lunes, 11 de noviembre de 2013

HOMENAJE A CERNUDA


El 5 de noviembre se celebró en el Ateneo de Madrid un homenaje a Luis Cernuda por el cincuentenario de su fallecimiento, presentándose el libro editado por La Revista Áurea y coordinado por Miguel Losada, Leve es la parte de la vida que como dioses rescatan los poetas. Ochenta con inéditos dedicados a Cernuda se recogen aquí (para más detalle del acto de Madrid ver el blog de Paco Caro:  http://mientraslaluz.blogspot.com.es/2013/11/leve-es-la-parte.html ). 

El día 8 volvía la carga de la memoria poética en el Ateneo de Sevilla, con nuevas lecturas por parte de poetas expresamente desplazados allí.

 

 
 
Recogemos algunas intervenciones dentro del Ateneo:

Pepa Nieto:


Francisco Caro:


Gracia Iglesias:


Sandy García:

 
 

Al día siguiente ese mismo grupo se desplazaba por Sevilla a lugares donde la añoranza por el poeta era mayor si cabe, así callejón del Agua, calle del Aire y calle Acetres donde el poeta nació y que, lamentablemente, se conserva en un estado ruinoso. En estos lugares solo se leyeron poemas de Luis Cernuda.
Antonio Rivero Taravillo, estudioso de Cernuda con su fundamental biografía, detalla más lugares que resultaron cercanos al poeta:

El grupo de poetas en el callejón del Agua:
 

Gracia Iglesias:


Miguel Losada:


María Jesús Fuentes:


Fermín Higuera aprovechó esta pequeña cúpula, lindando con la calle anterior, con gran sonoridad, para recitar un poema de Cernuda.  



Beatriz Russo en la calle del Aire:


José Cereijo en Acetres, frente a la casa natal tan deteriorada:


Pepa Nieto:


Juana Vázquez:



HASTA LA PRÓXIMA






 


¿Qué me traes, de nuevo, locura, esta mañana?
Me robas el delirio de los sueños, deslumbra
tu escasez los minutos que acantonas.
Más allá de los sueños perviven los deseos
que ávida realidad mides y recortas.
Déjame el tiempo perdido en la distancia
donde las palabras se moldean con el aura del olvido
y se deslizan recuerdos en pulpa de piel y labios.

Pensando en Cernuda


Ajeno el sol, se abisma al universo
por el precipicio que persigue al horizonte,
nos deja una tierra plana a la vista.
Tras el vuelo de colores, queda luz de mármol,
paz de cenizas con brillo en fuga y desaliento.
Otra vez mañana tendremos que reinventar
la esfera de los planetas, el mar sin las fieras,
restañar las médulas de la Historia.

Todo peleando con mi vivir,
inquieta brújula de azar,
nortea siempre soledad,
certeros cimientos en casas de aire
en tu alma desdoblada:
un esperándome ya muerto.

Pero esta noche
permitidme ser viento y no ala,
ser poesía,
sin versos prisioneros
en esperanzados amores.
Dejadme contemplar la luz sin nombre
en la campa de estrellas
su libertad nos alumbra deseos,
lejos de este país,
de tan extensa patria en los destierros.

domingo, 3 de noviembre de 2013

VELÁZQUEZ y la familia de Felipe IV


En estas mismas páginas, en octubre del pasado año, ya hicimos una breve introducción al origen del retrato que nos evita la reincidencia y el hartazgo del lector, advirtiendo que en este tipo de exposiciones la densidad histórica puede llegar a enmascarar la estética o la teoría del arte. Si obviamos el gótico final donde encontramos retratos admirables, con El Greco se forja la identidad del retrato español captando la peculiaridad de los rostros españoles, si bien Tiziano establece la tipología del retrato de corte en el siglo XVI (fijándose en Jacob Seisennegger) que llegará a Antonio Moro (Anthonis van Dashorst Mor), Sánchez Coello, Pantoja de la Cruz, Velázquez, Carreño y Mazo. Caracterizándose la escuela española por su orientación naturalista, con Italia y Países Bajos como referencia del arte moderno en general, lo que afectó de lleno al retrato al menos hasta Goya.
 

