sus propietarios. En 1814 recuperó el
control y apoyó la restauración borbónica, pero después se opuso a las
políticas dictatoriales de Carlos X y tras la Revolución de 1830 fue un apoyo
fundamental del régimen orleanista, si bien rechazó cuantos cargos le
ofrecieron. Por medio de un hijo de Bertín, pintor de paisajes que estudió con
Ingres a finales de la década de 1820, éste tuvo acceso al editor. Ingres luchó
denodadamente para lograr la pose (es legendaria la indecisión de Ingres), y salvar
el choque con un modelo sexagenario y con una presencia física tan alejada de
su costumbre. Obtuvo un éxito sin precedentes en el Salón de 1833,
prácticamente desde esa fecha empezó a caracterizarse como representación
burguesa y en 1855 al ser expuesto en la Exposición Universal
esa lectura era ya de rigor.
En sus últimos retratos femeninos seguimos viendo un interior
íntimo, con objetos decorativos acordes que reflejen la descripción psicológica
de la modelo: La
condesa d’Haussonville (1845), mujer erudita e
independiente, escritora y admiradora de las artes y las letras, nieta de Mme.
de Stael y biznieta de Necker, el famoso financiero suizo de Luis XVI.
Madame Moitessier
(1844-56). Trabajó en este cuadro más de una década desde su encargo en 1842, entre
tanto le hizo otro retrato de pie que terminó en 1851 (ambos en la exposición).
Dos retratos complementarios de Maire-Clothilde Inès de Foucauld (1821-1897),
modelo excepcionalmente seductora, de porte imperial según Théophile Gautier, y
al tiempo de una belleza idealizada cuando la muestra oblicua, con el dedo en la sien. En el retrato monumental
con el vestido negro, quizá por el duelo por su padre, fallecido en 1849, pone
de relieve eróticamente su rostro, sus hombros, ampliamente desenvueltos, sus
antebrazos y sus manos, una desnudez parcial con una luminosidad esplendorosa.
La pintura religiosa, aun conservando su consideración
académica, empezaba a languidecer y al igual que se contraponía color y línea,
la sensualidad de sus desnudos chocaba con la espiritualidad que se atribuía a
un pintor muy representativo de temática religiosa, Johann Friedrich Overbeck
(1789-1869), si bien eran dos propuestas diferentes. No obstante, obtuvo
reconocimiento con propuestas marianas herederas de Rafael (Madonna dei candelabri, h. 1513) como
vemos en La Virgen adorando la Sagrada Forma
(1854), que fue la más famosa obra devocional y popular de Ingres a través de
grabados y reproducciones.
Juana de Arco en la
coronación de Carlos VII en la catedral de Reims
(1854). Uno de los personajes históricos de corte
nacionalista más populares del romanticismo francés, la representa como una
santa añadiéndole una aureola, adelantándose al proceso de canonización que más
tarde la convirtió en patrona de Francia. Subraya su carácter político de
unidad nacional, en consonancia con la nueva forma del Estado la Segunda República
francesa, el gobierno de Napoleón III. Pinta su propio rostro en el escudero de
Juana, recalcando su devoción por la santa en un juego anacrónico de gusto
tardomedieval.
Autorretrato (1859).
Ya gloria nacional, irradia una autoridad satisfecha, como se puede deducir de
la inscripción en latín. Ingres, aparte de cuestiones pictóricas, ha dado
nombre a un tipo de papel verjurado. Asimismo él dominaba perfectamente el
violín, dando lugar a una locución en francés, Violon d’Ingres, que se refiere a una persona con una pasión por
una actividad o hobby practicada por
esa persona que maneja otro arte mejor.
El baño turco (1862). Por
una fotografía de Charles Marville en 1859 sabemos que su formato era rectangular,
luego en tondo, como espejo que refleja un interior privado e íntimo como el
círculo ovalado de sus rostros, así su trabajo, como alegoría de la perfección,
el círculo y la bañista que abre y cierra su carrera. En este baño se acumulan
transformaciones, un resumen donde recompone los estudios más antiguos dándolos
nueva vida como Interior de un harén
que estaba lleno de metamorfosis futuras (“Un cuello cargado de promesas” que diría Jean Cocteau al ver
Júpiter y Tetis).
En los dibujos preparatorios se ve la libre expansión de las formas que
vendrán. Asienta en el centro a la Bañista
de Valpinçon para armonizar la escena con su laúd, en una maraña de formas
donde queda patente que el erotismo
es curvilíneo. El baño aglutina, por
así decir, a las bañistas en contorsiones y distorsiones embrujadoras. Apogeo
de placer reunido en un ideal formal ante el realismo que se avecinaba. Ingres
insistía en las imágenes de su juventud, rehaciendo las cartas de lady Montagu
en un viaje con su marido como embajador a Turquía de 1717-18 donde describía
los baños, sin gestos ni posturas, Turkish
Embassy Letters distribuidas en círculos considerables de lectores, donde
relata la historia de ese viaje iniciador de buena parte del orientalismo
artístico.
