lunes, 19 de noviembre de 2012

MARÍA BLANCHARD

La verdadera vida de María Blanchard comenzó en París, fundamentalmente cuando ya se trasladó allí para siempre a finales de 1915. Nacida en Santander en 1881 su familia, de tradición periodística, no deja de alentarla en su formación artística cultivando sus dotes para el dibujo. No fue fácil su encaje en el mundo artístico de su época, aún dentro de la arriesgada vanguardia cubista las mujeres estaban lejos de tener la misma consideración que sus compañeros vanguardistas, asociándolas a un cierto decorativismo propio de su naturaleza más pronunciada a lo sensible. Blanchard superó en París esas barreras insoportables en España donde estaba sujeta a mofa, por esa gente hostil a los cuerpos torturados.
 
Como resalta Griselda Pollock en el catálogo de la exposición uno de los rasgos de la modernidad fue la incorporación de la mujer en ese inicio vertiginoso del XX, a la vorágine industrial, literaria, musical y artística en general. Susan Valadon o María Blanchard son eliminadas de la primera línea de creación pictórica por no ajustarse a ciertos cánones líricos y sensibles asociados a una cierta feminidad. Accedieron a la modernidad alejándose del entorno doméstico (como también vimos en estas páginas al ver la exposición de Berthe Morisot, dentro de un movimiento impresionista que podríamos calificar como mixto). Hoy se analiza su obra con independencia, alejándose de los retratos compasivos y lejos de los atributos sobre la feminidad establecidos.
 
Sus primeras obras, entre 1907-13, son pinturas con escenas costumbristas donde predominan unos colores sobrios y un dibujo preciso fruto de sus primeros estudios con Emilio Sala. En una primera estancia en París en 1909 en Academia Vitti recibirá clases de Anglada Camarasa y posteriormente con Kees van Dongen de quien aprendería la descomposición del color y a separarse del referente directo de la naturaleza.
 
Una obra relevante en este periodo será La comulgante, iniciada en 1914 pero expuesta en 1921 en el Salón de los Independientes con éxito, que además le servirá para cerrar su ciclo cubista. Un cierto aire simbolista y naif la recorre, de poderosos empastes y luminosidad claroscurista, con la figura impostada a través de diferentes y contrastantes perspectivas distorsionantes en la capilla. Al contraste de realidad y primitivismo ayuda una ingravidez dada por los pies colgantes, de tradición iconográfica románica, a la que apoyan los ángeles en rompimiento de Gloria.
 
Entre 1914-15 María Blanchard participa en exposiciones en España, uniéndose un poco después al cubismo conceptual de Gleizes y Metzinger, un “cubismo de cristal” según Cristopher Green denominó al cubismo meditado de Juan Gris. Se incorpora con unas primeras obras sencillas de figuración identificable con efectos de dinamismo con planos de masas enfrentados, relacionándose tanto con  Gino Severini como con Diego Rivera, aunque la síntesis de Blanchard es distinta, más conceptual y sobria. Posteriormente reduce elementos y contrasta perspectivas con una técnica colorista personal con la que llega a ser reconocida dentro del desarrollo de un segundo movimiento cubista.  
 
En 1916 Léonce Rosenberg, representante de Rivera y Juan Gris, empieza a adquirir sus cuadros cubistas, en 1918 le proporciona un contrato con su galería y en 1919 su primera exposición cubista. Se produce un reconocimiento pleno de la plasticidad de su obra, extrema sensibilidad y fuerte carácter, heredera en sus tonos negros y marrones de aquellos de Sánchez Cotán o Zurbarán. Situándose al mismo nivel que sus compañeros Braque, Gris, Laurens, Lhote, Metzinger o Picasso y compartiendo, aun con el ánimo siempre a punto de quebrar, la intensa vida artística parisina, la efervescencia de Montparnasse junto a Rivera o Lipchtitz.  
 
