domingo, 30 de junio de 2013

PISSARRO


En las cartas entre Camille y Lucien Pissarro (Cartas a Lucien. Barcelona, Muchnik, 1979. París, 1950, recopilación de John Rewald con la asistencia de Lucien Pissarro), se puede observar el empeño por la exactitud que tanto caracterizó a Pissarro, así como el detalle en la explicación técnica o conceptual del cuadro en el que está trabajando o bien acaba de ver, interesándose tanto por Rembrandt o Turner, como por el puntillismo de Seurat.
 
A Baudelaire debemos gran parte de la terminología descriptiva en torno al Impresionismo: vigor de la ejecución, armonía de colores, poder creador… Añadiendo, podemos decir que sus paisajes de inicio tienen una clave corotiana (Orillas del Marne, 1864) donde predominan los pardos, si bien donde Corot utiliza gris, Pissarro usará un azul quebradizo (un color quebrado viene a ser un color que se rompe por la adición de otro que le resta viveza y saturación). Sus composiciones tienen una impronta tradicional y con dibujo que estructura el cuadro, estableciendo una relación cálida, plácida y tranquila entre el individuo y la naturaleza, muy equilibrados en sus masas y directos, captando todo lo que hay.
 
Hacia 1868-69 pasa del paisajismo de la escuela de Barbizon a la concepción impresionista cuya técnica consistirá, básicamente, en el uso de reflejos de luz coloreada y colores sin mezclar. Pissarro coincide con Cézanne y Monet en la Academie Suisse donde predominan los modelos al natural, sin programas de estudios. Los tres admiran a Delacroix en su faceta de rebelde y anticlásico, así como su pasión por el color. El carácter pacificador de Pissarro le hará cohesionar el grupo impresionista limando diferencias hasta constituir la cooperativa “Sociedad Anónima de Artistas, Pintores, Escultores, Grabadores, etc.”.

La muestra presentada se inicia con esos paisajes amplios, con pequeñas pinceladas que evocan el follaje, con la perspectiva jalonada, interrumpida por los árboles que recuerda los de Meindert Hobbema, así El camino de Marly (c. 1870). Paisajes bucólicos que se irán moteando de humos y chimeneas en ese afán impresionista de reflejar la vida moderna (Vista de Saint-Ouen-l’Aumône, 1876). Si bien hay cuadros donde se canaliza la mirada, se presentarán otros que vienen a producir un cierto desequilibrio, así El camino en cuesta (1875), una composición merecedora de una bicefalia prospectiva donde una mirada tiende hacia la derecha y otra a la izquierda. Disposición que preludia el tipo constructivo de Cézanne y los puntos de vista insólitos en Degas (sus bailarinas) y que vuelve inestable la placidez y equilibrio de los anteriores. Llegando a las obras donde una pantalla de árboles (álamos, manzanos, perales, ciruelos y álamos, fueron los más representados) dificulta el avance de la mirada que tiene que indagar hasta encontrar el caserío (La Côte des Boeufs, el Hermitage, 1877), como un filtro que obstaculizase la consecuencia del horizonte.

Hacia 1890 sus obras, sean rurales o urbanas, serán realizadas a través de una ventana cerrada debido a una enfermedad en la vista, terminando forzosamente una etapa plein air, característica del impresionismo. A partir de 1893 comienzan sus series y también inicia una alternancia entre paisajes rurales y vistas urbanas. En éstas, en el caso de París, aparecerán elementos de la reforma de Hausmann con la tipología semejante de edificios rematados por mansardas con cubierta de pizarra, o los parques (lo verde es higiene), con aquel eco de sus caminos bucólicos, donde pasear y dejarse ver. Estas obras se caracterizan por reflejar la densidad urbana, su agitación humana y con un punto vista en picado (lo podemos ver ya en La joven criada, 1882) desde la ventana que anula el horizonte y nos ofrece un conjunto entre suspendido y volátil por su corta duración del efecto plasmado (efecto lluvia, efecto amanecer, efecto nieve…).

