domingo, 20 de marzo de 2011

HEROÍNAS


Esta exposición sorprenderá a quien la visite y contemplar las obras, no sólo por la calidad de ellas, sino también por la cantidad de nombres que descubrirá, incluso sin adentrarse en el catálogo de la misma donde además se ofrece una gran panorámica sobre mujeres artistas por redescubrir.
La llamada de atención que hace la profesora Rocío de la Villa, para que a partir de aquí no sea excusa el desconocimiento de estas y otras artistas, hace que nos planteemos la exposición no sólo como un mero recorrido por obras y nombres, sino que junto a las piezas se plasma la base teórica y la oportunidad (ética y estética) para ir ensanchando la mirada y la terminología artística, como la lectura atenta que hace Carmen Gallardo sobre la Odisea redescubriéndonos a Penélope, paciente sí, pero fundamentalmente sagaz.
Parafraseando a Camille Plagia todavía no ha habido hombre que no haya sido tejido a partir de una mera fracción de plasma y quedar convertido en un ser consciente en el cuerpo telar de una mujer. Así, entre la maternidad y el objeto erótico ha devenido gran parte de la representación de las mujeres en la pintura, aunque ahora ocupando el puesto de Ulises, ellas, también heroínas, se descubren en soledad, igual que todos, héroes o no. Sin entrar en detalle estas heroínas, Penélope, Circe, Medea o Ifigenia, no suelen ser distinguidas como viajeras, a no ser como impelidas acompañantes u objeto de representación vicaria. En Habitación de hotel (Edward Hopper, 1931), esta Penélope o Ifigenia leyendo un horario de transportes en esa solitaria habitación ¿estará tejiendo la estrategia de regreso al hogar, ese nostos habitual de los héroes, estará huyendo o esperando?
No debemos olvidar que en el mito no hay teoría (filosófica) pero sí hay conocimiento. A Atalanta solo poniéndole obstáculos (manzanas de oro) se la vence en carrera (Guido Reni, Atalanta e Hipómenes, 1618-1619). Situación esa tan habitual hoy día, que podemos ver la atemporalidad del mito, su inmortal legendario. Pero los obstáculos sociales no son una barrera para el genio, así llega la transgresión (Medea), con Pipilotti Rist (Ever is Over All, 1997), cual bacante con el tirso va aguijoneando el símbolo tan adorado de tantos veloces Hipómenes.
El sistema del arte se ha estructurado discriminando el talento de las mujeres. Sofonisba Anguissola, destacada pintora con gran cantidad de autorretratos, ayudó a que este género se difundiera entre las mujeres, acaso como autoafirmación (su mirada directa así parece declararlo) de su propio pensar en ellas, de su autorreconocimiento para no caer en el peligro del olvido, demostrando ante la posible incredulidad de los demás, la propia ejecución. Lo vemos también Elisabeth-Louise Vigée-Lebrun (Autorretrato, 1791), sonriente, como si el exilio y el fracaso amoroso no fueran con ella, fiel retratista de María Antonieta, alude en éste, quizá a esas reuniones ilustradas de salón, adonde el arte pasó un tanto agotado de grandiosidad barroca. Autorretratos que funcionan como remoto antecedente de ciertas Performance, Happening o Body Art donde las propias artistas, su propia figura es sujeto/objeto de la ejecución (véanse en este caso las obras expuestas de Marina Abramovic, Renee Cox o Janine Antoni). Obras poderosas que van resolviendo la anonimia de su representación en instituciones de conocimiento vedadas a su reconocimiento profesional.
Desde la segunda mitad del siglo XX se viene generando una nueva narrativa que, sumada a todos los ismos y post-ismos, está fraguando en estas primeras décadas del XXI entre los grandes museos occidentales. Gracias, entre otras cosas, a los estudios de género, hoy estos museos ven la necesidad discursiva de incorporar obra de mujeres artistas que igualen la balanza, no por el mero hecho de compensar, sino porque, como decíamos antes, existe la formación, la producción y la teoría artística, es tiempo de buscar. De este modo Heroínas, actúa también en homenaje a esa corriente subterránea de la Historia (del Arte) donde cada mujer ha sido capaz de establecer el propio imaginario colectivo, facilitando ese reconocimiento creativo a las siguientes, y ha asumido el reto de reconstrucción de la identidad de las mujeres restando dolor y camino.

