domingo, 20 de diciembre de 2009

LAS CARACOLAS DE NERUDA


Nos han traído unas caracolas y dentro canta un mar de mapa, parafraseando a García Lorca en un pequeño poema de título deducible. En este caso nos presentan algunas de las ocho mil, aproximadamente, recolectadas por Neruda, a veces como hacen las mariscadoras a la orilla del mar, otras con afán de coleccionista entre mercados de anticuario o amigas como Juana de Ibarborou, otra gran coleccionista y poeta, mas siempre con ansia de mar, su persistente aliada en poesía.

Los moluscos de las caracolas forman su concha secretando unas sustancias proteínicas que desarrollan una matriz de cristales, logrando esa textura pulida que tanto atrae. Las conchas guardan el eco del rumor del mar, y aunque la explicación científica viene a decir que al ponérnosla en el oído amplifica el murmullo de la sangre recorriendo el sistema auditivo, en nada resta poética, pues lo que hace es evocarnos nuestro origen. Estos caprichos marinos nacarados, tienen una forma semejante a la cóclea, con lo que en nuestro oído interno se logra un reencuentro de espirales, dos metonimias que fertilizando sonidos reconstruyen un completo mar de recuerdos.

Sólo cuando muere el molusco, su exoesqueleto renace para la admiración, igual que el arte de los cenotafios. Ahora llegan las caracolas a Madrid, una tierra siempre deseosa de océano cuyas gentes saltan a las playas al menor descuido del calendario, playas del azul o playas de cuero de Castilla como diría Neruda desde la Casa de las Flores, cercana al antiguo “Barrio de Pozas”, donde habitó un tiempo. Y las caracolas pasan a ser metáforas: de las casas del alma, de los caracoles del mar de Castilla, del cementerio marino donde quedan varadas estas flores de porcelana, de aquel mar de mapa que Lorca cantaba y que se llenó “de sombra y plata”.

sábado, 12 de diciembre de 2009

CARLOS LEÓN


Ayer noche / mañana será tarde
(Museo Patio Herreriano de Valladolid)
Galería Max Estrella de Madrid


Quizá tengamos que remontarnos a la Bienal de Venecia de 1976 (España. Vanguardia artística y realidad social, 1936-1976) cuando Carlos León participa junto a otros pintores (Luis Gordillo, Jordi Teixidor, José Manuel Broto, Gonzalo Tena, Xavier Grau...) en un momento donde los acontecimientos políticos desatan la efervescencia social y cultural para que, por fin, el atraso ya no sea el futuro, iniciándose un proceso de normalización creativa que en esos momentos, podemos decir, se mueve entre el conceptualismo, el minimal y la pintura-pintura. Por esos años Broto, Grau, Tena y Carlos León desarrollaron una creciente actividad mediante exposiciones y escritos que se aproximaban a las propuestas del grupo francés Supports-surfaces, que incidía en la experimentación con el soporte, los materiales y el gesto creativo, como componentes elementales de la pintura.

En Carlos León seguimos viendo esa persistencia, pues en su obra no abunda precisamente el bastidor tradicional, destacando un gusto por la figura plástica, la pintura de superficie donde destacan gamas y ritmos cromáticos y un afán de plasmar el gesto tan caro a los artistas de Expresionismo abstracto americano.

Presentar las obras sin marco, tratando el soporte como si fuera la propia obra hace que nos enfrentemos a la pieza sin dilación, directamente, de plano. El soporte ayuda a los colores a despertar o alertar los sentidos. En concreto el óleo sobre dibond, un aluminio tratado, muy resistente y liviano, que otorga a las piezas una luminosa densidad y convierte las superficies en territorios de emoción donde observar las fluidez que dan los dedos al aplicar directamente el color, como en el arte parietal rupestre (lo que no significa que en el arte prehistórico no utilizaran espátulas, pinceles, muñequillas o tubos aerográficos).

Por otra parte, el poliéster otorga unas estructuras geométricas superpuestas muy sutiles, como veladuras apenas perceptibles, delimitando, a su vez, el gesto del pintor en su insistencia en la abstracción de jardines y paisajes, que se vuelve topiario o jardinero que insiste en la abstracción recortando los caprichosos volúmenes con que la naturaleza dota a las plantas.

En el recorrido por sus obras podríamos destacar además los títulos, desde los inicios sin ninguno, a los últimos con gusto mitológico o con referencia a ese territorio de invención, Hafrika. Si bien un título no convierte en mitológica a una obra, sí que opera, junto al soporte, una cierta transformación, aquélla a la que remite el título de la exposición de Valladolid (Ayer noche / mañana será tarde), versos, quizá, donde se derraman los tiempos de un deseo: la metaformosis del color.

viernes, 13 de noviembre de 2009

LÁGRIMAS DE EROS


Esta exposición, planeada hace año y medio por Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza cuando se encontraba, según sus declaraciones, en el momento más crítico de una depresión, parecen conducirnos a lo más profundo de la angustia, abundando en el tratamiento que da Georges Bataille al erotismo en sus ensayos El erotismo y Las lágrimas de eros, donde se puede decir que aprecia el mismo como una angustia ascética profanadora del deseo prohibido, acercándonos la exposición más al concepto de culpa que al goce de los sentidos. Así la muestra se inicia con Man Ray (Lágrimas, 1932) y acaba con cuerpos recortados (Giambattista Tiepolo, David con la cabeza de Goliat, 1715-16), quien sabe si ofreciéndonos cuerpos demediados como castigo ante el exceso.

Mas el eros es angustia y risa (Pascal Quignard, El sexo y el espanto. Barcelona, Ed. Minúscula, 2005) y hoy, unos cincuenta años más tarde de esos ensayos, se nos antoja el erotismo como una liberación del deseo, sin coacción alguna, donde esa “carne” de la que Bataille habla, que podría herir moralidades de dudoso rigor, es ahora el brillo de una seducción que aventaja al rito sagrado porque nos sitúa en una mística del placer (sarx epicureísta), en unos cuerpos sin lenguaje, sin el temor de una profanación sagrada: erotismo sin debate de incertidumbre, erotismo sin martirio.

Desde este punto de vista, cuando vemos el lienzo de Von Stuck (El pecado, 1863) no deberíamos pensar sólo en el instrumento del Demonio que a través de los siglos se ha tratado de representar con Eva y la serpiente. La serpiente también puede ser augurio de resurrección, quizá por ello la figura de Cleopatra en la pintura de Hans Makart (La muerte de Cleopatra, 1875) permanece serena ante el áspid, quizá porque sabe que como Proserpina volverá de las entrañas de la tierra, mudada de piel más con la misma belleza, así la fotografía de Richard Avedon (Nastassja Kinski y la serpiente, 1981), o Rachel Weisz en la de James White (Sin título, 2004).

Hay lágrimas de cristal apolíneo (Kiki Smith, Lágrimas, 1994) y lágrimas de pasión (Luca Giordano, María Magdalena penitente, finales XVII, Casita del Príncipe, San Lorenzo de El Escorial) enmarcando el nacimiento de Venus, que como el amor, siempre es un renacimiento, del mar de donde emerge (Venus anadyomenai) y al vaivén de las olas que la traen (Amaury, Bouguerau, Rineke Dijkstra...) como un deseo indestructible, pues el agua donde se pierde Ofelia nos trae los amantes de Bill Viola. Este autor, que convierte las salas del museo en el mejor cine de la ciudad, nos presenta tres piezas donde las emociones enlazan con un mundo de sentimientos y ansias insatisfechos que desarrolla los pasos intermedios que no pintaron los maestros antiguos, como José Ribera (San Sebastián, 1651). Viola intervendría en ese tiempo entre el éxtasis que tiene el santo y la visión que nosotros no podemos ver.

Eros lleva impronta de mar y de Marte, de ahí que sus heridas de guerra impregnen con sal nuestro lagrimal; su iconografía más habitual nos lo presenta como un adolescente o niño dotado de alas, cual mariposa o pájaro, que se aposenta en aquello que está en flor según Platón en El Banquete (El Banquete o Del Amor. Madrid. Aguilar.1987). El erotismo, a nuestro entender, aunque intenso es algo más bien leve, aquello que suscita el deseo, antes insinuación que confirmación, es la dulzura antes del estertor, la demora ante la voluptuosidad, que lanza más que saetas, alfileres que punzan el corazón... de donde provienen todas las lágrimas (Santa Catalina de Siena, Dialogos. Madrid, Ed. Fr. Lucas Loarte, 1668).

lunes, 12 de octubre de 2009

DIBUJOS DE ARQUITECTURA Y ORNAMENTACIÓN DEL SIGLO XVIII



Los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio, en la edición de José Ortiz y Sanz (1787) que podemos ver en la exposición, se habían convertido en un soporte doctrinal de la tradición arquitectónica clasicista, según señala el comisario de la muestra, Delfín Rodríguez en el prólogo de 1987 a esta edición. Y en el primero de ellos, detallando la esencia de la arquitectura y los arquitectos señala, entre otras innúmeras cualidades, que éstos deben ser diestros en el dibujo para “trazar con elegancia las obras que se le ofrecieren” (Libro I, Capítulo I).

La arquitectura tiene, por tanto, su origen en una necesidad práctica y quizá por ello, los dibujos de arquitectura presentan un doble plano, por así decirlo, un aquí con la simbología descriptiva e inmediata de tal necesidad y un allá de futuro espacio distante e incierto en su construcción. El dibujo con su eficaz evidencia traduce mejor que la estructura del discurso verbal, con sus implicaciones conceptuales y semánticas, el curso de la visión, señalando el límite entre la necesidad y el deseo, entre el lugar y el espacio, un lugar para el desarrollo de las utilidades del comitente y la idea que conformará ese espacio. Incluso los dibujos sin finalidad práctica responderían a la ansiedad del arquitecto por delimitar el espacio, como las estampas de Piranesi transcurriendo entre el capricho y la nada.

