La pintura de Edward Hopper nos conduce entre cuadro
y cuadro a una acumulación de interrogantes. Por mucho que él declarase que
solo quería pintar la luz del sol sobre una pared, sabemos que una vez
conseguido esto se multiplican, como en las grandes pinturas, los efectos
secundarios: básicamente las constantes hasta hoy sobre el laconismo y la
soledad que refleja su pintura, quedan fijados hacia 1926 tras algunas
exposiciones, si bien ya en 1907 Henry James hablara de esa soledad entre la
muchedumbre neoyorquina en The American
Scene; asimismo en 1933, año de su retrospectiva en el MoMA, Alfred H. Barr
es quien se detiene en el análisis del drama en sus cuadros, asociándolo a los
interiores holandeses del XVII y a la intensidad de su luz como el medio más
expresivo de su pintura.
A nuestro entender, la pintura de Hopper va a ir
estableciendo puentes de conexión, primero entre el modernismo internacionalista
y el regionalismo descriptivo, tendencias en las que estaba dividido el mundo
artístico de EEUU hasta el estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Sin espacio para extendernos aquí, remito al catálogo de la exposición
American Art. 1908-1947 From Winslow
Homer to Jackson Pollock, realizada en varios museos franceses entre 2001 y
2002, donde se analiza el trasvase del centro y la idea de arte moderno de
París a Nueva York. Posteriormente podemos observar, pese a sus protestas, su
obra como mediación en la querelle
entre figuración y abstracción, extendiendo salvoconductos hasta el Pop Art.
En 1906 está en París donde, aparte de reencontrar
raíces familiares por parte materna, se está desprendiendo de las primeras enseñanzas
en las que el “feísmo” se proponía como una garantía de realismo, y buscando
elementos comunes entre el arte francés y el estadounidense se interesa por
Vallotton, Courbet, Vermeer y Rembrandt. Por estos años podemos ver tres lienzos
precursores de esa individualización de los edificios que será una de sus
marcas: Statue
Near the Louvre
(1906), Notre Dame, nº 2, (1907) y The Louvre in a Thunderstorm (1909),
donde además podemos apreciar las calles vacías a modo de las fotografías de
Atget que apreciaba. Asimismo conoce las ilustraciones satíricas de Daumier y
de Jean-Louis Forain, lo que le serviría para su trabajo, ya afincado en Nueva
York, como ilustrador en diferentes revistas.
Otro aspecto
a señalar serían sus grabados y acuarelas que, según sus testimonios, le ayudan
a cristalizar su pintura, esto es, a lograr esa suspensión narrativa, a modular
la intensidad de luz y esa acentuación de contrastes. Serán esas acuarelas lo
primero que vaya vendiendo, de este modo en 1925 va logrando poco a poco vivir
de la pintura y prescindir de su trabajo como ilustrador.
Edward Hopper
nace en 1882 en Nyack, estado de Nueva York, en una casa de 1858 que al verla
en fotografía podemos entender el afán de Hopper por reflejar casas y
edificios. Una de ellas, House by the
Railroad (1925), sirve de epítome para reflejar un cierto laconismo lúgubre,
hoy más acentuado por Psicosis (1960)
de Hitchcock. Aunque no debemos olvidar, que en los años treinta había
exigencia de mostrar un americanismo a toda costa para fundamentar las bases de
un arte nacional. Este tipo de casas, con esa pesada envolvente que añade
Hopper, son como mojones en el extenso paisaje americano, donde más allá domina
el espíritu de frontera asociado a la leyenda del Oeste, atravesarlo es avanzar
en el desamparo, de ahí también la inquietud al ver esas casas, una realidad
abandona como diría Peter Handke que ve esos paisajes en semejanza a las plazas
metafísicas de Giorgio de Chirico. Metafísica a la que también se refiere Cees
Nooteboom (El enigma de la luz, 2007)
y que ya estableciera André Breton hacia 1941, formando ciertos paralelismos en
la distorsión de la perspectiva con varios puntos de fuga, con posiciones
intrépidas o imposibles donde se colocaría un teórico espectador.
Estas
distorsiones en la perspectiva ha dado lugar a su fama de voyeur, que deshace con soltura, la siempre sugerente elocuencia de
Yves Bonnefoy; nos viene a decir, que no se puede ser voyeur ya que “un ser que se ausente de sí mismo, no puede ser
espiado” (“Edward Hopper: la fotosíntesis del ser”, La nube roja, 1977/1995). Y quizá no carezca de razón pues
asistimos a muchos de sus cuadros a una suspensión de la narración de la que
hablábamos, incertidumbre en su continuación, inmediatez de la nada: Room in New York (1932) una situación de
pareja donde por más que se mirasen no se encontrarían, él inasequible en la
lectura, ella a punto de pulsar la nota cuya vibración haga estallar el cuadro
pacífico de la monótona convivencia. Es un tiempo detenido al pintarlo, que se
reproduce de nuevo al verlo con significaciones emotivas añadidas, fantasías
inconscientes en la reacción del observador.