Aparte de sus obras en diferentes museos y colecciones, dos
obras iban a generar el gusto por las referencias ingrescas: Ingres, sa vie, ses travaux, sa doctrine
(Paris, H. Plon, 1870) del vizconde Heri Delaborde, leído a modo de arte
poética por multitud de artistas hasta bien entrado el siglo XX. Asimismo
Ingres, sa vie et son oeuvre, Henry
Lapauze, Paris, G. Petit, 1911. Tendríamos que hacer otro artículo para reseñar el catálogo
de influencias, por dar algún esbozo:
Manet, cuya Olimpia
se colgó en el Louvre junto a La gran
odalisca. Degas admiraba a Ingres y preservó su recuerdo entre los
impresionistas y coleccionó su obra. Cézanne no era de ese gusto y le
criticaba, pero en Renoir sí cabe destacar un periodo ingresco. Gauguin
comprendió su fuerza plástica, su juego de formas en sus desnudos de espaldas. Al
final del XIX su pintura era convertida en referencia con afán de citas en
numerosos cuadros. Se incrementará en el XX con la facilidad que daban los
medios de reproducción:
Picasso que en 1905 viaja a Montauban y entró en contacto
con sus dibujos, El baño turco planea
sobre El harén (1906), o Las señoritas de Aviñón (1907). Ingres
figuraba entre los pintores favoritos de Bretón, Magritte lo admiraba y Dalí le
homenajeaba. Man Ray, El violín de Ingres
de 1924, en cita de La bañista de
Valpinçon, se apropia de la erótica de Ingres, la aumenta
como hace Picasso en su voluptuosidad. Joel Peter Witkin en sus descarnadas
fotografías Mujer que fue pájaro de
1990, en mezcla de placer por la cita, erotismo y crueldad subyacente.
En 1967 conmemoración del centenario de su muerte en el
Petit Palais con un catálogo voluminoso y actas de un coloquio que recogen las
investigaciones sobre Ingres. Que enlaza con los contestatarios sesenta del pop
art francés que se apropia de algunas piezas de Ingres convertido ahora en
símbolo postindustrial. Cada generación artística interpreta a Ingres, diálogo
constante con los artistas en función de sus preocupaciones, políticas,
sociales, filosóficas, feministas, contestatarias: Rauschenberg con transcripciones
de bañistas, Guerrilla Girls, Orlan o Cindy Sherman que abre la nueva revisión
fotográfica de Ingres en el XXI.
Si bien Theodore Silvestre, ante
obras como Edipo y la Esfinge (1808) llega
a decir que Ingres es un chino extraviado en Atenas porque su comprensión del
clasicismo es exótica y extravagante al combinar arcaísmo y tridimensionalidad,
Jean-Auguste-Dominique Ingres ha quedado como paradigma de la norma académica, Virgilio lee la Eneida ante Augusto, Octavia
y Livia o “Tu Marcellus eris” (Fragmento de 1819, faltaría en su parte
izquierda la figura de Virgilio, como en el cuadro del mismo tema de 1812): En
el catálogo de la exposición, que nos ha servido de base a este artículo, podemos
leer: “En la lectura de la Eneida, la hermana de Augusto, Octavia, revive la
muerte del hijo Marcelo y se desmaya. Cuando oye los famosos versos del libro
VI (883), sus fuerzas la abandonan bajo la terrible mirada del emperador. En
efecto, Livia ha hecho asesinar impunemente al adolescente, en provecho de su
hijo Tiberio”.
'[…] heu, miserande puer, si qua fata aspera rumpas,
tu Marcellus eris. manibus date lilia plenis
purpureos spargam flores animamque nepotis
his saltem accumulem donis, et fungar inani
munere.'
tu Marcellus eris. manibus date lilia plenis
purpureos spargam flores animamque nepotis
his saltem accumulem donis, et fungar inani
munere.'
En la
edición de José Carlos Fernández Corte y traducción de Aurelio Espinosa Polit, (Madrid,
Cátedra, 1990):
“¡Ay triste niño!
si el cerco rompes de tan negros hados,
tú Marcelo serás…
¡A manos llenas
dad lirios a su
tumba! ¡que la púrpura
de las flores
sobre él mi mano esparza,
pobres dones a su alma prodigados,
tributo vano que
el dolor le ofrenda!...”