Ferdinand
Victor Eugène Delacroix nació el 7 Floreal, año VI del calendario
revolucionario vigente entonces (26 de abril de 1798), muy cerca de París y con
la constante especulación biográfica sobre la paternidad, atribuyéndosela al famoso
político Tayllerand. Coincidió en la adolescencia con Théodore Géricault en el
Liceo imperial de París y en 1815 en el taller de Guérin en sus primeros años
de formación pictórica; ambos representan lo más destacado del Romanticismo
francés. Con una formación humanística muy refinada y una impetuosa capacidad
de invención incorpora a sus cuadros los temas vanguardistas en literatura,
Byron o Walter Scott. Admira a Dante y Shakespeare, le atraen los temas
épicos, lo exótico, la energía animal y las historias pasionales. Tiene todos los síntomas
románticos: subjetivismo, exotismo y un cierto ardor creativo que impregna sus
obras de melancolía. Con una personalidad entusiasta o fougue, a pesar de sus protestas se le sigue encuadrando dentro de
ese círculo de jóvenes exaltés o
corriente que en Francia se denomina école
romantique. Amigo íntimo de
Chopin y George Sand, consideró la imaginación una cualidad artística principal
y fuente de invención como
sucedía en poesía y música (de la cual habla tanto o más como de pintura). Pintor
de acontecimientos importantes y poco frecuentes, fiel a lo que dice en sus Diarios, que un cuadro debe ser un
“deleite para la vista”, trata lo legendario con esa mirada actual con
la cual el público se identifica.
Delacroix
es metódico, realizando primero un esbozo a vuela pluma que va modificando
hasta su ejecución final, donde pone en valor el color, la textura y la
imaginación exaltada, predominando en sus cuadros la masa pictórica y los
contornos borrosos con partes que parecen mezclarse dando a veces la sensación
de estar abocetados. Es lo que ha venido en llamarse flochetage o acabado tosco mediante la disposición o
“desplazamiento” del color en pequeñas pinceladas, un entrelazado de tonos que
formase un tejido multicolor. En su obra podemos encontrar la
insistencia en los momentos más álgidos de la acción con encuadres oblicuos resaltando los grupos
centrales, un Romanticismo de acción incesante en palabras de Fritz
Novotny. Siguiendo a este autor podemos ver en Delacroix las líneas del
romanticismo tardío alemán y los pintores históricos belgas, además que
admiraba la pintura de David Wilkie y las acuarelas de su amigo Bonington. Se dio a conocer con el Salón de 1822 con La barca de Dante, una escena lúgubre de
Dante y Virgilio, estimulada por La balsa
de la Medusa (1819) de Géricault, mas si éste presentaba un infierno
terrenal, en Delacroix su infierno y confusión son imaginarios, aunque en deuda
con el Greco.
La teoría romántica le lleva a una exaltación mental de momentos históricos, una
identificación espiritual entre pintura y escritura. Ariosto y Tasso le
servirán como fuente literaria, Byron para La
muerte de Sardanápalo. En el boceto de la exposición (1826-1827) podemos ver mejor esa
coordinación que arrastra las formas y donde cada toque de color se refleja en
todos los demás sintetizando una armonía plástica en la que un sátrapa
oriental, al verse perdido ante sus enemigos, ordena a su guardia personal
exterminar, ante su indolente mirada, todos sus bienes. Visión romántica de la
tragedia, caótica composición desbordante de color, movimiento y agitación.
El
Romanticismo también está asociado a independencias nacionales y el
pensamiento del pintor en constante alerta, se interesa por la guerra griega de
Independencia, por la matanza de griegos en la isla de Quíos a manos del
ejército turco (La Masacre de Quíos,
1824) y la que podemos ver en la exposición Grecia expirando sobre las
ruinas de Missolonghi, 1827, donde muere Byron.