domingo, 13 de marzo de 2011

CHARDIN 1699-1779




Si en la tempestad estamos hechos de la misma materia que los sueños, en la calma somos presos de la materia silenciosa y grave de los objetos de Chardin. El ensimismamiento, esa quietud que invita a soñar, inunda su pintura.
En España ha tenido escasa popularidad, siendo así este un buen momento para compensarlo, viendo una tercera parte entre las doscientas obras, aproximadamente, que pintó, quizá porque aquí estábamos más acostumbrados al bodegón barroco, al que forzando su sencillez cargamos de metafísica. Sus naturalezas muertas no son vanitas, Chardin conecta más con la pintura nórdica europea, pintando directamente del natural lo que tiene delante los ojos. Es una sencillez engañosa que va avanzando en sobriedad hasta conseguir una naturalidad donde el aire interactúa en medio de los objetos, ofreciéndonos una presentación tridimensional.
No podemos dejar de hablar de la jerarquía de géneros que envuelve la pintura francesa del XVIII, donde predominaba la pintura de Historia, los retratos, las escenas de género y por último, las naturalezas muertas. Chardin, sin proponérselo, va a ser, a la larga, quien con su preocupación por representar correctamente las masas pictóricas, descalabre el sistema que regía en la Real Academia de Pintura y Escultura francesa, en la que ingresó en 1728 con La Raya (también llamado Interior de cocina, 1725-26), que, si no caigo en error, es la primera vez que sale del Louvre y que ha sido objeto de su popularidad y de más interpretaciones por los especialistas.
Desde Diderot a Bonnefoy, pasando por el profesor Ángel González se ha caído en la provocación de su pintura, y tratando de disipar el eterno enigma de la evidencia caemos en la magia incitante de sus objetos, de su incertidumbre óptica. Explorando la transparencia del cristal o la porosidad encendida de la porcelana, nuestra mirada dilucida la consistencia de la materia donde cada fruta tiene el sabor de su color, según los hermanos Gongourt, y se reconoce en esas texturas suaves o rugosas, aunando por la vista todos los sentidos.
El tiempo no cuenta en la obra de Chardin, tanto en lo referido a su elaboración como en el desprendimiento de la literatura en su pintura. Se vuelca en reproducir minuciosamente la correlación de los colores, la exposición exacta de la materia, los efectos que causan la luz y la calidad de las sombras. Así puede verse en La bendición (c. 1740), cuadro muy reproducido en calendarios de la segunda mitad del siglo XIX, la luz se recoge cotidiana en el mantel, desplegándose un virtuosismo cotidiano en el triángulo de miradas.
A Chardin le cuesta representar el movimiento y cuando lo hace en el caso de El niño de la peonza (1737-38), no deja de aludir al ensimismamiento en la mirada del niño, incluso en el título del propio cuadro aquí acortado. Huye del movimiento y pinta lo que ve. No es narrativo como gran parte de sus coetáneos, de tal manera que los grabadores de sus pinturas se veían forzados a añadir comentarios descriptivos en la estampas. De aquí su “desliteraturización” a la que aludíamos.
Sería ejercicio vano hablar de sus influencias, aunque no viajó a Roma, se suele decir que al igual que J.J. Rousseau tuvo dos maestros, la naturaleza y la verdad, desprendiéndose del resto, tratando de olvidar lo aprendido.
Su grandeza es haber sabido manipular un ambiente físico situado muy cerca del nivel de los objetos materiales, dotándoles de belleza, preservando la magia de los materiales humildes y reavivando objetos inanimados, provocando así la inconsistencia semántico-literaria de seguir llamando a algunas de sus pinturas, naturalezas muertas.