Entre 1886 y 1890 adopta el puntillismo o impresionismo científico de Seurat frente al impresionismo romántico que había venido practicando (en esas nuevas denominaciones que les dieron). Este postimpresionismo establece un espectro luminoso sin ocres ni pardos, trabaja con colores puros y no mezcla excepto los grises. Los colores se aplican tal como salen del tubo tras haberse secado el toque anterior, lo que hace un sistema lento y laborioso para esperar el secado de puntos, terminando el cuadro en el estudio. Todo esto alejaba a Pissarro de la inmediatez impresionista, aunque al volver hacia 1896 al impresionismo originario, lo hará con una nueva frescura y claridad producto de su experiencia divisionista.

El inicio de sus series viene espoleado por el conjunto de almiares de Monet, si bien al principio le repelen, más tarde ve en ellos (sobre todo en la soberbia serie de Ruan) la posibilidad de conseguir los diferentes efectos que siempre tanto le han preocupado. Dará lugar a la serie de Boulevard Montmatre (Boulevard Montmartre, martes de carnaval por la tarde, 1897 o Boulevard Montmartre, mañana de invierno, 1897) que retoma la composición general de los paisajes de perspectiva central ahora dominada por los bulevares. Asimismo, quince telas realizadas desde el Grand Hotel du Russie (recordemos su enfermedad visual) donde cobra una nueva espacialidad sin la angostura de los bulevares (Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, 1897). También captará ese hormigueo mitad urbano y rural en Ruan (El puente de piedra de Ruán, día nublado, 1896). Consiguiendo en la década 1893-1903, quizá su década más notable, el mayor conjunto (series) de paisajes urbanos hasta la llegada de Warhol. Terminando sus series en El Havre, donde desembarcó desde su lugar de nacimiento en las Islas Vírgenes, por entonces territorio danés (El Anse des Pilotes, El Havre, por la mañana, día nublado y niebla, 1903).
 
Autorretratado en sus cartas como rústico, melancólico y de aspecto tosco, Pissarro retrata gente trabajadora por su conexión a la corriente de pintores demócratas. En su manera de acercarse a la tierra está su humildad y clave de penetración. Las obras de Pissarro con hombres y mujeres gestionando su propio trabajo confiere una dignificación que enlaza con la vertiente anarquista que exalta la libertad del individuo, socialmente concebida, entre ese mundo agrario de pequeñas células de población, lejos del tópico del terrorista anarquista como la quintaesencia del agente del caos. En 1860 empieza a moverse en círculos anarquistas en los que se perseguía unos ideales donde se anulara la burocracia gubernamental y el estado aboliera la propiedad privada. Plasmó diversas obras ideas políticas avanzadas, siguiendo el ejemplo de Courbet y las ideas de Proudhon que defendía un arte que representara valores como la libertad y la igualdad, la riqueza compartida y la educación universal. A juicio de Richard S. Brettell, en el catálogo de la exposición, lo hará integrando en sus cuadros ciertas escenas que encarnen esos valores como La cosecha (1882) o Casas en Bougival (1879), y fundamentalmente en su gran desconocido cuaderno de ilustraciones Turpitudes sociales (1889-1890), en que con textos extraídos de la literatura anarquista representa los males de la sociedad capitalista.

En carta a su hijo Lucien de 3 de marzo de 1886, le escribe: “Oigo por todas partes a burgueses, profesores, artistas, comerciantes, decir que Francia está perdida, que ha entrado en decadencia, que Alemania gana terreno, que la Francia de los artistas ha sido derrotada por las matemáticas, que el futuro es para los mecánicos, los ingenieros, los grandes financieros alemanes y americanos…”. El camino, el bulevar o el río serpentean nuestra mirada, nos demora el punto de su fuga descansando en las cadencias de las sombras de sus árboles, en los caballetes de las cubiertas o en los muelles y puentes; nos muestra que nuestra vida es una vida provisional con paisajes transitorios… y recurrentes.

domingo, 9 de junio de 2013

LA BELLEZA ENCERRADA



No sabríamos decir con el título de esta exposición si referirnos a la belleza que encierran estas pinturas y esculturas, o bien, a unas obras ocultas en los peines del museo que, ahora restauradas, salen a la luz. Encerrar es más bien guardar, mientras que cerrar es separar, impedir el paso. Así el Museo del Prado se cierra o se abre al público pero las obras siempre están a cubierto dentro de otra obra de arte arquitectónico, que también se restaura y se distinguen tonalidades según la luz.
 