El XVIII fue el siglo donde empezó a realizarse el Grand Tour, donde viajar era étimo de conocer y aunque entre los dibujos que en la exposición se nos presenta, podemos destacar los de Ventura Rodríguez, que no viajó a Roma, destino ineludible de esa nueva forma de mirar, Roma si estuvo en él, como podemos observar en esta exposición. Además reseñar los de José de Hermosilla, Juan de Villanueva o Silvestre Pérez que con sus estancias en Roma codifican, junto a aquél, los sistemas de representación de la arquitectura española, ajustándose al rigor de la medida y la escala. Extendiéndose esta regulación sistemática a la ordenación del territorio, a las obras públicas y equipamientos urbanos donde el dibujo es proyección ya de un afán de construcción de la ciudad y el territorio.

martes, 1 de septiembre de 2009

LA PALMA: ISLA DE LOS TRES HORIZONTES

El horizonte es la medida de nuestra imaginación al acecho, no tanto de retos sino de enlazar posibilidades. Visto a ras de mar, a medida que nos adentramos, descubrimos que no es una línea, sino un margen, cada vez más amplio, donde mar y cielo sólo se diferencian en la proporción de azules. Mar: azul volcán de la tierra negra, o el evanescente estelar; a elegir: nautas o astronautas.
Esta isla, que recuerda a un continente, nos ofrece un horizonte medio lleno de rutas y vericuetos, donde se instala una nube que es manantial de monteverde y regadera en plataneras. Horizonte vertical de interiores y brisa fresca que calma las almas inquietas, con rocas testigo de espirales, grabados laberínticos, esquemas, quizá, hacia nuestros adentros, donde la profundidad asoma en quietud, semejante al mar que se ve desde esta media altura, en contraluz de Poniente: un tapiz tupido de azul impenetrable donde los barcos no navegan, rasgan esa lámina de azul que los soporta.
El tercero, más que horizonte es frontera ilimitada de estrellas, donde el azul es un color de ese espectro infinito de frecuencias que aquí convergen: los ruidos del mar, los ecos de la tierra aún formándose, los inaudibles sonidos de las esferas celestes. De la física grave a la metafísica ingrávida donde operan cifras para expertos en la poética matemática de los telescopios, para nosotros, gigantes espejos que recogen millares de universos.


lunes, 27 de julio de 2009

MATISSE 1917-1941


Los encendidos colores de los fauves (fieras), la pintura decorativa bidimensional y la pintura íntima creusée o tridimensional, por contraposición a la anterior, son esencialmente las tres líneas que podemos destacar, en esta exposición que a grandes rasgos se viene denominando "Periodo de Niza". Las dos últimas son en las que Matisse trabajaba entremezclándolas cronológicamente pero con un desarrollo formal diferenciado, de ahí la dificultad de establecer una secuencia narrativa continuada.
De su aventura fauvista de inicios del siglo XX nos seguirá impactando su orgía cromática (Odalisca con pandereta, 1925-26), el abandono del color local, ese uso no descriptivo del color que responde al criterio del artista y no a la descripción del motivo reflejado, aumentando su autonomía, como venían realizando impresionistas y postimpresionistas, y atemperando, como Derain, el efecto expresionista de Vlaminck, Kees Van Dongen o Georges Rouault.
En 1917 se inicia el periodo "pintura de intimidad" donde se forma la autoconciencia de pintor, una vez acabada la pintura decorativa, anterior a la I Guerra Mundial y a la que volverá con La danza (1930) de la Fundación Barnes. En este tipo de obras podemos destacar una corporeidad de las cosas, del volumen, sin recurrir a la perspectiva ni al claroscuro, como propone el comisario de la muestra Tomàs Llorens. Matisse anula el perspectivismo óptico y lo sustituye, retomando a Bergson, por una fenomenología espacial, y aplicando la lógica de los sólidos donde triunfa la inteligencia en la geometría se llega a Cézanne, ofreciéndonos una superficie cargada de posibilidades volumétricas. Por decirlo brevemente, Henri Bergson reformula el espacio-tiempo; la dilatación temporal que ya por entonces había tratado Albert Einstein, servirá para analizar sus elementos compositivos. Bergson estudia la intrusión del espacio en el ámbito de la duración pura y la artificialidad del tiempo mensurable, llegando a definir el instante como una parte inmóvil del movimiento y a éste, inmóvil respecto a la duración, con lo que el espacio se convierte en duración (Henri Bergson, La evolución creadora. Madrid, Espasa-Calpe, 1973. París 1907). Se anula el paradigma óptico introduciéndose el pintor en él y colocándonos también a nosotros, de ahí la profusión de ventanas en Matisse, como referencia de continuidad del exterior en lo interior, como invitación a entrar en ese espacio volumétrico, donde quedaríamos integrados con esa simultaneidad de efectos perceptivos que obligan a crear un recorrido de la mirada en profundidad (Lectora apoyada en una mesa, ante una colgadura recogida, 1923-24).
Hay obras en Matisse que se apoyan en el impresionismo de Monet (captar cada momento de luz), de Pisarro (vistas urbanas) o en las veladuras de Renoir para conseguir la luz en los paisajes. Hay citas de Miguel Ángel (Pianista y jugadores de damas, 1924), Chardin (Naturaleza muerta, peces y limón, 1918-1921), Courbet (las playas de Ètreat), Ingres y Delacroix (fusionados ambos en odaliscas de arabesco y color), citas de otras épocas incorporadas al nuevo lenguaje pictórico postcézanniano de carácter sentimental, entendido éste más en el sentido francés de entendre (interpretar), como una percepción que activa la mirada y la fuerza a recorrer unas distancias, unas medidas que antes le venían dadas por una mirada en perspectiva. En su pintura decorativa de este periodo (El biombo moruno, 1921) abunda en exigirse una mayor claridad que antes de la I Guerra Mundial (La familia del pintor, 1911) tensando las relaciones entre figura y fondo para seguir expresando volumen y modelado (Odalisca sentada, con la pierna izquierda doblada, 1926). Matisse entiende lo decorativo como una expresión de sensaciones despertadas, desperezadas en extensión más allá del cuadro, encontrándonos también planitud, frontalidad y decoración abigarrada como en el arte musulmán, donde el arabesco lo asume como complejidad compositiva, una voluptuosidad sublimada del ornamento, como lo define el propio Matisse (Tomàs Llorens, Catálogo exposición Matisse 1917-1941. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2009, passim).
Matisse en Niza también hace escultura que él entiende como un complemento a los problemas tridimensionales de la pintura que nos inclinan a su recorrido (Gran desnudo sentado, 1922-29). Su concepto escultórico está en consonancia con el de Miguel Ángel cuando adivinaba cuerpos en los bloques aún intactos de talla, así Matisse concibe una plenitud de la forma, una visión clara del conjunto que relacionará con las distintas partes de la masa escultórica, haciendo que la podemos percibir con rotundidad desde lejos. Estas relaciones formales entre pintura y escultura las podemos ver también en los magníficos relives Desnudo de espaldas I (1909) y Desnudo de espaldas IV (1930) que se inspiran en la iconografía cézanniana de Tres bañistas (1879-1882), cuadro que Matisse compró. Estos relieves nos ponen también en relación su último periodo, papiers coupés (papeles recortados), donde dibuja recortando y recorta colores como el escultor trabaja con la piedra, preocupándose hasta el final de la plasticidad de la forma.
El dibujo también estaba para Matisse hermando con la escultura, podríamos decir que sus dibujos sobre la luz blanca del papel resultan como acrobacias que envuelven esa misma luz de la que nacen; la que Wallace Stevens recoge poéticamente en nueva proyección artística ya en su último periodo: "Es como una versión nueva de todo lo antiguo, / Matisse en Vence y muchísimo más que eso, / un sol de color nuevo, digamos, que pronto cambiará de forma / y diseminará alucinaciones sobre todas las hojas" (La roca. Barcelona, Lumen, 2008. Traducción de Daniel Aguirre).

jueves, 2 de julio de 2009

GERHARD RICHTER - FOTOGRAFÍAS PINTADAS


En sus comienzos, la fotografía sirvió a los pintores a forjarse un mirada que les permitía nuevos esquemas de composición pictórica, incidiendo esencialmente en una composición fragmentada, integrándola en el seno de las tradiciones estéticas de las artes. Además en la fotografía, en la que el tiempo queda bruscamente suspendido, por ese vínculo que mantiene con la simultaneidad, los individuos parecen haber quedados paralizados en lo inmaterial fotográfico. Habría un tiempo material, refiriéndonos a la materia de la pintura o escultura, que tiene un transcurrir, mientras que en la fotografía parece perderse en la inmediatez de la energía que produce el impacto veloz de la luz. Podríamos decir que la pintura capta el movimiento y la fotografía lo plasma; asimismo el tiempo, la primera captura el momento, la segunda refleja el instante. Con el color añadido de la pintura, la fotografía pierde en realidad lo que gana de eternidad si entendemos que la fotografía es la realidad de un instante y la pintura es un instante insistente de eternidad.

