No sabríamos decir con el título de esta exposición si referirnos a la belleza que encierran estas pinturas y esculturas, o bien, a unas obras ocultas en los peines del museo que, ahora restauradas, salen a la luz. Encerrar es más bien guardar, mientras que cerrar es separar, impedir el paso. Así el Museo del Prado se cierra o se abre al público pero las obras siempre están a cubierto dentro de otra obra de arte arquitectónico, que también se restaura y se distinguen tonalidades según la luz.
Estos
dos ejemplos de escala pueden advertirnos la atención más íntima que hay que
prestar a estos cuadros. Sus dimensiones nos hacen parar la mirada,
aproximarla, nos reclama atención por el detalle sin perder el conjunto.
Formato de enigma donde se puede dar rienda suelta a la invención al no estar
sometido a las normas de composición de la grande machine. Se permiten
los artistas mezcla de géneros artísticos y la experimentación con diversas
técnicas, abunda el boceto, modellino o ricordo; llegando a una
pintura al capriccio, que podemos ver en Tiepolo o Goya, epítome del
cambio de paradigma del concepto de belleza.
Estamos
ante piezas en gran parte portátiles como los altares de eclesiásticos o nobles
cuyo formato invita a la privacidad, a una meditación que empieza con devoción
y desemboca en la moral personal, donde lo profano se vuelve místico a fuerza
de evocación y lo religioso gana detalles cotidianos y humanistas: del hortus
conclusus, al paisaje de Patinir donde la naturaleza cobra timbre de género
y se empieza a valorar la inventiva del pintor (Tentaciones de San Antonio
de Pieter Coecke, h. 1540).
Asimismo
el paisaje se vuelve pastoril o bucólico, Rafael y la Sagrada Familia del
cordero (1507) o Antonio Allegri, il Correggio con Virgen con el Niño
(h. 1516), de quien veremos su influencia en la mimesis de ingravidez de Carlo
Maratti La Virgen poniendo al Niño dormido sobre la paja (h. 1656),
copia del fresco en la iglesia de Sant’Isidoro Agricola en Roma. También se
consigue dar al episodio bíblico un carácter cortesano y teatral (Veronese, Moisés
salvado de las aguas, h. 1580), o llegar a los paisajes imaginarios, como Puerto
con castillo (h. 1601) de Paul Bril, que destaca por la luminosidad del
soporte de cobre, con los abundantes detalles tradicionales en la pintura
flamenca.
El afán
experimental se puede observar en Pietro da Cortona, Natividad (h.
1658), exclusivo cuadro de este tamaño realizado con venturina, pasta de vidrio
(que imita la venturina, una costosa piedra india) que hace destellar el cielo
con diferentes tonos dependiendo de la intensidad de luz que incida, aunque en
esta exposición, al permanecer la misma luz, no se aprecia.
La
selección realizada nos puede servir para fijarnos en obras que nos han podido
pasar un tanto desapercibidas: Leonaert Bramer, El dolor de Hécuba (h.
1630). Descubierto este título por la minuciosidad prestada a una inscripción
casi imperceptible en la estela del arco del túnel derecho. Asimismo podemos
prolongar alguna de las exposiciones celebradas recientemente sobre bodegones
con Plato con ciruelas y guindas (h. 1631) de Juan van der Hamen, una
pieza que puede resumir lo hablado en estas páginas sobre dichas exposiciones:
el plato de peltre, el ambiente doméstico o el sillar donde está colocado.
Destacando el gran contraste cromático entre ciruelas y rojizos, un azul que
concede a las guindas la transparencia de luz.
Era
habitual pintar los cuadros de gabinete sobre tabla o plancha de cobre y aunque
el ejemplo pueda resultar exagerado, David Teniers el Joven nos acerca un
ejemplo en El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas
(1651-53). Un documento de su colección, en soporte de cobre, entre las que
podemos distinguir cuarenta y nueve pinturas, entre otros: Tiziano, Giogone,
Tintoretto, Veronés, Holbein o Duquesnoy el Joven en el pie de bronce de la
mesa. De David Teniers también destacamos sus seis tablas con escenas de monos.