Estos dos ejemplos de escala pueden advertirnos la atención más íntima que hay que prestar a estos cuadros. Sus dimensiones nos hacen parar la mirada, aproximarla, nos reclama atención por el detalle sin perder el conjunto. Formato de enigma donde se puede dar rienda suelta a la invención al no estar sometido a las normas de composición de la grande machine. Se permiten los artistas mezcla de géneros artísticos y la experimentación con diversas técnicas, abunda el boceto, modellino o ricordo; llegando a una pintura al capriccio, que podemos ver en Tiepolo o Goya, epítome del cambio de paradigma del concepto de belleza.
 
Estamos ante piezas en gran parte portátiles como los altares de eclesiásticos o nobles cuyo formato invita a la privacidad, a una meditación que empieza con devoción y desemboca en la moral personal, donde lo profano se vuelve místico a fuerza de evocación y lo religioso gana detalles cotidianos y humanistas: del hortus conclusus, al paisaje de Patinir donde la naturaleza cobra timbre de género y se empieza a valorar la inventiva del pintor (Tentaciones de San Antonio de Pieter Coecke, h. 1540).
 
Asimismo el paisaje se vuelve pastoril o bucólico, Rafael y la Sagrada Familia del cordero (1507) o Antonio Allegri, il Correggio con Virgen con el Niño (h. 1516), de quien veremos su influencia en la mimesis de ingravidez de Carlo Maratti La Virgen poniendo al Niño dormido sobre la paja (h. 1656), copia del fresco en la iglesia de Sant’Isidoro Agricola en Roma. También se consigue dar al episodio bíblico un carácter cortesano y teatral (Veronese, Moisés salvado de las aguas, h. 1580), o llegar a los paisajes imaginarios, como Puerto con castillo (h. 1601) de Paul Bril, que destaca por la luminosidad del soporte de cobre, con los abundantes detalles tradicionales en la pintura flamenca.
 
El afán experimental se puede observar en Pietro da Cortona, Natividad (h. 1658), exclusivo cuadro de este tamaño realizado con venturina, pasta de vidrio (que imita la venturina, una costosa piedra india) que hace destellar el cielo con diferentes tonos dependiendo de la intensidad de luz que incida, aunque en esta exposición, al permanecer la misma luz, no se aprecia.
 
La selección realizada nos puede servir para fijarnos en obras que nos han podido pasar un tanto desapercibidas: Leonaert Bramer, El dolor de Hécuba (h. 1630). Descubierto este título por la minuciosidad prestada a una inscripción casi imperceptible en la estela del arco del túnel derecho. Asimismo podemos prolongar alguna de las exposiciones celebradas recientemente sobre bodegones con Plato con ciruelas y guindas (h. 1631) de Juan van der Hamen, una pieza que puede resumir lo hablado en estas páginas sobre dichas exposiciones: el plato de peltre, el ambiente doméstico o el sillar donde está colocado. Destacando el gran contraste cromático entre ciruelas y rojizos, un azul que concede a las guindas la transparencia de luz.
 
Era habitual pintar los cuadros de gabinete sobre tabla o plancha de cobre y aunque el ejemplo pueda resultar exagerado, David Teniers el Joven nos acerca un ejemplo en El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas (1651-53). Un documento de su colección, en soporte de cobre, entre las que podemos distinguir cuarenta y nueve pinturas, entre otros: Tiziano, Giogone, Tintoretto, Veronés, Holbein o Duquesnoy el Joven en el pie de bronce de la mesa. De David Teniers también destacamos sus seis tablas con escenas de monos. Un tema que arranca de Pieter Brueghel el Viejo y Peter Van der Borghts y se asocia con la necedad del hombre, con la banalidad que se cobra al creernos tan capaces.
 