El cubismo de Blanchard antes de la Primera Guerra Mundial se suele descomponer en fragmentos geométricos dispuestos en planos superpuestos de intenso cromatismo, coincidentes con el estilo de Rivera, así Mujer con abanico (1913-15) y La dama del abanico (ca. 1913-16). Con las tensiones de la IGM Blanchard se alejará del círculo de Rivera y Lhote, acercándose al de Gris; lo vemos en Mujer a la mandolina de 1916-17 y otro de igual título de Gris de igual periodo, inspirados en el de Corot de 1860-65, que además les sirve de vínculo con la cultura francesa en unos momentos cruciales de presión ideológica. Además, la rareza en Blanchard de colocar la figura tocando la guitarra con la izquierda, le hace así un guiño a Manet y su Guitarrista español de 1860. O por seguir con ese acercamiento a la tradición francesa: Maternidad oval (1921-22) deudora de la tabla derecha del Díptico de Melun de Jean Fouquet (h. 1450), donde la Virgen exhibe de forma vistosa un pecho desnudo.  
 
En 1920 André Lhote distingue un cubismo a priori o puro de un cubismo a posteriori. Blanchard estaría en el primer grupo junto a Gris (arquitectura plana y coloreada, en su propia conceptualización), Braque, Liptchitz, Metzinger, Severini y Laurens. En la relación con Juan Gris, los especialistas en la obra de Blanchard (como la excelente profesora Bernández Sanchís) no realzan tanto una influencia preponderante de Gris sobre Blanchard, sino una red de referencias formales mutuas entre ambos. Encontramos en Blanchard un naturalismo emotivo latente en ella, con  dinamismo; Gris más estático y con una composición más ordenada y ortogonal que la más aparente aleatoriedad de Blanchard.  
 
Al acabar la IGM el arte se aproxima más al arte clásico, una vuelta a la figuración, a lo duradero: retour à l’ordre, que se inició en Italia a través del grupo Valori Plastici, en Alemania a través de la Nueva Objetividad y en el resto de Europa a modo individual. El cubismo torna melancólico después de la IGM, donde la fragmentación había sido más cruel. Blanchard vuelve a la figuración con un cubismo menos acentuado, difuminado podríamos decir, así sus maternidades, sus espacios de intimidad: La toilette (1924), cuerpo irisado y formas como las de Tamara de Lempicka, discípula de Lohte. Las dos hermanas (1921), quizá su obra más valorada, incluso por ella, que la recompró para tenerla cerca (según la comisaria de la muestra Mª José Salazar, María Blanchard. Catálogo razonado. Pintura 1889-1912. Madrid, MNCARS-Telefónica, 2004). Aún así vemos en esta obra una geometrización de carácter cubista si lo comparamos con Las dos huérfanas (1923) con formas más redondeadas. 
 
Determinadas características formales del cubismo quedaron posteriormente en su obra. Espacialidad comprimida, recreación del objeto en el espacio y un realismo moderno no verista que crea sus imágenes desde formas simples. Sus espacios de representación son un tanto anacrónicos, difíciles de situar en el contexto moderno donde se desarrollaba su vida social, con hermosas mujeres de generosas curvas y niños sanos: La golosa (1924); o  El cestero (1924) una ciudad genérica indeterminada en el tiempo, en composición cercana a lo que podría ser una Sagrada Familia con San Juanito.  
 
A la muerte de su amigo Juan Gris en 1927 se incrementa en ella la práctica católica en consonancia también con Max Jacob, Gino Serverini o Paul Claudel. Desarrolla un lenguaje propio, donde cabe destacar una expresividad congelada en los rostros femeninos (casi todos) más cercanos a un prototipo que al retrato. Su luz distribuida en brillos por toda la composición, tonos oscuros de pardos y tierras como base pictórica y sobre éstos pinceladas de toques breves recorren una amplia gama cromática, con fuerte contraste creando una especie de irisación al mirar: La echadora de cartas (1924-25), o la vibración colorista en el inacabado  Niña peinándose (1926-27).  
 
En Blanchard subyace la geometría cubista con presencia de la figura humana que se vuelve melancólica hacia 1927. Un sentimiento dramático de su existencia que se plasmaría en La convaleciente (1925-26), estado febril reflejado en los brillos del rostro vidrioso que parece mostrar su propio decaimiento. Asimismo podemos comparar Bretona de 1910 y la inacabada de igual título de 1930-32. Fuerza y brío en la primera, en la segunda último desconsuelo, dolorosa sutileza de la que hablaba Maurice Raynal.  
 