Gerhard Richter (Dresde, 1932) nos presenta, en el ámbito de PhotoEspaña, unas 400 obras realizadas entre 1989 y 2008 en las que se pasa de la intrascendencia de la imagen privada o de situaciones familiares a una relación de deseo con la imagen trastocada de color aplicado que rompe la narratividad fotográfica, la escena íntima o el paisaje pintoresco. En esta manipulación de la imagen, Richter, en su mayor parte, frota la fotografía en una enorme espátula que conserva el excedente de sus obras netamente pictóricas; otro método, muy utilizado en estos trabajos, es semejante al monotipo, presiona la foto en esa espátula y la levanta dejando huellas con diferentes relieves. Es de resaltar, en estos dos procesos, que el sobrante pictórico (generalmente óleo) se entrecruza con otro excedente fotográfico, pues se encontraba en los cientos de archivos fotográficos que conserva el artista y que no forman parte de los álbumes familiares, convirtiéndose ambos en material de partida para generar una obra nueva. También puede rociar la fotografía, creando un moteado de distinto tamaño que asemeja lluvia o nieve; o bien aplica laca negra y blanca sobre papel ya pintado formando manchas fluidas de color. En los dos métodos primeros citados, interviene además con una pequeña espátula creando nuevos trazos que fracturan la superficie.

En estos procesos podríamos llegar a ver ciertas concomitancias con el frottage de Max Ernst, donde el papel se roza sobre superficies con diversas irregularidades, y la decalcomanía de Óscar Domínguez, donde se presiona con una superficie lisa el color del lienzo aún húmedo, retirándose a continuación y reelaborándolo si así lo estima. Asimismo podemos detectar algunas resonancias en los trabajos de Robert Rauschenberg donde combina la serigrafía con diversos recursos pictóricos, sólo que Richter se alejaría de este pop añadiendo material colorante, buscando artesanalmente, a través de la realidad del color, la abstracción en estas fotopinturas.

Richter también incluye en la formación de estas imágenes algo de azar o casualidad controlada, donde llega a destruir, más por la impronta de la insatisfacción que del sosegado análisis, hasta el 50%. Si para Baudelaire la mitad del arte era lo transitorio y la otra mitad lo inmutable, la fotografía, más que conservar, desentrañaría el enigma retrotrayéndonos al recuerdo; la pintura tendería a aprisionar el tiempo, a conservarlo con un halo de permanencia y misterio.

lunes, 15 de junio de 2009

JOAQUÍN SOROLLA



Si hoy le aplicáramos a Sorolla el calificativo de bárbaro luminoso, como le llamó Valle Inclán (La lámpara maravillosa. Madrid, Espasa-Calpe, 1995), probablemente entenderíamos todo lo contrario de lo que quiso decir el esperpéntico Marqués de Bradomín. Valle, como otros de la Generación del 98, le recriminan cierta instantaneidad fotográfica que refleja sólo lo que se ve, frente a Zuloaga, por ejemplo y por decirlo de forma abrupta, que reflejaría también un sentir. En nuestros días nada más fácil que seguir con esta torpe dicotomía, a raíz de una subasta, este mismo mes de junio, con obras de estos dos maestros en Sotheby’s de Londres. Continuar la discusión y tener que elegir uno u otro entra dentro de la vieja fórmula que forjó la dominante del carácter español de la elección entre el blanco o el negro, desechando el placer de los matices y otras gamas del espectro.

Hoy entendemos bárbaro, no sólo como aquéllos que acechaban las polis de la antigua Grecia o los germanos del siglo V, sino como algo que nos sobrepasa sin llegar a caer en la barbarie. En la tradición más cercana a Sorolla el negro es el color etiqueta que dan los románticos a España, los tonos sombríos de esa España negra que impregnó el XIX hasta inicios del XX, y en Europa toda un estética asociada a nuestro país que venía a destacar los grabados en blanco y negro de Goya, así el noventayochista Ramón Pérez de Ayala, uno de los que mejor entendió a Sorolla, nos dice: “Como la adversidad es la piedra de toque de los caracteres, el negro es la piedra de toque de los pintores” (Francisco Calvo Serraller, Paisajes de luz y muerte. Barcelona, Tusquets, 1988, pg. 64).

Entre una mirada enlutada, la pincelada de Sorolla tiñe de un fogonazo un futuro de luz incierto, frente a la tenacidad de aquélla, al cabo la luz de los nuevos tiempos. Sorolla maneja el negro con maestría (Clotilde con traje negro, 1906), lo plasma en los retratos afianzando la distribución de blancos, negros, grises y ocres de Las Meninas en La familia de don Rafael Errázuriz Urmeneta (1905), la tradición de Goya en Maria Teresa Moret (1901); realiza una pintura de denuncia social (Trata de blancas, 1895) y hasta dota con la pesantez del gris una cierta melancolía en los paisajes cántabros (El rompeolas de San Sebastián, 1918). Es decir, encontramos en él lo que reclamaban sus detractores que le achacan una visión optimista en la que se recrea olvidando planteamientos pictóricos más arriesgados; para refutarlo sólo hay que ver ¡Triste herencia! (1899) o el recorte paulatino que va haciendo del horizonte, ampliando el litoral con figuras recortadas, que le permiten nuevas posibilidades expresivas en los márgenes con audaces puntos de fuga y sugerentes juegos espaciales (Los contrabandistas, 1919).

A nuestro modo de entender Sorolla representa el triunfo de la luz. Debemos recordar que los inicios de su pintura se puede inscribir en el último tercio del siglo XIX cuando los impresionistas habían sacado los caballetes a la calle y hacía furor el plein air. Si analizamos cómo Sorolla pinta sus cuadros, no sólo hablamos de pintura al aire libre, sino que por todo el tinglado que montaba, hoy hablaríamos prácticamente de una performance. En Sol de la mañana (1901), Sol de la tarde (1903), o Toros en el mar (1903), que no son cuadros pequeños, como los deliciosos bocetos que tiene, se instalaba en la playa con armazones, toldos, cuerdas y sombrillas para dirigir la acción de los boyeros, hablando con los pescadores para colocar de forma adecuada las barcas hasta lograr la composición adecuada, todo ello siempre que hiciera sol y el mar no estuviera revuelto. En Dos de mayo (1884), un cuadro de historia, por cierto, hizo quemar pólvora envolviendo a los modelos hasta lograr la representación que deseaba. En el panel para la Hispanic Society Castilla (1913), se instaló en la Cuesta de las Perdices de Madrid, haciendo desfilar modelos con trajes regionales con la Sierra de Guadarrama al fondo. Prácticamente todos sus cuadros (que no sean retratos, y aún así) están pintados al aire libre, alla prima y a pleno sol.

Si bien es cierto que en su pintura se ha destacado un luminismo que se podría relacionar con el Impresionismo por esa vibración lumínica, tenemos que decir que frente a éste, donde la luz se taxonomiza, o se descompone a raíz de las teorías de Chevreul, podemos destacar a Sorolla, que no sólo recoge la luz sino la dignidad del esfuerzo, el espíritu de la faena realizada, el trabajo del día hecho, revelándose como un intérprete de la armonía, la luz y el color; de toque agitado en numerosas obras de rápida ejecución que plasma una realidad cercana. Con el mar como leitmotiv aparece la intensidad vital de sus vibrantes marinas con reminiscencias helénicas en sus figuras como nikés, de colores claros y detonantes, modelando con contundencia los volúmenes de las figuras que aparecen recortadas en un sensual mediterráneo bajo la técnica de los paños mojados.

También nos ofrece otras como La siesta (1911) de amplia pincelada, acentuado contraste y gran dinamismo. Así mismo hay que destacar su triunfo en sociedad con los cuadros para la Hispanic Society de Nueva York, un recorrido por la vida y regiones españolas sin caer en lo pintoresco, en concordancia con lo que nos había ofrecido Albéniz en Suite Iberia o las danzas de Granados. Cabría destacar Castilla (1913) el más complejo, Cataluña. El pescado (1915) donde los colores nos asaltan la retina, y Ayamonte. La pesca del atún el más arriesgado en su ejecución por esa refulgencia de luces y que ahora cumple noventa años. Como ya nos hemos referido a su ejecución, sólo señalar que Rusiñol y Anglada le documentaron en algunas poblaciones, sirviéndose también de fotografías realizadas por él o por su hijo.

No tenemos aquí espacio suficiente para hablar de los maestros que le influyeron, de sus coetáneos o sus discípulos, y antes de hacer una relación mercantil donde figure el debe y el haber es preferible mantenerle en el ámbito de la escena naturalista internacional donde cabe destacar la exposición Sargent/Sorolla que se hizo a finales de 2006 en el Museo Thyssen de Madrid que disparó sobre el terreno, frente a frente, el placer de las correspondencias.

Sorolla empezó en 1879, iluminando las fotografías de quien más tarde sería su suegro, y ello, a nuestro juicio hace que tenga que medir la luz. Estamos hablando de lo que algo más tarde, en cinematografía, se llamaría la temperatura de color. Él, por supuesto, no lo llama así, pero sí que habla de la “relación de valores” cuando está tratando de captar las variadas tonalidades, las luces enfrentadas de Cosiendo la vela (1896). La temperatura de color, brevemente, es la temperatura que alcanza un cuerpo negro hasta emitir una luz blanca incandescente (American Cienmatographer Manual. Hollywood, The ASC Press, 1986, pg 196), existiendo una serie de tablas con medidas de correspondencia para cada situación del sol, la mayor, sería la paradoja creada si pensamos en el negro de origen fuente de tantas discusiones “en un país devoto a un Thánatos de juego voluptuoso, de fría desesperación y de engaño, que pertenece a una visión telúrica de la existencia humana” (José Enrique Ruiz-Domènech, España, una nueva historia. Madrid, Gredos, 2009, pg 878).

lunes, 18 de mayo de 2009

JUAN MUÑOZ


A sort of magical pieces

Entre las grandes aficiones de Juan Muñoz (Madrid, 1953- Ibiza, 2001) se encontraban los juegos de magia, y ciertamente, uno de éstos ha tenido que ser el que ha recuperado la pieza de Richard Serra Equal-Parallel: Guernica-Bengasi. La pieza original, que desapareció, de acero corten, pesaba treinta y ocho toneladas y el autor la supone encubierta en alguna carretera. Por unos días coincidirá una gran retrospectiva de Juan Muñoz con esta pieza de Richard Serra, su amigo y mentor que con sus grandes piezas de acero llena el espacio de resonancias insospechadas.