Muchas de las obras aquí expuestas se encuentran en la Galería online del Museo del Prado, donde se pueden apreciar sin aglomeraciones ni ruidos. Quizá la belleza no sea un valor tan intangible como los que cotizan un poco más allá del Prado y necesitemos ir a la sala a tocarla con los ojos, como si ampliando el aura contemplativo quisiéramos recrearnos imaginando el origen del trazo del artista, en una emoción tête à tête con la obra que aviva la pasión táctil por acercarnos a ella. Incorporar la técnica a la contemplación in situ, nos permite traspasar el cordón o la línea que nos separa de la obra y ver detalles reproducidos solo accesibles así o al detalle del restaurador. Walter Benjamin nos habla del aura como unicidad, de un aquí y ahora del que no hay copia; con estas aplicaciones no se atrofia el aura, no es su objetivo la reproducción sino activar la predisposición a pasar de espectador a autor, ahondar en la materialidad de la obra. Al final todo es tacto, variantes, como se puede deducir de un gran ejemplo de pintura de gabinete El ciclo de los sentidos: Rubens trazando la composición general y pintando las figuras alegóricas los sentidos y Jan Brueghel el Viejo, en el enorme taller del primero, ocupándose del virtuosismo y la exuberante puesta en escena de los objetos.
 
En el XVIII se consolida la pintura de gabinete (se reduce el tamaño de las habitaciones), se aumentan las actividades diarias de una burguesía en crecimiento cuyas costumbres se irán plasmando en estas obras con cierta teatralidad y un afán de recuperación de la Antigüedad clásica, donde se combina lo novelesco y la supervivencia heroica. En estos gabinetes se recibían visitas con pequeñas piezas que amenizaban ese espacio de conversación, así Watteau con suntuosas fiestas galantes de extensa influencia; como Luis Paret y Alcázar, del que destacamos Ensayo de una comedia (h. 1772-73) y Muchacha durmiendo (1770-99), pieza provocadora para aquella época en España, su desnudez y voluptuosidad excusadas por la indolencia, el alcohol y las lágrimas. En esta obra podemos ver que si bien el cobre necesita gran precisión, devuelve una luz radiante que, además, enlaza con los análisis sobre la difusión de la luz que se llevaban a cabo en ese siglo tan proclive al estudio científico.
 
Entre las pinturas de gabinete era habitual escenas que reflejaban catástrofes, en Náufragos llegando a la costa (1790-1800), Jean Pillement ofrece una marítima, cuya práctica se puede remontar a  Claude-Joseph Vernet. Obra un tanto excepcional pues el autor realizó obras de temática más sosegada. Refleja el hundimiento del navío San Pedro de Alcántara en las rocas de Peniche, en la costa cercana a Lisboa, adonde viajó para documentarse. Siguiendo con este tema, podemos ver también Resto de un naufragio (San Juan de Luz) (h. 1882) de Carlos de Haes, un óleo que le sirve de estudio preparatorio para Un barco naufragado (1883, también en el Prado) y que podría encerrar una referencia alegórica a su tensa situación familiar. Lejos, pensamos, de sus espléndidos apuntes sobre el palmeral de Elche o Bosque de hayas (Alsasua) (h. 1875).
 
En Feliciana Bayeu, hija del pintor (1787), podemos ver un retrato excepcional por su delicadeza y por lo infrecuente que son los retratos de Bayeu, con una expresividad en sus ojos que luego veremos en muchas mujeres retratadas por Goya, y en las más queridas, delicadeza, sutil modulación y captación psicológica. Goya introduce tanto el capricho y la invención como lo irracional y la crítica política. Alrededor de estos artistas podemos apreciar El Prendimiento de Cristo (1798), boceto de Goya que contiene la preparación de las luces para el altar de la Sacristía de la Catedral de Toledo. Y otro de Vicente López Portaña La huida a Egipto (h. 1795), boceto para la catedral de Valencia que en principio se adjudicó a Bayeu, de factura ligera, pincelada suelta y gran agudeza en captar la intensidad de la luz.
 