Su aspecto condicionó su constancia logrando una fuerte personalidad y el respeto de sus compañeros y aunque la desgracia se cebara en ella su corazón no se llenaría de odio como diría André Lhote con quien tuvo afinidades plásticas. A su muerte en 1932 su familia retiró su obra lo que condicionó sus ventas y desconocimiento. Realizándose desde entonces unas pocas exposiciones, no es hasta la gran retrospectiva de 1982 en el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid cuando se empieza a dar a conocer mayormente su obra.  
 
Según nos cuenta la profesora Xon de Ros en “Tácticas de la mujer en la vanguardia”, en el catálogo de la exposición, André Lothe gran valedor de Blanchard a partir de 1920 hasta su muerte y después, escribe en su obituario para La Nouvelle Revue Française: “No me sorprendería que en un futuro más o menos lejano, los historiadores del cubismo consideren a María Blanchard como uno de sus héroes de este movimiento.” Si como recoge el documental de 1996, de Grete Schiller y Andrea Weiss, Paris was a woman, con tesón y riesgo María consiguió ser “una mujer de París”.
 



lunes, 5 de noviembre de 2012

GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO

Los viajes de Bougainville en 1771 describiendo Tahití como jardín del Edén, los del Capitán Cook por los Mares del Sur, disparan el imaginario occidental por lo exótico, contrarrestando la domesticación ciudadana en la que se halla el sentimiento de pérdida de una naturaleza salvaje. En este entorno, las pinturas de Gauguin contribuyen a completar esa descripción, cuya fama alcanza a la literatura de Melville, Stevenson o Jack London. No hacen sino emular a aquellos quienes fijaron esos nombres: Vasco Núñez de Balboa aventurando el mar del Sur, el Pacífico de Magallanes o las Islas Marquesas (de Mendoza) por Álvaro de Mendaña en 1595. Posteriormente llegarán los holandeses con la Compañía de Indias Orientales en el XVII, en XVIII ingleses y franceses con empresas semejantes y en 1756 Charles de Brosses publica Histoire des navigations aux Terres australes, un modelo para intereses científicos que dio nombre de Polinesia a ese conjunto de archipiélagos. 
 
La exposición de la que nos ocupamos continúa en cierta medida la que se realizó en este mismo museo a finales de 2004 comisariada por Guillermo Solana: Gaugin y los orígenes del simbolismo donde entre, otras cuestiones, se relacionaba el arte popular de Bretaña con la transformación artística que se produce a finales del XIX. Se pudo ver cómo entre 1884 y 1890 Gauguin forja su propio estilo que culmina en Visión del sermón (1888) donde se aleja de la mimesis optando por una composición plana basada en una fuerte delineación del contorno figurativo y unos colores puros: un cloisonnisme inspirado en los esmaltes tabicados o las estampas japonesas (aplastamiento escenográfico, colores saturados) que aísla las figuras, alejándose del impresionismo y de la tradición pictórica naturalista. Trascenderá la pintura de los Nabis, a la denominada École de Pont-Aven y al salvajismo de los fauves.
 
Si los impresionistas tratan con los colores ópticos del arco iris, Gauguín busca la pureza cromática aplicando el pigmento industrial tal como sale del tubo. Ahí es donde a nuestro juicio radica su renombrado salvajismo, según manifiesta él que ansiaba crear como el Divino Maestro (Lettres de Gauguin à sa femme et á se samis, annotées et préfacées par Maurice Malingue, Nouvelles édition, Paris, Bernard Grasset, 1946). Su primera intención fue estudiar los trópicos en Madagascar (véase www.vangoghletters.org) donde esperaba forjar, a semejanza de San Juan Bautista, la pintura del futuro. Lo salvaje no vendría tanto por su manera de vivir sino por el uso del color, la forma de pintar su propia creación de una naturaleza pura e inventada.
 