Las vías de escape a los grandes nombres de la escultura española (Julio González, Ferrant, Oteiza, Chillida), en los años ochenta, se produce por vía del land art, el body art, el minimal que resalta la figura plástica o las instalaciones donde la presencia del artista es una huella más de la pieza y la atención del espectador una cualidad más de la obra. También podemos ver como una característica de los ochenta que esos jóvenes artistas (Barceló, Susana Solano, el mismo Muñoz) alcanzasen una proyección exterior que les salvara del aislamiento que habían soportado sus generaciones anteriores uniéndose a una normalidad en la elaboración de expresiones artísticas. En concreto a Juan Muñoz se le relaciona generacionalmente con Robert Gober (EE UU), Thomas Schutte (Alemania), Katharina Fritsch (Alemania), Tony Cragg (Reino Unido), Cristina Iglesias (España) y Jan Vercruysse (Bélgica). Y en su obra podemos hallar escritos, dibujos, bronces y otras esculturas o estatuas, como a él le gusta denominar, de diversos materiales, instalaciones y grabaciones de radio, con unas fuentes de inspiración diversas que pueden ir desde la poesía de T.S. Eliot a la obra de Naum Gabo, Anthony Caro, Richard Serra, Robert Smithson, Giorgio de Chirico, Velázquez y Borromini.

Si hemos hecho estas relaciones artísticas un tanto extenuante es por esa afición de Juan Muñoz a la ventriloquia, la habilidad de hablar con diferentes tonos, de hablar por otros. Sus figuras quizá no hablen pero sí dicen algo, se ríen y podemos imaginar esas estatuas como los muñecos manipulados de los ventrílocuos, son lo que nosotros hemos querido que fueran, lo que hemos sido, una mirada reveladora de pasado un ansia de identidad.

En la obra de Juan Muñoz se produce el alejamiento de una exagerada investigación formalista que conecta con el espectador contemporáneo configurando una especie de escenario donde él “planta estatuas” (así lo denomina) como en Many Times (1999) donde el dinamismo de la pieza traspasa al visitante, dejando de ser éste una estatua visual. Se produce, como en Serra, una activación espacial y emocional, una orquestación de clones activada al entrar el espectador en juego. En Towards the Shadow (1998), asistimos al asombro de la escultura ante su sombra, que da la impresión de llegar ante su propia figura desconocida. Luego vemos que la estatua allí plantada más que asombrada, ríe y nosotros también.
A raíz de Las Meninas, Borges y Focault, Juan Muñoz registra su obra en un ‘no-lugar’ o lugar sin lugar donde coincidan el Mismo y el Otro: la naturaleza de la presencia como él lo denomina en el texto que escribió, Segment (Centre d’Art Contemporain Geneve, The Renaissance Society at the University of Chicago, 1990), una ficción antropológica donde analiza unos efectos visuales en unas casas regeneradas periódicamente en Perú. A nosotros y a él, esa presencia se transforma en un deseo de estar en otro lugar (A Place Called Abroad, 1996) donde en un ámbito fuera de nosotros mismos somos otros. Terminar antes si quiera de empezar: La naturaleza de la ausencia. Tenemos un desdoblamiento, una obra al límite de las palabras, cuando no rodeadas de ellas (en sus piezas radiofónicas), diálogos plagados de dobles sentidos, como diría John Berger obras que tratan de la elocuencia del desaparecer, de la presencia y de la ausencia (Will It Be a Likeness?, 1996). Así podemos contemplar sus balcones como límite de seguridad donde asomarse a ver pasar el riesgo. Son balcones que dan a House of Games (Casa de Juegos, David Mamet, 1987), una de sus películas favoritas donde la identidad se desvanece tanto como se recobra, ahora que apostamos seriamente a encontrar cosas perdidas. Nosotros, paseantes entre las estatuas vemos el balcón desde abajo, pero no constituimos peligro, somos los secundarios que forman parte de la puesta en escena, de la metáfora del arte (asistimos a lo que nos convertiremos) que al salir del museo volveremos a ser estatuas tras el parapeto seguro del balcón.

lunes, 11 de mayo de 2009

JULIO GONZÁLEZ

La tristeza de Hefestos

Leyendo diversas biografías sobre Julio González hay algunos datos que recuerdan ciertos pasajes del relato mitológico de Vulcano/Hefestos, cuando éste, al que vemos siempre trabajando en la fragua, le advierten de los amores de Venus, su mujer, con el aguerrido Marte, Vulcano forjará una red de lo más fina y sutil, según nos dice Ovidio en Metamorfosis. En realidad, el hecho ya muy difundido, allá por 1928, donde Picasso solicita la ayuda de Julio González para realizar una escultura en memoria del poeta Apollinaire, que debía de estar hecha, según se sugiere en una parte del relato, de la nada (El Poeta asesinado). Picasso sabía de la maestría de González con la soldadura autógena, que era fundamental para la unión de varillas de hierro que conformaran el monumento a Apollinaire (que al final se quedó en proyecto) y que inicia una nueva etapa en la escultura, introduciendo el hierro y la soldadura. Ambos tenidos como elementos netamente industriales e inéditos en escultura, pasarán a formar parte de esa nueva escultura, que parecía realizar dibujos en el aire, uniendo puntos en el vacío como los antiguos astrónomos unían las estrellas forjando de la nada constelaciones sin par en la realidad.

Julio González tuvo una juventud modernista, apegado a las instituciones y los círculos de arte barceloneses un tanto inmovilistas (no se permitía el desnudo femenino), y siguiendo la tradición de la forja que tiene en la Casa Milá un origen renovador. Así que París era el objetivo de sus estímulos artísticos (se entenderá que no sólo por el desnudo, pues González tendía a un gran misticismo). Uno se imagina a Julio González enclaustrado en su taller parisino trabajando duro en su trayectoria de orfebre, herrero y soldador. Picasso ayudará a González a romper la frontera que tenía sobre libertad artística y oficio. La pericia de la técnica de González más el plus artístico que añadía Picasso a la cualidad terrestre de las cosas (de cualquier cosa), hace sublimar el viejo oficio de herrero. Entre 1928-30 se produce esa colaboración partiendo desde el cubismo sintético, el dúo González-Picasso parece aceptar la provocación de Baudelaire disolviendo el aburrimiento en la escultura e impulsando la percepción más allá de la mirada, como un radiografía del concepto tradicional de volumen, construyendo escultura con líneas y planos, desmaterializando la masa de la dura lex de la gravedad. Una escultura lúdica que ofrece una nueva poética de materiales. Posteriormente González ya solo, restituye ciertas analogías perdidas con el objeto en el cubismo sintético, retrotrayéndolo al analítico. Por emplear un concepto más tradicional, podemos decir que González aplica el tratamiento escultórico del levare de Miguel Ángel a la figuración cubista sintética, hasta descubrir las formas vitales que allí se escondían.

Entre otras referencias cercanas a esa nueva escultura con la que González mantuvo una relación cercana, podemos destacar a Brancusi que enlaza con el modo artesanal y directo de afrontar la escultura. Asimismo Giacometti también está trabajando esas piezas aéreas, masas mínimas cargadas de profunda expresión, volúmenes en equilibrio entre el vacío y la masa, piezas que parecen estar a punto de desaparecer bajo la erosión de la mirada. Dejando aparte sus pinturas, sus trabajos de orfebrería y sus magníficos relieves podemos decir que desde 1931 a 1942 existen dos maneras de afrontar su trabajo, una manera lineal y espacial y otra, una búsqueda basada en el volumen y la masa, sin ser esto una separación neta, son procesos abiertos en el espacio que no renuncian a la representación de la figura humana.

Todo esto se ve en sus dibujos y pinturas donde encontramos in nuce el despliegue de formas en el espacio, por su facilidad, según Torres-García, en pasar de lo real a lo general y de aquí a lo universal pero apegado a la naturaleza, que nunca olvidaba por mucha abstracción que ejerciera en sus piezas. Una abstracción siempre entendida por él, como depuración figurativa y síntesis formal, con un transfondo antropocéntrico, como podemos ver en Mujer ante el espejo (1936-37) donde rechaza la tradición de unidad orgánica y volumen cerrado.

