lunes, 15 de junio de 2009

JOAQUÍN SOROLLA



Si hoy le aplicáramos a Sorolla el calificativo de bárbaro luminoso, como le llamó Valle Inclán (La lámpara maravillosa. Madrid, Espasa-Calpe, 1995), probablemente entenderíamos todo lo contrario de lo que quiso decir el esperpéntico Marqués de Bradomín. Valle, como otros de la Generación del 98, le recriminan cierta instantaneidad fotográfica que refleja sólo lo que se ve, frente a Zuloaga, por ejemplo y por decirlo de forma abrupta, que reflejaría también un sentir. En nuestros días nada más fácil que seguir con esta torpe dicotomía, a raíz de una subasta, este mismo mes de junio, con obras de estos dos maestros en Sotheby’s de Londres. Continuar la discusión y tener que elegir uno u otro entra dentro de la vieja fórmula que forjó la dominante del carácter español de la elección entre el blanco o el negro, desechando el placer de los matices y otras gamas del espectro.

Hoy entendemos bárbaro, no sólo como aquéllos que acechaban las polis de la antigua Grecia o los germanos del siglo V, sino como algo que nos sobrepasa sin llegar a caer en la barbarie. En la tradición más cercana a Sorolla el negro es el color etiqueta que dan los románticos a España, los tonos sombríos de esa España negra que impregnó el XIX hasta inicios del XX, y en Europa toda un estética asociada a nuestro país que venía a destacar los grabados en blanco y negro de Goya, así el noventayochista Ramón Pérez de Ayala, uno de los que mejor entendió a Sorolla, nos dice: “Como la adversidad es la piedra de toque de los caracteres, el negro es la piedra de toque de los pintores” (Francisco Calvo Serraller, Paisajes de luz y muerte. Barcelona, Tusquets, 1988, pg. 64).

Entre una mirada enlutada, la pincelada de Sorolla tiñe de un fogonazo un futuro de luz incierto, frente a la tenacidad de aquélla, al cabo la luz de los nuevos tiempos. Sorolla maneja el negro con maestría (Clotilde con traje negro, 1906), lo plasma en los retratos afianzando la distribución de blancos, negros, grises y ocres de Las Meninas en La familia de don Rafael Errázuriz Urmeneta (1905), la tradición de Goya en Maria Teresa Moret (1901); realiza una pintura de denuncia social (Trata de blancas, 1895) y hasta dota con la pesantez del gris una cierta melancolía en los paisajes cántabros (El rompeolas de San Sebastián, 1918). Es decir, encontramos en él lo que reclamaban sus detractores que le achacan una visión optimista en la que se recrea olvidando planteamientos pictóricos más arriesgados; para refutarlo sólo hay que ver ¡Triste herencia! (1899) o el recorte paulatino que va haciendo del horizonte, ampliando el litoral con figuras recortadas, que le permiten nuevas posibilidades expresivas en los márgenes con audaces puntos de fuga y sugerentes juegos espaciales (Los contrabandistas, 1919).

A nuestro modo de entender Sorolla representa el triunfo de la luz. Debemos recordar que los inicios de su pintura se puede inscribir en el último tercio del siglo XIX cuando los impresionistas habían sacado los caballetes a la calle y hacía furor el plein air. Si analizamos cómo Sorolla pinta sus cuadros, no sólo hablamos de pintura al aire libre, sino que por todo el tinglado que montaba, hoy hablaríamos prácticamente de una performance. En Sol de la mañana (1901), Sol de la tarde (1903), o Toros en el mar (1903), que no son cuadros pequeños, como los deliciosos bocetos que tiene, se instalaba en la playa con armazones, toldos, cuerdas y sombrillas para dirigir la acción de los boyeros, hablando con los pescadores para colocar de forma adecuada las barcas hasta lograr la composición adecuada, todo ello siempre que hiciera sol y el mar no estuviera revuelto. En Dos de mayo (1884), un cuadro de historia, por cierto, hizo quemar pólvora envolviendo a los modelos hasta lograr la representación que deseaba. En el panel para la Hispanic Society Castilla (1913), se instaló en la Cuesta de las Perdices de Madrid, haciendo desfilar modelos con trajes regionales con la Sierra de Guadarrama al fondo. Prácticamente todos sus cuadros (que no sean retratos, y aún así) están pintados al aire libre, alla prima y a pleno sol.

Si bien es cierto que en su pintura se ha destacado un luminismo que se podría relacionar con el Impresionismo por esa vibración lumínica, tenemos que decir que frente a éste, donde la luz se taxonomiza, o se descompone a raíz de las teorías de Chevreul, podemos destacar a Sorolla, que no sólo recoge la luz sino la dignidad del esfuerzo, el espíritu de la faena realizada, el trabajo del día hecho, revelándose como un intérprete de la armonía, la luz y el color; de toque agitado en numerosas obras de rápida ejecución que plasma una realidad cercana. Con el mar como leitmotiv aparece la intensidad vital de sus vibrantes marinas con reminiscencias helénicas en sus figuras como nikés, de colores claros y detonantes, modelando con contundencia los volúmenes de las figuras que aparecen recortadas en un sensual mediterráneo bajo la técnica de los paños mojados.

También nos ofrece otras como La siesta (1911) de amplia pincelada, acentuado contraste y gran dinamismo. Así mismo hay que destacar su triunfo en sociedad con los cuadros para la Hispanic Society de Nueva York, un recorrido por la vida y regiones españolas sin caer en lo pintoresco, en concordancia con lo que nos había ofrecido Albéniz en Suite Iberia o las danzas de Granados. Cabría destacar Castilla (1913) el más complejo, Cataluña. El pescado (1915) donde los colores nos asaltan la retina, y Ayamonte. La pesca del atún el más arriesgado en su ejecución por esa refulgencia de luces y que ahora cumple noventa años. Como ya nos hemos referido a su ejecución, sólo señalar que Rusiñol y Anglada le documentaron en algunas poblaciones, sirviéndose también de fotografías realizadas por él o por su hijo.

No tenemos aquí espacio suficiente para hablar de los maestros que le influyeron, de sus coetáneos o sus discípulos, y antes de hacer una relación mercantil donde figure el debe y el haber es preferible mantenerle en el ámbito de la escena naturalista internacional donde cabe destacar la exposición Sargent/Sorolla que se hizo a finales de 2006 en el Museo Thyssen de Madrid que disparó sobre el terreno, frente a frente, el placer de las correspondencias.

Sorolla empezó en 1879, iluminando las fotografías de quien más tarde sería su suegro, y ello, a nuestro juicio hace que tenga que medir la luz. Estamos hablando de lo que algo más tarde, en cinematografía, se llamaría la temperatura de color. Él, por supuesto, no lo llama así, pero sí que habla de la “relación de valores” cuando está tratando de captar las variadas tonalidades, las luces enfrentadas de Cosiendo la vela (1896). La temperatura de color, brevemente, es la temperatura que alcanza un cuerpo negro hasta emitir una luz blanca incandescente (American Cienmatographer Manual. Hollywood, The ASC Press, 1986, pg 196), existiendo una serie de tablas con medidas de correspondencia para cada situación del sol, la mayor, sería la paradoja creada si pensamos en el negro de origen fuente de tantas discusiones “en un país devoto a un Thánatos de juego voluptuoso, de fría desesperación y de engaño, que pertenece a una visión telúrica de la existencia humana” (José Enrique Ruiz-Domènech, España, una nueva historia. Madrid, Gredos, 2009, pg 878).