Lo salvaje es un aliento que alimenta el exotismo una vez que el viaje a Italia parece ya no ser suficiente. Amplía el viaje de lo diferente y aunque sus pinturas no evocan el romanticismo de un Delacroix, en Gauguin existe un cierto idealismo en sus composiciones. Reelabora una mitología transmitida oralmente y la refleja en sus dioses, en sus formas, en un sincretismo idealista donde se pueden rastrear huellas de pintores que si bien compartieron un cierto inicio, también se quejaron. Así Cézanne con sus troncos de árboles estructurando la composición, se sentía airado porque Gauguin le robaba sus ideas. Pissarro le inició en las pinturas rurales y aunque no repudia en sí mismo el estilo sintetista, que le parece natural en el arte de Extremo Oriente, sí rechaza su adopción deliberada por un artista moderno como un préstamo rebuscado y con un contenido místico afectado más propio de otra época. Pissarro no ve a Gauguin como el salvaje que decía ser, sino civilizado, con un carácter proclive a maquinaciones comerciales, oportunismo y candidez no exenta de talento, que debería aprovechar para una mayor armonización y no tanto para saquear a bretones, a polinesios o a Cézanne.
 
La exposición se centra en ese periodo polinesio de Gauguin y comienza con Delacroix (Mujeres en Argel, 1849. Visto también en estas páginas) de quien Julius Meier-Graefe le hace “continuador” en su relevante Historia del desarrollo del arte moderno. (Stutgart, Jul. Hoffnann, 1904) y que sirvió para consolidar los presupuestos de Die Brücke que también hemos tratado recientemente en estas páginas en la exposición de Kirchner (con varias obras en esta muestra), donde se produce una vuelta a la naturaleza o Lebensreform (nudismo, liberación sexual y su impacto en las artes visuales. Véase a este respecto la tesis doctoral de Renate Foitzik Dirchgraber, Universidad de Basel, 2003).
 
Gauguin había vivido en Perú de niño donde aprendió español y ya en su juventud viajó enrolado en la marina mercante. Luego Panamá y Martinica, donde consolida su estilo de madurez. A finales de la década de 1880, frecuenta a Van Gogh y Emile Bernard con quien llega a concretar el Sintetismo un estilo con grandes superficies de color con un aplanamiento de su pintura, como simplicidad buscada. El 9 de junio 1891, gracias al billete subvencionado por el Ministerio de las Colonias (según Paloma Alarcó, en el catálogo de la muestra), desembarca en Papeete, una ciudad cosmopolita y más grotesca de lo que él deseaba, con los productos que necesitaba más caros que en París. Llegó vestido como un aventurero romántico con perilla a lo Búfalo Bill, que le hacía parecer a ojos nativos una especie de transexual o mahu. Alquiló una vivienda en los aledaños de la catedral y llevó una vida disoluta en esos primeros meses en los que intentó pintar retratos a los colonos, pero no cuaja su estilo entre ellos. Deteriorado en su salud, se va hacia el sur de Tahití, Mataiea, una playa con pocas casas y paisaje fabuloso de playas negras, realizando al tiempo excursiones, poco habituales, hacia el interior de la jungla. Resultado de esos viajes a valles perdidos escribe Noa Noa en el que plasma el esfuerzo por encontrar un paraíso existente solo en su imaginación, con una amalgama mitológica de diversa procedencia, que cuaja en el perfil montañoso de sus paisajes o en los títulos en canaco que estimulan la imaginación y seducen a los coleccionistas europeos.
 
De este periodo quizá el cuadro más representativo de la exposición sea Mata Mua (1892), una obra que simboliza esa vida idílica en esos valles perdidos, como si describiera alguna de las tradiciones que le contaba su novia (vahine) Tehamana del pueblo de los Areoi, casta elevada maorí. En él vemos una serie de mujeres, una toca la flauta (vivo, que se tocaba con la nariz, según Guillermo Solana) y otra escucha, otras danzan ante la Diosa de la Luna (Hina) entre palmeras y mangos. Detrás la montaña sagrada que sirve en su falda de enterramiento. Trata de transmitir música y olor a través de las líneas sinuosas y los colores (sinestesia). La pose de las mujeres remite a un relieve del templo de Borobudur en Java, del que Gauguin tenía fotografías, y también a la tradición budista e hindú, presente en numerosos cuadros. Sincretismo junto a una metamorfosis de los ídolos, puesto que las estatuas tahitianas (tiki) no eran tan altas como se da a entender en sus cuadros, medían a lo sumo metro y medio y no quedaban monumentos del culto antiguo. Se inventa esa escala inspirándose en las pequeñas estatuas que él mismo esculpía en madera y que no nos han llegado por la pobreza del material.
 