Cuando antes hemos hablado de escultura lúdica, damos por supuesto que sería Picasso quien ejerciera de Dionisos puesto que la tristeza de Hefestos/González es constante en sus dibujos y apenas si se adivina una leve sonrisa en las fotografías que parecen reflejar un cierto desaliento personal. En España podemos decir que es en 1980 con la exposición en la Fundación Juan March y 1985 en el IVAM cuando empieza un verdadero reconocimiento de la obra de Julio González. Por todo ello, permítanme una licencia periodística, cuando una ciudadana muy representativa de la República Francesa, Carla Bruni, salió de ver esta exposición, luciendo una sonrisa de Venus y exhibiendo como estandarte el catálogo con el nombre del escultor al frente, compensaba líricamente, si se quiere, aquella permanente ascesis de Julio González, tan dura como el hierro y la época que le tocó vivir.

jueves, 16 de abril de 2009

SETTECENTO VENEZIANO


SETTECENTO VENEZIANO

DEL BARROCO AL NEOCLASICISMO


Sin prestar demasiada atención a subtítulo de esta exposición, pues entraríamos en unos acontecimientos historiográficos más propios de un largo ensayo que de un breve artículo, sí debemos indicar que tanto en el Barroco clasicista como en el Neoclasicismo hay un gusto por la Antigüedad clásica entendida ésta desde el Renacimiento. Así esta exposición que se centra en el Settecento (en su primera mitad), hay una mirada al Cinquecentto veneciano, un siglo, el penúltimo quizá, de esplendor de la Serenissima, pues en él se produce una inversión económica de los propios venecianos, en el XVIII serán los ingleses, sobre todo, los que inviertan en las obras de Canaletto o Rosalba Carriera. A partir del XVIII Venecia entrará en una esplendorosa decadencia infinita, explotará su mito exaltando ese agotamiento lento, ofreciéndolo como espectáculo al mundo.

Siguiendo la Poética de Aristóteles, el arte hace posible lo verosímil persuadiendo en la actuación según modelos propuestos, facilitando la imaginación como una posibilidad más de conocimiento, pues hay conocimiento aunque no haya teoría. Fábricas de sueños, que introducen la imaginación como arranque de hipótesis e instrumento de progreso investigador. En esta reinvención de la cultura clásica, la poética barroca recupera el concepto de mimesis como imitación, como representación con un afán de persuadir, de conmover (ad maiorem Dei gloriam) y de ejercitar la imaginación para sentirse a salvo de la realidad limitada y contingente. Los maestros venecianos del Cinquecento contribuyeron a forjar el gran arte decorativo barroco; la pintura del XVII siguiendo al crítico más afamado de ese siglo, Marco Boschini (La carta del navegar pittoresco. Venezia, Roma, Istituto per la collaborazione culturale, 1966), sufrirá una brusca caída de la que no se recuperará hasta el siglo XVIII con Piazzetta y Tiepolo. Venecia en todo caso ejercerá un contrapunto a Roma, oponiéndose a ligar los ideales del arte a la política de la Iglesia romana, conservando una fuerza no debilitada por un excesivo intelectualismo que fascina y nos aloja en los dominios de la imaginación.

Sería demasiado extenso citar aquí todos los pintores de este medio centenar de obras, por lo que podemos orientar la exposición dividiéndola en mitología clásica, cristiana y vedute (vistas urbanas), recurran ustedes tanto a las Metamorfosis como a los Evangelios, teniendo las dos primeras el carácter didáctico del Barroco, las vedute nos servirán para disparar el ingenio. La pintura barroca se caracteriza por su dinamismo, los potentes efectos de luz, color y contraste. Una variante de ese claroscurismo de origen caravaggista, dará lugar a la plástica de Piazzetta y G.B. Tiepolo, añadiendo una luminosidad que entusiasmará a un público más general culminando la gloria veneciana que había iniciado Ricci.

La transición del Barroco al Rococó, se inicia en Venecia mediante la habilidad decorativa y la delicada retórica de Sebastiano Ricci (1659-1734). Ricci sería el eje entre el deslumbrante Cinquecento y el Settecento, con una renovación del gusto en la transición del tardobarroco claroscurista a unas formas más suaves y sombras más tenues. Ricci hace una relectura de los clásicos con el filtro de Veronés, calificando alguno sus cuadros de Ricci alla veronesse.

Debemos mencionar a Rosalba Carriera (1675-1757), destacando su técnica al pastel que ofrece unos vaporosos y amables retratos muy demandados. Aquí nos presenta un infantil William Hamilton quien sería después famoso embajador de Nápoles cuya novelada historia podemos leer en El amante del volcán de Susan Sontag o ver una pequeña sinopsis en Ortega y Gasset “Paisaje con una corza al fondo”.

Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) recupera a Veronés y la ilusión de gloria de la vieja república véneta en un trampantojo forjado de utopía. Tiene una altísima habilidad técnica que le hace merecedor de la mejor tradición veneciana, estilo luminoso y brillante muy reclamado en palacios, color claro y transparente en sus óleos y elegancia y movimiento de sus figuras como podemos admirar en la bóveda del Salón del Trono del Palacio Real de Madrid.

El recuerdo es una mirada que vivifica experiencias del tiempo y los viajeros del Grand Tour deseaban llevarse consigo la permanencia de su estancia, como hoy nosotros las fotografías, ellos las vedute. La veduta es descripción de una vista del ambiente arquitectónico de la ciudad. La tradición de este paisajismo enlaza con el clasicismo ideal de Poussin y Lorena, la influencia de Salvatore Rosa y con el paisaje holandés del XVII. Las vedute no son veristas, es un género versátil, con diferentes recursos compositivos: a) Presentan el capriccio: género compositivo a base de fragmentos de lo imaginario; b) Vista ‘fotográfica’ de lugares de Venecia; c) Vista ideal: se parte de un dato real para realizar una vista imaginaria. El capricho arquitectónico habla de un mundo perdido, proceden de libros de arquitectura romanos, convirtiéndose en signos agnósticos sin significado, sirven para dar escala con las figuras humanas que se relacionan.

Canaletto (1697-1768). Sus descripciones urbanísticas, que muchas son al capricho sin incorporar los elementos clásicos, son de invención, tanto es así que la última exposición de Canaletto en el Museo Thyssen en 2001 llevaba el subtítulo Una Venecia Imaginaria. No es raro que elimine edificios o los añada contrayendo o expandiendo la pintura situando al capriccio entre un dato real para hacerlo verosímil. Así, podemos la pirámide de Cayo Cestio en la laguna (no en esta exposición), que nos hace pensar en Venecia de otra forma, como si se tratara de un collage, una pintura narrativa con diferentes perspectivas porque los elementos vienen de diferentes láminas ofreciéndonos diferentes tiempos visuales, estableciendo cierta inquietud. Utiliza los grabados como archivos de la memoria creando una transparencia absoluta como una fotografía, se ve todo perfectamente en una perspectiva diríamos cósmica, con horizontes bajos para iluminar atemporalmente y situar con precisión cada elemento. Cada pintura es un laboratorio plástico de luz, crea una sensación de espacios infinitos, sesga el encuadre y el agua la convierte en espejo. La vista se convierte en un discurso de lo posible, especie de trompe l’oeil simbólico, de reflexión arquitectónica donde Francesco Algarotti le proporciona los temas que a su vez los tomaba de Carlo Lodoli.

Francesco Guardi (1712-1793). Como dice el profesor Delfín Rodríguez si Canaletto construye Venecia, Guardi la destruye, difumina a Canaletto con su toque suelto de pincel, con nubes que proyectan sombras, con densidad de vapor, es más real pero menos detallado. Su lectura melancólica se recrea en el abandono de Venecia cargando las tintas en su decadencia. Es fotográfico con flou, se deshace en brumas, con una intensidad de luz que acentúa el contraste, inscribiéndose más en la escuela veneciana en la línea de Tiziano o Veronés. Advertencia: no se pierdan un pequeño cuadro Ester ante Asuero de Gian Antonio Guardi, hermano mayor de Francesco, donde parece liberar sus pinceladas, antes prisioneras en su larga etapa de copista.

Ahora cuando vamos a Venecia, entre la multitud, sólo vemos ‘canalettos’, pero cuando regresamos el recuerdo se refugia en Guardi. No obstante, en cada uno se dispara la historia de Venecia, el mito incombustible de la emoción que provoca y no insistiré en su decadencia, sino en Venecia, Tintoretto de Jean-Paul Sartre (Madrid, Gadir, 2007; París, Gallimard, 1964): “En Venecia basta una cosita de nada para que la luz se vuelva mirada. Basta con que una luz envuelva esa imperceptible distancia insular, ese desfase constante, para que parezca un pensamiento”.

LA CAJA MÁGICA


Al tiempo que se celebra el torneo de tenis de Madrid (Masters Series Madrid), se puede contemplar la exposición que Dominique Perrault (DP) celebra en el Museo de Colecciones ICO (29.01.09 - 17.05.09). Se pueden ver aquí sus dibujos y maquetas que en DP operan como conceptos (en paralelo artístico con Daniel Buren) hasta llegar a la forma última determinada por el contexto. Se podrá comparar el proyecto iniciado en 2002 y el resultado final siete años después: La Caja Mágica.

Podemos decir que la arquitectura de DP no se reduce a la construcción, se trata, según el vídeo Les onze mots de l’architecte, dirigido por Richard Copans, de relacionar íntimamente arquitectura y territorio, una suerte de Land Art, como podemos ver en el Velódromo y piscina olímpica de Berlín (1992-1999) o el Campus de la Universidad Femenina EWHA de Seúl (2004-2008), donde los edificios están incrustados en el suelo. La ciudad ya no se puede pensar como un todo, en la tradición que marcó Filarete ofreciendo un proyecto de ciudad contando con todas las determinaciones técnicas y formales, ahora se trata de sistemas no cerrados, de ahí que la arquitectura sea un dispositivo de intervención, superando, a su juicio, la relación puritana que el Movimiento Moderno tenía con el edificio y el suelo. Existe un dinamismo de las ciudades que hace necesario aplicar una arquitectura avanzada, una interacción ciudad-territorio. No son las parcelas las que organizan el territorio sino la relación de territorios, la comunicación entre éstos, sus relaciones espaciales que diría Doxiadis.