El
viaje acostumbrado que hacían los artistas a Italia, Delacroix lo cambió por
Inglaterra (1825) y norte de África en 1832, donde visitó Argelia y Marruecos
con una breve visita al sur de España, iniciándose con él la fascinación de los
mejores pintores franceses por la pintura española. En Inglaterra admiraría la
pintura de Constable, Turner, Wilkie, James Ward y Lawrence, además de asistir
a las representaciones de Shakespeare en boga entre los románticos ingleses,
puesto que aúna realidad histórica con imaginación literaria. Como los poetas
su propósito era evocar una atmósfera dramática a través del movimiento de las
formas del color por medios visuales. Su viaje a Marruecos le confirma ese
gusto por lo exótico y lo oriental extendido en Francia desde las expediciones
de Napoleón, así sus Orentalia fantastica le ofrecen la excusa para sus
grandiosas y exóticas series de caza de leones, en las que Rubens sentó
precedente, volcando en ellas sus fantasías cromáticas.
La pugna
entre Poussinistes y Rubénistes prosigue la querelle des anciens et des modernes del
mundo literario: dibujo frente a color, aunque la verdadera batalla era entre
disciplina y moralidad. Delacroix y su generación ponen delante del público
aquello que no querían ver y resultaba insoportable hablar, el sexo, así Mujeres en Argel (1834): Se concentra en
las posibilidades ópticas y emocionales del color, en el acento sensual, lleno
de sombras agobiantes con una atmósfera cargada de color que da un tono
fascinante. Un cuadro destinado a hacer época y muy imitado por las generaciones
posteriores, en él se compendian el misterio de un interior cerrado, penumbroso
y algo claustrofóbico con una fuerte sensualidad marcada por un uso original de
brillantes colores, que adelantándose a los impresionistas emplea ya con
contrastes complementarios (“el verde da una sombra roja”, podemos leer en sus Diarios).
“Los pintores que no son coloristas, hacen
iluminación y no pintura” nos dice Delacroix, asimismo podemos leer opiniones
sobre los elementos narrativos que pondrá al servicio de su tratamiento del
color. Este colorismo no le impide realizar un vigoroso dibujo también lleno de
momentos estremecedores, un modo independiente de expresión como podemos ver en
Medea (con diversas versiones entre
1838 y 1862): claridad formal, penetración psicológica y sentimiento trágico. Su
concepto de la belleza como algo instintivo y extraído de la naturaleza,
heredado de Voltaire, se relaciona fundamentalmente con la condición innata de
genio donde convergen la espontaneidad con la búsqueda constante del intento
que lleva al resultado final, de ahí sus miles de dibujos. Realizando también
unas series de litografías entre las que destacan las ilustraciones para Fausto y Hamlet.
Sus Diarios (Journal) contienen numerosas observaciones técnicas, aunque podemos
destacar la reflexión literaria en paralelo a la búsqueda que realiza con sus esquisses, una reflexión con la imagen a
modo de la literaria: “De la persona o del objeto es sobre todo el espíritu lo
que hay que comprender y tomar”. Es lo que podemos observar en sus retratos y
autorretratos de los que se conservan cuatro óleos, tres bustos y uno de cuerpo
entero, más numerosos apuntes en acuarelas y dibujos. Notable retratista,
Delacroix fue también un excelente pintor de grandes decoraciones en edificios
públicos y no es de extrañar que unas de sus postreras obras maestras
(espiritualización a través del color) sea el de La lucha de Jacob con el ángel (1861) y Heliodoro expulsado del templo que se conservan en la capilla de
los Ángeles en la iglesia de San Sulpicio de París.
En
búsqueda de ese instinto autocontrolado semejante a Miguel Ángel o Shakespeare,
resalta su dinamismo, color y brillante sentido narrativo, expresiones de un
temperamento, como dice Baudelaire en sus Salones
de los cuadros de Delacroix, una cualidad sui
generis, indefinible y definidora del aspecto melancólico y ardiente del
siglo.
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