Gauguin no solía trabajar al natural, sintetizaba y luego pintaba en su estudio. En sus mujeres tendidas de espaldas se rastrean las de Ingres o Cézanne; en las poses de las mujeres retratadas (son escasísimos los retratos masculinos, al final, en las Marquesas hará alguno más) remite a las pastorales de Tiziano actualizadas por Pissarro con campesinas recostadas en el campo, de donde proceden las pastoras bretonas de Gauguin (1886-89) luego en Martinica y Tahití. Gran sensualidad en sus obras, en sus mujeres desnudas tendidas, rindiendo homenaje a Olympia de Manet (1863), serán fórmula para el magnífico Desnudo azul de Lariónov (1908) o El desnudo azul (Recuerdo de Biskra) de Matisse (1907). Matisse coincide en Tahití con el rodaje de Tabú de Murnau un director al que le une una cierto ímpetu artístico: “Murnau dispone sus elementos en cuadro como un pintor, logrando una imagen de gran belleza plástica y de gran fuerza expresiva que condensa una idea y comunica emociones al espectador.” (Luciano Berriatúa, Los proverbios chinos de F.W. Murnau. Madrid, Filmoteca Española, 1991). Gauguin como inicio del primitivismo que continuaría con fauves y expresionistas, donde la carga emocional es determinante en la carga plástica condicionante en el trazo, en el color, en la simplificación formal. Forjar el ideal natural, armonía a la que tender, conexión directa con la vida: Emil Nolde en los retratos expuestos denota un gran verismo documental. El viaje a Túnez de Klee y Macke les descubre su luz deslumbrante, exotismo que también vieron los Delaunay descubriendo en España o en Portugal la intensa luz donde las formas abandonan su consistencia.
 
Gustave Arosa fue tutor de Gauguin al fallecer su madre, era experto en la reproducción fotográfica de obras de arte y coleccionista de pintura moderna que además le consiguió el trabajo de comisionista para el agente de bolsa Paul Bertin. Quizá de esta relación o del uso de la fotografía por su admirado Delacroix hará que Gauguin reinterprete, de manera simbolista, las fotografías. A partir de 1860 se difunden las primeras fotografías tomadas bien por marineros o por los estudios fotográficos que se establecieron en Papeete. Gauguin las coleccionaba, de aquí Muchacha con abanico (1902), reinterpreta la fotografía de Louis Grelet, Tohotaua en el estudio de Gauguin, realizada poco antes de morir Gauguin se puede adivinar al fondo L’Espérance de Puvis Chavannes (1871-72), y más claramente Retrato de la mujer del artista con sus hijos (1528) de Hans Holbein.
 
Aparte de las reseñas de los libros mencionados en esta recensión (el catálogo de la exposición o de Guillermo Solana, Gauguin. Madrid, Arlanza Ed., 2004; además su conferencia dada sobre Mata Mua en la web del museo), merece verse la amplia reseña de Fietta Jarque en Babelia, suplemento de El País de 20.10.2012, donde alude a otra parte, menos tratada, de lo salvaje en Gauguín. Oviri (Salvaje) es una escultura sobre su tumba en las Marquesas que representa a Oviri-moe-aihere (El salvaje que duerme en la selva) un dios de la muerte y el duelo, que Guillermo Solana ha relacionado con esculturas del arte neoasirio que Gauguin habría visto en sus visitas al Louvre. Éste escribe (Antes y después. Barcelona, Nortesur, 2012): “Soñar despierto es más o menos lo mismo que soñar dormido. El sueño dormido es a menudo más audaz, a veces un poco más lógico” culminando un vasto sincretismo cultural, un sueño que nos transmite el intenso contenido espiritual en un entorno oriental, donde más que lo salvaje, encontrar “belleza, calma y voluptuosidad”.