Finalizada la II G.M. Hopper se une a
las protestas por la excesiva atención de diversas entidades artísticas
estadounidenses hacia la abstracción o el expresionismo abstracto, dejando de
lado, a su entender, el realismo donde supuestamente él militaba. Mas en esos
puentes que su pintura extiende, podemos observar en su obra una tendencia
hacia un cierto tipo de abstracción, con la luz protagonizando cada vez más sus
lienzos y una división espacial de la representación en dos segmentos, una
demarcación entre civilización y naturaleza: Cape Cod Evening (1939) South
Carolina Morning (1955) o Four Lane
Road (1956). Al tiempo va destilando la luz de materia sobrante, recogiendo,
de manera más evidente, en Morning Sun
(1952) su concepto plástico de luz, donde además podemos ver, en el esbozo, un
estudio experimental de la luz incidiendo sobre el cuerpo de su esposa Jo, que
suele ser la modelo en todos sus cuadros.
En alguna
ocasión que a Hopper le mostraron alguna concomitancia de su pintura con la de
Mondrian, aquél mostró bastante enfado, aunque vamos viendo que su realismo se
va quedando sin los datos fehacientes de esa realidad. En esta exposición no
figura Room by the Sea (1951), una
habitación a la deriva navegando en un solitario océano de luz; ni Sun in an Empty Room (1963), donde la depuración
de la luz en marcados paños de claridad hacen más evidentes esas metáforas de
silencio, tan cercanas a los saltos cromáticos de Mondrian, a la significación
de la luz en Rothko o incluso al misticismo de la luz filtrada de los vitrales.
La exposición se inicia con Solitary Figure in a Theater (c. 1902-4), un cuadro de un tono
oscuro que nos acerca a sus primeras vinculaciones puritanas y termina con Two Comedians (1966). Entre cuadro y cuadro, como decíamos al
inicio, se disparan interrogantes ¿qué desarrollan estos dispositivos teatrales
presentando escenas sin desenlace? Incluso en Conference at night de 1949 uno de los pocos donde
simulan hablar, parecieran personajes o figuras (como dice Bonnefoy)
a la espera que les asignen un drama, de ahí quizá Two Comedians, Jo y Hopper, saludan de antemano, a quien se lo
pueda otorgar.
Con motivo de la exposición se proyecta una
magnífica serie de películas y se realiza un simposio internacional Edward Hopper, el cine y la vida moderna.
Sin que nos olvidemos del
reportaje Hopper. El pintor del silencio
(2005) realizado por Carlos Rodríguez con guión de Raquel Santos y producción
de Isabel Lapuerta, que enlaza de forma visual cuadros de Hopper y películas
donde rastrearlos, con tanta fluidez, que tratar de reflejarlo desde nuestra
escritura, aturde, destacaremos Lejos del cielo (Far
from Heaven, 2002). Tanto para el director, Todd Haynes como para el
operador, Edward Lachman, sus imágenes abiertas formulan historias donde el
final deberá concluir el espectador, tratando muros de luz que suspenden el
tiempo. La película retoma la soledad de los personajes de Hopper, haciendo
relevancia en el intrincado universo interior femenino, de mujeres absortas,
como si toda la opresión del mundo cayera sobre ellas. Lachman se inspira en
numerosos cuadros de Hopper para expresar la soledad o el aislamiento como por
ejemplo el que refleja Chop Suey (que a su vez nos recuerda el
ensimismamiento femenino de El ajento de Degas, 1876, o de Manet en El
aguardiente de ciruelas, 1877/78). Además en Lejos del cielo, Tod
Haynes mantiene un look hopperiano junto al melodrama de John Stahl y
Douglas Sirk, con sus mujeres enrejadas tras las ventanas, donde cada plano
supone una historia, un todo conjuntado en donde los colores conforman el
protagonismo. Este director también organizó en agosto de 2004 en Tate Modern
junto a la exposición de Hopper, una proyección de una serie de películas con
una correlación artística, una mirada compartida con Hopper, bien a través de
la expresión de soledad, bien con semejante tratamiento plástico. Así Heynes ve
un manejo semejante del aislamiento tanto en Hopper como en Blue Velvet (1986)
o Mullholand Drive (2001) de David Lynch. Como común es la tensión que
ve con Hitchcock y la amenaza dentro de unas arquitecturas desoladas.
Si
el cine ha tomado múltiples referentes de la pintura de Hopper, a él también le
interesaron diversas películas, así, entre otras, le gustaba el cine de Elia
Kazan y la vida de barrio reflejada en Marty (Delbert Mann, 1955); Los
niños del paraíso (Marcel Carné, 1945) le inspira Two Comedians y el
relato corto de Hemingway Los asesinos (The Killers, 1927) le
sugirió Nighthawks (1942) que también
podemos ver en la película de Robert Siodmak Forajidos (The Killers,
1946). Si sus cuadros son esencias de luz y tiempo en un decorado escueto, no
es de extrañar que le gustase el cine negro que es una quintaesencia social,
con una opresión lograda por la iluminación marcada, encuadres agresivos y
decorados tajantes.