Romanticismo es fragmento (véase de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El absoluto literario. Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2012. París 1978) lo que conecta bien con ese formato de intimidad y abocetamiento, de gustos cambiantes por donde circulan los tipos populares de Alenza o los caprichos de Eugenio Lucas Velázquez de raigambre goyesca. Así como la delicadeza de los pequeños retratos de Madrazo o Eduardo Rosales. Cabría destacar de Federico Madrazo Louise Amour Marie de la Roche-Fontenilles, marquesa de Rambures (h. 1871), pues en esta experimentación de la que venimos hablando, presenta un estadio intermedio entre el apunte del natural y el retrato acabado de pequeño formato, centrándose en el modelado de la cabeza con delicada entonación del rostro. Realizado mientras era director del Prado, Louise era copista en el museo y él reflejó el perfil de esta mujer con intereses y obras publicadas sobre filosofía y teología.
 
Por otra parte, los propios talleres se vuelven estudios donde reunirse en torno a charlas intelectuales, como el que tuvo en Valencia (llamado La Gallera) Francisco Domingo Marqués, en el que mostraban su interés por el impresionismo, que conoció en París. De él destacamos Cabeza de gato durmiendo (h. 1885), donde podemos ver una materia que se deshace en expresión colorista que deja entrever a su maestro Rosales y su amistad con Fortuny.
 
Fortuny fue cronista en la Guerra de África hacia 1860 de donde le surge la fascinación por lo árabe que podemos ver en Marroquíes (1872-74), con su cromatismo rico en matices.  Manuela Mena, comisaria de la muestra, nos dice en el catálogo de la exposición: “la técnica es imprescindible en la consecución de una expresión artística concreta”. Asombra la de Mariano Fortuny, hace cierto que la intensidad no depende del tamaño: Desnudo en la playa de Portici (1874), como si sus pinceles tuvieran una vivacidad fotográfica. Pintura directa y precisa que recuerda al Hermafrodita Borghese del Louvre (copia en bronce en el Prado). En Portici (Nápoles) realizó varias marinas más con esa admirable factura de pinceladas sueltas y rápidas, aunque allí contraería la malaria que provocó su temprana muerte en Roma.
 
Hay detalles que podemos ver en la Galería online y que esta exposición pone al mismo alcance de zoom, como en San Francisco de Asís recibiendo los estigmas (h. 1510) del Maestro de Hoogstraten: apreciar a Cristo como en una acrobacia dentro de una mandorla que parece todo él desencajado. O bien dilucidar si en la Anunciación de Fra Angélico, en la predela, en la Purificación, si son dragones o serpientes lo que imita esos soportes como perchas en el muro de la derecha. Apreciar el meticuloso abigarramiento en el pequeño e imponente cuadro de Vicente Masip, La coronación de la Virgen (h. 1521). Ver en Patinir los detalles que nos indica, en el extraordinario texto del catálogo, el profesor Félix de Azúa.
 
Vicente Palmaroli, En vue (1880), nos muestra una mujer en las playas de Normandía mirando a través de un catalejo que acerca y fragmenta su horizonte visual. En el catálogo de la exposición, Andrés Úbeda de los Cobos recoge el fragmento de una carta de Sebastiano Ricci a propósito de una obra suya: “El boceto es la obra terminada y el cuadro de altar la copia”; subvierte el orden de lo visto. ¿No seremos nosotros a quien observa la mujer de la playa? Quizá permanezcamos encerrados y aquella belleza sea un refugio donde adentrarnos y descubrirnos, ser capaces de apreciar la belleza interior que subyace y nos espera, belleza en preludio de la que vendrá.