Un tema que arranca de Pieter Brueghel el Viejo y Peter Van der Borghts y se
asocia con la necedad del hombre, con la banalidad que se cobra al creernos tan
capaces.
Muchas
de las obras aquí expuestas se encuentran en la Galería online del Museo del
Prado, donde se pueden apreciar sin aglomeraciones ni ruidos. Quizá la belleza
no sea un valor tan intangible como los que cotizan un poco más allá del Prado
y necesitemos ir a la sala a tocarla con los ojos, como si ampliando el aura
contemplativo quisiéramos recrearnos imaginando el origen del trazo del
artista, en una emoción tête à tête con la obra que aviva la pasión
táctil por acercarnos a ella. Incorporar la técnica a la contemplación in situ,
nos permite traspasar el cordón o la línea que nos separa de la obra y ver
detalles reproducidos solo accesibles así o al detalle del restaurador. Walter
Benjamin nos habla del aura como unicidad, de un aquí y ahora del que no hay
copia; con estas aplicaciones no se atrofia el aura, no es su objetivo la
reproducción sino activar la predisposición a pasar de espectador a autor,
ahondar en la materialidad de la obra. Al final todo es tacto, variantes, como
se puede deducir de un gran ejemplo de pintura de gabinete El ciclo de los sentidos:
Rubens trazando la composición general y pintando las figuras alegóricas los
sentidos y Jan Brueghel el Viejo, en el enorme taller del primero, ocupándose
del virtuosismo y la exuberante puesta en escena de los objetos.
En el
XVIII se consolida la pintura de gabinete (se reduce el tamaño de las
habitaciones), se aumentan las actividades diarias de una burguesía en
crecimiento cuyas costumbres se irán plasmando en estas obras con cierta
teatralidad y un afán de recuperación de la Antigüedad clásica, donde se
combina lo novelesco y la supervivencia heroica. En estos gabinetes se recibían
visitas con pequeñas piezas que amenizaban ese espacio de conversación, así
Watteau con suntuosas fiestas galantes de extensa influencia; como Luis Paret y
Alcázar, del que destacamos Ensayo de una comedia (h. 1772-73) y Muchacha
durmiendo (1770-99), pieza provocadora para aquella época en España, su
desnudez y voluptuosidad excusadas por la indolencia, el alcohol y las
lágrimas. En esta obra podemos ver que si bien el cobre necesita gran
precisión, devuelve una luz radiante que, además, enlaza con los análisis sobre
la difusión de la luz que se llevaban a cabo en ese siglo tan proclive al
estudio científico.
Entre
las pinturas de gabinete era habitual escenas que reflejaban catástrofes, en Náufragos
llegando a la costa (1790-1800), Jean Pillement ofrece una marítima, cuya
práctica se puede remontar a
Claude-Joseph Vernet. Obra un tanto excepcional pues el autor realizó
obras de temática más sosegada. Refleja el hundimiento del navío San Pedro de
Alcántara en las rocas de Peniche, en la costa cercana a Lisboa, adonde viajó
para documentarse. Siguiendo con este tema, podemos ver también Resto de un
naufragio (San Juan de Luz) (h. 1882) de Carlos de Haes, un óleo que le
sirve de estudio preparatorio para Un barco naufragado (1883, también en
el Prado) y que podría encerrar una referencia alegórica a su tensa situación
familiar. Lejos, pensamos, de sus espléndidos apuntes sobre el palmeral de
Elche o Bosque de hayas (Alsasua) (h. 1875).
En Feliciana
Bayeu, hija del pintor (1787), podemos ver un retrato excepcional por su
delicadeza y por lo infrecuente que son los retratos de Bayeu, con una
expresividad en sus ojos que luego veremos en muchas mujeres retratadas por
Goya, y en las más queridas, delicadeza, sutil modulación y captación
psicológica. Goya introduce tanto el capricho y la invención como lo irracional
y la crítica política. Alrededor de estos artistas podemos apreciar El
Prendimiento de Cristo (1798), boceto de Goya que contiene la
preparación de las luces para el altar de la Sacristía de la Catedral de
Toledo. Y otro de Vicente López Portaña La huida a Egipto (h. 1795),
boceto para la catedral de Valencia que en principio se adjudicó a Bayeu, de
factura ligera, pincelada suelta y gran agudeza en captar la intensidad de la
luz.