La Caja Mágica se concibe dentro de la operación de ingeniería urbana que ha soterrado la M-30 paralela al río para crear el Parque del Manzanares, un parque fluvial de seis kilómetros donde han intervenido Ricardo Bofill y Manuel Valdés. DP desmaterializa su volumen con ayuda de revestimientos traslúcidos de malla metálica y planos de agua reflectante. Lo más característico es la cubierta fracturada en tres piezas independientes, abriéndose o cerrándose mediante gatos hidráulicos en función de los usos, ofreciendo una silueta cambiante y viva.

La malla, elemento característico en sus proyectos, sería consecuencia de concebir el muro no como un elemento de bloqueo, sino como una suma de cualidades, de construcción y poesía, que permita ver a su través, o bien como en la Fábrica APLIX (1997-99), que concibe un muro en acero inoxidable con espejos que prolongan el paisaje del Loira. Otros ejemplos serían la Fachada Lexus de Japón (2003) o la Fábrica GKD en Maryland, EE UU (2001-04). Este elemento envuelve a los edificios, apareciendo semejante a una piel, como protección que rompe la fuerza del viento, pudiendo ser opaco, transparente o brillante, como se podrá ver en la Caja Mágica. Nombre éste que el arquitecto sugirió desde boîte à miracles de Le Corbusier que ya lo empleara en sus exposiciones y en el pabellón Philips de la Exposición de Bruselas de 1958 donde relacionaba, resumiendo demasiado la cuestión, el concepto artístico y escenográfico de Adolphe Appia. Según Le Corbusier es un gran cubo vacío que contiene todo lo que el espectador pueda desear, ofreciendo un espectáculo arquitectónico de síntesis artística (véase Fernando Quesada, La Caja Mágica. Cuerpo y escena. Barcelona. Fundación Caja de Arquitectos. 2005).
El final de carrera de DP fue un proyecto donde se relacionaban los edificios de las Juntas de Distrito con el Ayuntamiento de París en el siglo XIX, esperamos por tanto que esa interacción territorial entre los distritos de Arganzuela y Usera se produzca, toda vez que otro proyecto, muy cercano a éste, contempla la creación de pasarelas en conos de tela metálica dorada que comunican ambas riveras.

ARTAUD - NEW YORK

Desde los años ochenta del siglo XX, la fotografía se ha convertido en uno de los elementos más característicos de la creación contemporánea, con una nueva actitud por parte de los artistas, de los galeristas y museos. Esto ha hecho una mayor apreciación, fundamentalmente al alza en los precios en las subastas, así como en las exposiciones que se celebran.

La fotografía en EE UU, en los inicios del siglo XX fue muy relevante, principalmente alrededor de Alfred Stieglitz y su galería “291” conocida así hacia 1908 cuando amplió su ámbito abarcando la vanguardia europea, poniendo los fundamentos para congregar un verdadero modernismo americano, incluso antes del Armory Show, derogando el carácter pictoricista y llevando poco después (Camera Work) a la fotografía temas urbanos (Walker Evans, Dorothea Lange) y otros trabajos de naturaleza abstracta (Man Ray).

La fotografía es al instante lo que la pintura al recuerdo y en esa sucesión de fotografías sobre un mismo tema creamos microrrelatos que pasan fácilmente de las gárgolas de Margaret Bourke-White al Harlem de Vivian Cherry, generando en esa sucesión, una cierta secuencialidad, como si de fotogramas se trataran, cercana al cine, en una manifestación del recuerdo que, evocando a Valèry, el estímulo del ojo en su momento no pudo organizar. Las esperas en la fila lo atestiguan, sorprende gratamente ver la aglomeración para ver ésta exposición que nos referimos Retratos de Nueva York, Fotografías del MOMA, en tanto que la de Antonin Artaud, en comparación, permanece, quizá como su carácter, un tanto desolada.
Artaud, personaje singular, lo que ya es decir entre las personalidades que desarrollan las artes en la primera mitad del siglo XX, fue escritor, dramaturgo, actor, guionista, poeta y ex-surrealista ingrato a Breton, es decir un exceso y ejemplo de paroxismo artístico, que, relacionando lo escrito más arriba, escribiría: “Es el ojo quien finalmente recompone y subraya el residuo de todos los movimientos” (El cine, Madrid, Alianza ed. 1973). En esta exposición podemos apreciar sus intervenciones en películas, las influencias en este terreno y su guión llevado al cine, La concha y el reverendo (La coquille et le clergyman, Germaine Dulac, 1928), además podemos ver sus dibujos. ¿He dicho dibujos? “Mis dibujos no son dibujos sino documentos, hace falta mirarlos y comprender lo que hay dentro...” (Mes dessins ne sont pas des dessins mais de documents, il faut les regarder et comprendre ce qu’il y a dedans … Catálogo de la exposición Antonin Artaud. Works on paper. Nueva York, The Museum of Modern Art, 1996). Aunque para saber más de estas cuestiones, les sugiero que echen un vistazo al catálogo de la exposición donde, entre otros, escribe el profesor Ángel González y sabrán del paroxismo y la excelencia estética.

viernes, 3 de abril de 2009

LA BELLA DURMIENTE


Pintura victoriana del Museo de Arte de Ponce (MAP)

Si aún no han tenido oportunidad de ver la muestra de Francis Bacon en el Prado, con la exposición que ahora reseñamos podrían hacer un triple recorrido por la pintura inglesa. Es cierto que, como dice su director, el Prado no tiene una buena representación de esta escuela, entre otras cuestiones por la Reforma protestante del siglo XVI donde se distanciaron políticamente la monarquía inglesa y la española con el consiguiente efecto en las colecciones reales. De esta forma el visitante podrá iniciar un recorrido en la sala XXI del Edificio Villanueva, por la obra de Gainsborough o Reynolds, entre otros, ambos del siglo XVIII; pasar al siglo XIX en la sala XVI-B y ver esta exposición del museo puertorricense, y más tarde ver la obra de Bacon en el Edificio de los Jerónimos, haciendo un amplio recorrido en el tiempo, en tan solo unos metros.

El título de la exposición está tomado de la fábula de Charles Perrault (1628-1703) popular por un poema de Alfred Tennyson (1809-1893), que nos indica la poderosa influencia de la literatura no sólo en la pintura sino en todas las artes durante el siglo XIX. Un tema demasiado amplio para desarrollar aquí, indicando tan sólo que esta dependencia, que atenazará incluso a la arquitectura, se irá atenuando con la llegada de las vanguardias históricas de inicio del siglo XX, donde como diría precisamente Reynolds en sus discursos, poesía y pintura estarán unidas por nobleza de concepto.

La exposición cabría interpretarla como un careo entre la Hermandad Prerrafaelista (o Prerrafaelita) y los artistas encuadrados en el Olimpismo, es decir con el ideal ático que ya había apuntado Flaxman, el siglo anterior. O bien entre conceptos teóricos como el de John Ruskin y William Morris (en la reivindicación de la manufactura artesanal y con vinculación al primer socialismo de Saint-Simon o Fourier) por los primeros y Walter Pater por los segundos.

Pero la exposición, por su brevedad de obras, no da para tanto y mejor cabe el disfrute viendo las confluencias. Los prerrafaelistas (Holmant Hunt, Dante Gabriel Rossetti, Burne-Jones y John Everet Millais), influidos por los nazarenos (un grupo de pintores alemanes, llamados así en Roma por su excentricidad en la vestimenta), deseaban volver al primer Renacimiento de Fra Angélico o Botticelli. Rossetti prosigue la tradición del poeta-pintor que unos años antes había desarrollado William Blake, con afición a los textos tardomedievales convoca una pintura simbolista de carácter planimétrico que trata de anular el gusto por la perspectiva. Se calificaron en principio de antiacademicistas, optando por saltarse la depuración de la naturaleza y acudiendo a una realidad más directa. Aunque sólo hace falta ver los cuadros de Courbet para darnos cuenta que estos victorianos conservaban una composición y encuadre convencionales, reelaborando la historia hasta una intrincada red de carácter simbolista, con un afán moralizador preconizado por el crítico John Ruskin (Ensayo sobre el Prerrafaelismo, 1851). Millais acabaría ingresando en la Academia, pintando retratos semejantes a los que hicieran Reynolds o Gainsborough y en Rossetti encontraremos elementos clasicistas como en La viuda romana (Dîs Manibus, 1874): la urna con la inscripción y el juego de drapeados en blanco (color del luto en la nobleza romana).

En la segunda mitad de esta etapa decimonónica, otra generación de artistas viene a solaparse con la Hermandad Prerrafaelista sin incidir en contenidos morales. Esta corriente esteticista (George Frederic Watts, Edward Poynter, Lawrence Alma-Tadema) que abundaba en el arte por el arte, es decir sin una justificación moral o didáctica, ahondaba en la búsqueda de la belleza (objetivo éste también del fundador del MAP, Luis A. Ferré) como podemos ver en Frederic Leighton (1830-1896) Sol ardiente de junio (ca. 1895) cargado de ensoñación y lirismo mediterráneo, donde destacan la técnica, el color y la línea haciendo una mujer de anatomía “ingresca”, en una postura casual y relajante (sino fuera por la tensión que muestra la posición del pie en el suelo). Inspirada en la escultura de La noche de Miguel Ángel (Capilla de los Medici, Iglesia de San Lorenzo, Florencia), presenta un fogoso tono anaranjado que podemos ver también en sus sibilas sixtinas.

Como decíamos al inicio, analizando confluencias, ambas se encuentran en la constancia del retrato femenino. La fortuna crítica y las biografías abundan en un sentimiento exacerbado hacia la mujer, con un reflejo de ensimismamiento o melancolía, e inalcanzable por haberla perdido o haberse perdido por ella. Viendo sus trayectorias y aunando de nuevo ansia de sentimientos, aún mejor, saberse perdido en ellas.

jueves, 26 de marzo de 2009

CON LOS CINCO SENTIDOS


Desde inicios del siglo XX la danza presenta unos caracteres rupturistas e innovadores que derivan en la creación, difusión y consolidación de un nuevo lenguaje que hoy es conocido como danza contemporánea. Resumiendo mucho podemos decir que la danza española reúne elementos del baile flamenco, del ballet clásico y la escuela bolera, siendo ésta a su vez una amalgama de danzas populares españolas.

Teniendo esto en cuenta y a falta de más extensión, en ese inicio de siglo hay una tendencia a la combinación de los sentidos, agudizando la sinestesia que amplía y desarrolla la terminología artística. La danza, como Mary Wigman propone, sería un cierto modo de realizar alegorías, que sin narración posible, se convierten en efímeros gestos que remiten a una imagen o un recuerdo. En el espectáculo Con los cinco sentidos, hay una doble remisión. Por una parte nos remite a cada uno de los sentidos, oído, gusto, tacto... Por otra, nos dice que está hecha a conciencia, con el alma, como pedía Isadora Duncan.

Desde la Antigüedad la danza estaba inscrita junto con la música y la poesía (el canto) en una misma unidad donde se podía oír al cantor tocando la lira y el coro que lo acompañaba danzando. En resumen y salvando las distancias, la danza hoy, como Susanne Langer nos dice, es un aparición, un despliegue de fuerzas en interacción y aquí las vemos. Así en este espectáculo nos encontramos la música de José Luis Montón: no habrá para este guitarrista flamenco barrera musical alguna que no transcienda y quepa en su toque. El contrapunto grave lo pone Gorka Hermosa con su acordeón como un coro que responde. Con el canto nos seduce María Berasarte, su voz impulsa el cromatismo del espectáculo. Selene Muñoz, es el alma de la actuación, pues de un espectáculo de danza estamos hablando. Y a pesar de todo lo que estamos hablando aquí, la danza está hecha para debilitar el alcance de las palabras y la espiritualidad que éstas pudieran tener queden subsumidas en el ritmo del baile. Esto hace Selene, sintetiza todos los elementos en el ritmo, que es la esencia de la danza: el gesto que es el alma de la actuación, las palabras que son el cuerpo de la obra, los colores que son prueba de la escenografía. En el latido de sus fragmentaciones rítmicas se armoniza el cincelado del conjunto, creando una imagen dinámica para nuestro deleite.
Hemos podido ver este espectáculo en el populoso municipio de Boadilla del Monte y en Becerril de la Sierra, dentro del ciclo de la Red de Teatros de la Comunidad de Madrid. El próximo 17 de abril lo podrán ver ustedes en el Teatro “García Lorca” de Getafe. Deberían ir, pues al verlo sentirán que son más de cinco los sentidos que poseemos.

lunes, 16 de marzo de 2009

TARSILA DO AMARAL



La antropofagia, más que un suceso caníbal, sería, en un Brasil aún indómito, el acto culmen de una venganza; y entre sus artistas de inicios del siglo XX una forma de asimilar las vanguardias europeas, y en Tarsila do Amaral saciarse de viajes, amor y arte.

Mujer rodeada de poesía (Oswald de Andrade, Blaise Cendrars) que acompañó las inquietudes sociales de su tiempo, y abogó por militar en el cubismo, aunque en ella misma no veamos muchos de esos trazos, en París entre 1923 y 1925 cumplió un afán de aprendizaje. Gran coleccionista, compraría y asimilaría, la obra de lo más granado de esos años: Brancusi, De Chirico, Delaunay (investigador del color que tanto le interesara), Gris, Léger, Miró, Modigliani, Picabia y Picasso. Entre la antropofagia y la pintura Pau Brasil se desenvuelve la pintura que aquí vemos.

La antropofagia convertida en simbiosis y nombres derretidos, Tarsiwald: El libro de poemas Pau Brasil surgiría en 1924-25 de la mano de Oswald de Andrade, pareja de Tarsila por entonces, y que ésta iluminaría con dibujos (como consta en la portada del poemario). El Manifiesto Antropófago, también de Andrade (y con ecos de la revista Cannibale de Picabia, 1920), surgiría unos años después, 1928, a raíz fundamentalmente de un cuadro de Tarsila, Abaporu (hombre que come carne de hombre, en lengua tupí). Con estos elementos resumidos quizá podemos destacar en esta obra de Tarsila el color. Colores que como los paisajes del país exacerban los sentidos. Un color que a nuestro juicio tiene mucho que ver con el “selvavirgismo”, con la selva virgen (mata virgem) y la avifauna local que entroncan con esa indómita antropofagia que venimos hablando y que dará lugar, entre otros colores, a un verde característico: Verde selva chillón de Tarsila, verde Tarsila o verde azedo (agrio) que extenderá en una pincelada larga y cargada aprendida en Académie Julian, que preparaba para el ingreso en Bellas Artes de París, con numerosos alumnos entre los cuales podemos señalar a Bonnard, Denis, Corinth, Matisse o Vuillard. Asimismo, en la sutil complejidad de su obra podemos apreciar un toque estilizado que envuelve un aprendizaje surrealista y parisino de los años veinte, al que podríamos añadir una emoción colorista compartida con los fauves (fieras, pero también tiene una acepción de rojizo, como el tinte del palo de Brasil, Pau Brasil, que da nombre al país y un tinte muy comercializado en época colonial entre 1500-1822). Entramado cromático, según su testimonio, sacado y basado en las calles de las ciudades de Minas Gerais, es decir extraído de la tierra como los mineros los valiosos metales, que dará lugar también cuadros “metafísicos” como Palmeiras (1925), O Sapo (1928) donde más que De Chirico también establecemos vínculos con J.J. Oramas otro metafísico brasileño; y una cierta atmósfera primitivista heredera del aduanero Rousseau, arte ingenuo, como ella indica al verlo en el taller de Picasso.

En la remozada sala de exposiciones de la Fundación Juan March podemos ver hasta el 26 de mayo la exposición de la obra de esta pintora, comisariada a la par por la Fundación y por Juan Manuel Bonet, en un admirable viaje a las vanguardias de inicio del XX ahora desde un punto de vista brasileño. Visitándola, además podrán completar la guía que la Fundación ofrece, consultando los datos biográficos, en un juego de relaciones estilísticas. Dado que apenas se ha tenido la oportunidad de verla en un par de exposiciones colectivas, en ésta, su primera individual en España, tendremos la ocasión de corroborar lo que nos dice Oswaldo de Andrade, en su cancionero Pau Brasil, poema “3 de Mayo”, en traducción del profesor Sánchez Robayna: “Aprendí con mi hijo de diez años/ Que la poesía es el descubrimiento/ De las cosas que nunca vi”.

miércoles, 25 de febrero de 2009

EL AMOR ES EL DEMONIO

Sobre la exposición de Francis Bacon

Los cuerpos enlazados de las parejas, tendidos en las soleadas explanadas que bordean tanto el Museo del Prado como la iglesia de Los Jerónimos, parecen atentar contra la gravedad afianzada en los discursos de crisis. La brillante luz adelantada de la primavera envuelve y entremezcla las figuras retando a nuestras superficiales nociones de anatomía, anticipan lo que nos espera dentro: Los cuerpos deformados de Bacon rodeados del constante marco dorado como frontera de mundos.

El título de esta reseña aprovecha el de la película sobre Bacon que hizo John Maybury (Love is the Devil. Study for a portrait of Francis Bacon, 1998) y que hace referencia no sólo a la pasión y zozobra de las pasiones vividas, como él declarará, sino también a la atracción erótica que sentía por el dolor físico. El Museo del Prado fue un lugar recurrente en su vida, donde acudía a desentrañar en silencio determinadas obras, donde estudiaba en detalle trazos y pigmentos, es decir la materia pictórica que le permitiría fundir la pintura en imagen y viceversa; donde quizá condensaba su materia filosófica hacia el cuerpo y la naturaleza humanos, sus emociones inherentes y su violencia: los problemas de vivir. Por su acendrado ateísmo (que no significa falto de creencias), podemos pensar que estaría satisfecho por el contraste subversivo, casi un cuerpo a cuerpo, con el lugar donde se celebra la exposición, tan cerca del edificio que representa todas sus tentaciones prohibidas.

Desde que existe Google y demás portales informáticos, los datos generales parece innecesario reflejarlos, cualquiera puede acceder a las influencias de Bacon, sus concurrencias de estilo o sus afanes vitales y así nos evitamos las frases tantas veces reproducidas en los medios de comunicación. Desde aquí, fundamentalmente alentamos a que visiten la exposición en el Museo del Prado, magníficamente comisariada por Manuela Mena, que en la página web del Prado hace un recorrido por la exposición que elimina todas las dudas biográficas, estilísticas o sentimentales de Bacon.

Así, resumiendo lo más posible, diremos que Bacon llegará a ser considerado uno de los artistas más importantes del siglo XX, y más todavía desde la óptica británica. Sus trabajos han sido relacionados con Picasso, Giacometti, Fautrier, Soutine, Matisse, Van Gogh, Daumier, Goya, Ingres, Rembrandt, Velázquez y Miguel Ángel. Es decir unas referencias tan poderosas de las que ningún artista puede escapar fácilmente.