Romanticismo
es fragmento (véase de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El
absoluto literario. Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2012. París
1978) lo que conecta bien con ese formato de intimidad y abocetamiento, de
gustos cambiantes por donde circulan los tipos populares de Alenza o los
caprichos de Eugenio Lucas Velázquez de raigambre goyesca. Así como la
delicadeza de los pequeños retratos de Madrazo o Eduardo Rosales. Cabría
destacar de Federico Madrazo Louise Amour Marie de la Roche-Fontenilles,
marquesa de Rambures (h. 1871), pues en esta experimentación de la que
venimos hablando, presenta un estadio intermedio entre el apunte del natural y
el retrato acabado de pequeño formato, centrándose en el modelado de la cabeza
con delicada entonación del rostro. Realizado mientras era director del Prado,
Louise era copista en el museo y él reflejó el perfil de esta mujer con
intereses y obras publicadas sobre filosofía y teología.
Por
otra parte, los propios talleres se vuelven estudios donde reunirse en torno a
charlas intelectuales, como el que tuvo en Valencia (llamado La Gallera)
Francisco Domingo Marqués, en el que mostraban su interés por el impresionismo,
que conoció en París. De él destacamos Cabeza de gato durmiendo (h.
1885), donde podemos ver una materia que se deshace en expresión colorista que
deja entrever a su maestro Rosales y su amistad con Fortuny.
Fortuny
fue cronista en la Guerra de África hacia 1860 de donde le surge la fascinación
por lo árabe que podemos ver en Marroquíes (1872-74), con su cromatismo
rico en matices. Manuela Mena, comisaria
de la muestra, nos dice en el catálogo de la exposición: “la técnica es
imprescindible en la consecución de una expresión artística concreta”. Asombra
la de Mariano Fortuny, hace cierto que la intensidad no depende del tamaño: Desnudo
en la playa de Portici (1874), como si sus pinceles tuvieran una vivacidad
fotográfica. Pintura directa y precisa que recuerda al Hermafrodita Borghese
del Louvre (copia en bronce en el Prado). En Portici (Nápoles) realizó varias
marinas más con esa admirable factura de pinceladas sueltas y rápidas, aunque
allí contraería la malaria que provocó su temprana muerte en Roma.
Hay
detalles que podemos ver en la Galería online y que esta exposición pone al
mismo alcance de zoom, como en San Francisco de Asís recibiendo los estigmas
(h. 1510) del Maestro de Hoogstraten: apreciar a Cristo como en una acrobacia
dentro de una mandorla que parece todo él desencajado. O bien dilucidar si en
la Anunciación de Fra Angélico, en la predela, en la Purificación, si
son dragones o serpientes lo que imita esos soportes como perchas en el muro de
la derecha. Apreciar el meticuloso abigarramiento en el pequeño e imponente
cuadro de Vicente Masip, La coronación de la Virgen (h. 1521). Ver en
Patinir los detalles que nos indica, en el extraordinario texto del catálogo,
el profesor Félix de Azúa.
Vicente Palmaroli, En vue (1880), nos
muestra una mujer en las playas de Normandía mirando a través de un catalejo
que acerca y fragmenta su horizonte visual. En el catálogo de la exposición,
Andrés Úbeda de los Cobos recoge el fragmento de una carta de Sebastiano Ricci
a propósito de una obra suya: “El boceto es la obra terminada y el cuadro de
altar la copia”; subvierte el orden de lo visto. ¿No seremos nosotros a quien
observa la mujer de la playa? Quizá permanezcamos encerrados y aquella belleza
sea un refugio donde adentrarnos y descubrirnos, ser capaces de apreciar la
belleza interior que subyace y nos espera, belleza en preludio de la que
vendrá.
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