Bacon distorsiona la figura humana como vemos también en Henry Moore, y a veces parece confinarla entre marcos geométricos (la geometría del miedo lo llamaría Herbert Read) que, aunque sabemos que proceden de sus diseños de muebles, recuerdan cierto modo de hacer en las pinturas de Giacometti, encuadrándolas o acotándolas en una especie de fotograma delineado, como si lo viera a través de una cámara fotográfica o aquellas cámaras oscuras renacentistas de las que otro Bacon, Roger, en el siglo XIII, fue un antecesor en su uso. Parece que tuviera “el diablo en el cuerpo”, practicando con furia una suerte de Body Art deformando los cuerpos al no aguantar la fisicidad fuera de las contundentes caricias de sus amantes, y sólo mira y soporta el cuerpo a través del reflejo de las partes, destacando la animalidad que pueda haber en él: la boca depredadora capaz de engullir tanta atrocidad como la que remite.

La propensión de Bacon a destruir gran parte de su obra, limitaba bastante su productividad y fue hacia 1945 junto a obras del ya citado Henry Moore y Graham Sutherland que su tema sobre la crucifixión llamó la atención por la consternación que sugería (hay una pequeña Crucifixión de 1933 tan violenta piel sin huesos, que parece estar en venta en un secadero de pieles). Este tema lo retomará en los sesenta en un formato superior y una intensidad mayor en la representación de la violencia. Junto a Roy de Maistre, que trató también el mismo tema, su inspiración provenía de los bombardeos sufridos en Londres y de las fotografías de los campos de concentración nazis que enlazaban de forma desgarrada con el sufrimiento de la carne que representa la Crucifixión en la tradición occidental y asimismo enlazaba con las figuras de las Euménides y su furia vengativa reflejada en la tragedia griega a través del poeta T.S. Eliot.

Otro de los grandes temas que encontramos en esta exposición es su serie sobre Inocencio X el papa que más que pintar (troppo vero), fotografió Velázquez, y que Bacon aprovecha para reflejar las teorías existencialistas contemporáneas (las preguntas sartreanas) sobre la imposibilidad o la dificultad extrema de comunicación entre los individuos, al menos eso podemos pensar al ver a uno de esos papas a punto de gritar o de respirar ansiado; o hacer del atormentado Van Gogh un objeto, más que una figura en un paisaje. Falta de comunicación que individualiza como también veremos reflejado en sus figuras casi soldadas al suelo por la sombra. Así el tríptico lo utiliza para obstaculizar la narración o la composición unitaria que esa pintura pudiera desatar. Cada cuadro, cada individuo reflejado en el lienzo posee su propia densidad visual y narrativa, si acaso. Bacon pretende que su pintura llegue, impacte directamente al sistema nervioso, frente a otro tipo de pinturas que deben dar un largo rodeo por el cerebro (véase David Sylvester, Entrevistas con Francis Bacon. Barcelona, Polígrafa, 1977; Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación. Madrid, Arena Libros, 2002 – París 1981).

En Bacon encontramos piel de inquietante textura, cuerpos que continúan el film de Tod Browning Freaks, en trabazón secuencial y fatalista como la que pudiéramos ver en Goya. Cabría decir también que el cine, el dinamismo cinético es una constante en su obra: desde sus referencias a Miguel Ángel (su dinamismo invade la Capilla Sixtina, y como él, Bacon también dibujaba, aunque no lo admitiera) a las fotográficas de Muybridge que independizan o individualizan cada instante de una secuencia del movimiento capturado, etapas del movimiento. El fatalismo de su pintura enlaza con esa crisis fatal del sistema con la que abríamos el artículo. Podemos decir que Bacon desarrolla su obra justo cuando el Imperio Británico empieza su decadencia al igual que su admirado Velázquez con la decadencia de España a partir de la Guerra de los Treinta Años. Bacon vivió más crisis, la de Suez en 1956 o las revueltas, por esos años, en el Magreb, las capeo sin dejar de crear, siendo ya un lugar común asociar los periodos de crisis a grandes desarrollos artísticos; prueba de ello la acabamos de tener en el Museo Thyssen en una magnífica exposición donde coincide el desarrollo de las vanguardias con la Primera Guerra Mundial.

En la década de los sesenta y setenta hay que reseñar un aumento del cromatismo, producto quizá del incipiente Pop y sobre todo del Expresionismo Abstracto y Colour Field americanos; reseñar también, por esos años, los retratos, no del natural sino apoyados en su memoria y en fotografías, un tanto sórdidas (las de Henrietta Moraes), que señalan la materialidad del cuerpo, fundamentalmente a sus amigos, ya que éstos estarían dispuestos a perdonarle la distorsión que les hiciera. Gilles Deleuze decía que los espejos de Bacon son lo contrario a los de Lewis Carroll, y puede que en el fondo sean dos formas contrarias de llegar a la tragedia: la del reverendo Dodgson evadiéndose, con sus fotografías y sus cuentos, de la lógica matemática y el ascetismo oxoniense; o la de Bacon que, a pocos kilómetros de allí, sabe que palpando la sangre se conquista la tragedia, de ahí que entre bacanales y amigos eleve la herida al triunfo hedonista.

martes, 17 de febrero de 2009

El Grito de la Sirena 2.0

El Grito de la Sirena 2.0 (http://www.youtube.com/watch?v=3O9jaBtz8Ko) es el título de la nueva edición del cortometraje del mismo título de 1990, añadiendo 2.0 en esta revisión para diferenciar el título de la época analógica del milenio pasado de ésta, tan insistente en lo digital, que ya se ha convertido en táctil.

En su versión original de celuloide 35 mm., la pantalla grande del cine aguantaba el ritmo lento de las panorámicas que trataban de aunar la técnica con la moral según nos advirtiera Godard. La velocidad digital impone otro ritmo y en la banda ancha no caben dilaciones, el tiempo dura lo que marca el cronómetro y el plano es la superficie de la pantalla, no busquéis más allá, que diría Warhol. Hay que adaptar el relato al medio en el cual se ve y el corto en su versión anterior no aguantaba el ritmo que impone el formato del móvil o el de You Tube. Aunque, sin ánimo de comparar, tampoco creo que resistirían estos formatos algunos grandes clásicos del cine.

También sé que en estos medios digitales, parafraseando el título de Paul de Man, la resistencia a la teoría es grande y hay que ser concisos. Esta reducción del formato sería semejante a la que ofrece la pintura en la contemplación de los grandes cuadros de historia a los pequeños interiores holandeses del XVII. Un propósito de la pintura es mostrar cómo la situación revela el carácter (ethos) haciendo coincidir el mythos (relato) con el télos (fin). Tratar de concentrar el desarrollo dramático en un punto álgido que condense y que permita cierta invención: El momento pregnante de carácter lessingniano donde mejor se permita proyectar la acción hacia delante o detrás en el tiempo, pudiendo recrear lo que ha sucedido o sucederá. Un ejemplo rápido lo tenemos en el neoclasicismo de J.J. David. O por poner un ejemplo más cercano: No contemplamos igual los grandes lienzos de Sorolla de la Hispanic Society que sus reducidos formatos ejecutados al borde del borde del mar. Hay dos intensidades emocionales diferentes. Dos tempos.

En consecuencia, el tiempo se inmiscuye en el espacio pictórico (Benard Lamblin, Peinture et Temps), cuanto más hemos reducido formato más necesario ha sido aumentar esos momentos cumbre de acción dramática. Omnívora intensidad que nos hace concentrar la acción, y a veces exagerarla para retener la percepción o llamar la atención de la mirada.

Así en esta edición del cortometraje hemos reducido su duración a la mitad, concentrando el ansia de los gritos de esta sirena varada y aprovechando los encadenados para que la diégesis sea más fluida. Hemos etalonado los planos dando una mayor saturación a los colores y se ha vuelto a editar la música añadiendo algunos armónicos disonantes que añaden una cierta tensión final, acorde quizá con esa panorámica final que apunta al cielo estrellado de incógnitas.

jueves, 5 de febrero de 2009

MUJERES QUE DUELEN

Mujeres irredentas ante el dolor continuo.
Mujeres que duelen. Transita el verbo:
Aprehendemos el duelo
que hace a la piel instancia de otro cuerpo.

Nacidas en el séquito de dolor armado
tallan enrahezados vestidos al regazo
para no derramar sus carcomidas entrañas
que parieron hijos con laurel predestinado,
hijas de olivo en rama, y sin más, preenlutadas.

Después del dolor intenso
recorriendo sin cesar
un silencio de acongoja
son caricias
los trayectos de dolor seco
punzantes recuerdos
en extensión
magnífica de instantes
sin escalas de descansos
hasta la rendición de las pieles
que apenas supieron de caricias
encontradas en el sino del instinto
y sometieron a la marcha
el goce de los sentidos
esperando
no tanto el cenit
sino en la deriva
no caer
y mantener el rumbo del ansia
de los vientos
que abran
ventanas de azar
que ahuyenten premisas
y confirmen promesas
de cerrar los ojos y sólo soñar.

jueves, 29 de enero de 2009

Surgen poemas que alcanzan
una plenitud de significados
en los intersticios de sus palabras
en el final del verso
o llegado su término
el litoral de letras torna proemio.

Transcienden los signos
hacia el abismo de silencio o de rumores,
innumera extensión
del caudaloso blanco
que de tanto alcanzar, nada aprieta
y por más significar, desespera.

Páginas son, desprovistas de moldes
proyectan al mar imaginario
indómitas palabras
enjalbegando cuarteadas ansias:
anticipan laureles
maduran lágrimas.

Surgen sueños donde nunca alcanzamos
el suelo, que de espanto abrazamos
cuando nos despertamos.
Por no hablar de los sueños quebrados
donde las más queridas pieles desaparecen
en los mismos aires por donde volábamos.

Poemas y ensueños, aunados mundos
aquél parece un cuadro
veladuras de blanco,
palabras en un lienzo si llegaran a trazos
alcancías de sueñosen donde si más derrocho, más guardo.