El contraste en esta época, de la cultura y sociedad españolas es notorio: a la batalla de Rocroi (1643), le sucederá la bancarrota de 1647 y entre tanto la crisis catalano-portuguesa. Las paces de Westfalia en 1648 ponen fin a la hegemonía española, produciéndose la decadencia (la declinación, como se decía entonces) de España, que ensimismada en su grandeza, fija más la atención en el bufón Nicolaso Pertusato que en las nuevas formas de pensamiento que están modelando el espíritu de la modernidad como Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz, Locke y Newton. Vivir desviviéndose de España que escribió Saavedra Fajardo, refleja la paradoja permanente en la historia de este país. Se produce una endogamia en el afán de enlaces matrimoniales como estrategia política y también una gran preocupación por la primogenitura masculina (los hijos fuera del matrimonio de Felipe IV tuvieron una suerte más numerosa): Mariana de quince años casa con Felipe IV de cuarenta y cinco. Debía haberlo hecho con Baltasar Carlos pero muere. Mariana se encuentra que la infanta María Teresa era así su hijastra y su prima. Todo esto produce unos rasgos fisonómicos comunes tan cercanos y uniformes que se prestan a confusión en los retratos sin cartela.
 
La década 1650-60 son años de esplendor de la cultura cortesana, donde podemos destacar las obras de Calderón con destino el rey (por no hablar de Antonio Solís o Gabriel Bocángel). Un teatro cercano a la ópera, espectáculo integral de texto, música y escenografía, con abundancia de temas mitológicos o antiguos, que se podían realizar en el Alcázar (Salón Dorado, Salón de los Espejos), Retiro o Aranjuez y donde el lenguaje mitológico era habitual para desarrollar tramas novelescas y dramáticas. En este sentido, Darlo todo y no dar nada (h. 1651), representa la relación entre Alejandro Magno y Apeles, como Felipe IV y Velázquez, una dignificación de la pintura. Cabe reseñar su égloga piscatoria, El golfo de las sirenas (h. 1657), que recuerda a una anterior de Lope, La selva sin amor (1627), ambas con ambientación marítima (la de Lope cantada enteramente). En estos divertimentos con los que el público se entretenía, tenían un fondo filosófico que alentaba también a la reflexión. En este caso, Calderón buscaba correspondencias con la realidad histórica del momento, con las circunstancias políticas de la monarquía y también con las personales del monarca, astuto Ulises aficionado a  muchas Circes, para que se dejase ayudar por sus consejeros.
 
La exposición se centra en los retratos de los últimos once años de la carrera de Velázquez, que hereda de Antonio Moro el modelo canónico para representar al rey de España. El éxito de Velázquez en la corte se debió fundamentalmente a la admiración de sus retratos sea cual fuera su jerarquía social. A través de la pintura llega a la experiencia del objeto, del carácter. Velázquez y luego Mazo y Carreño sostienen un tipo de retrato de intensa objetividad en el rostro y severa apostura corporal, que se prolonga hasta el XVIII, dominando ese tono de grave sosiego y altivez un tanto rígida, que constituía a los ojos europeos el talante español. El retrato venía marcado por algún hecho relevante de algún miembro de la casa real o bien un uso político y diplomático que diera a entender la monarquía española al mundo. Con una gran demanda de retratos, ya que en el ámbito cortesano cumplía la función de transmisor de la majestad: presidían lugares oficiales o bien eran regalados a otros soberanos o enviados a familiares (Viena o París), de ahí las repeticiones que podemos ver en la exposición de Mariana de Austria, Maria Teresa y Margarita. En estos retratos oficiales podemos distinguir el bufete o mesa en que se apoya el personaje, el reloj o el cortinaje que sugieren espacios cerrados y lujosos con la presencia de perros que representa fidelidad, por no referirnos a los amuletos que se pueden distinguir en el caso de Felipe Próspero (1659). Asimismo retratos para futuras bodas como La infanta Margarita (1654-1656), con demanda por posibles alianzas o resoluciones de conflictos por vía matrimonial. La versión del Louvre contribuirá a la fama internacional de Velázquez en el XIX, con su factura libre y suelta será del agrado de Renoir. Este tipo de retratos (había otros retratos de naipe o de faltriquera, que serían hoy como fotografías), constituían una obligación del pintor de cámara y sus ayudantes, dando lugar al taller, donde Mazo realizaría funciones relevantes y también copiaría obras Carreño. 
 

Entre 1648 y 1651 Velázquez realiza su segundo viaje a Italia y es suficientemente conocida su labor pictórica, sus adquisiciones y su vida sentimental. En este periodo se centra en los retratos como forma de acercarse a la corte pontifica, destacan los retratos de Inocencio X, uno, troppo vero, en la Galleria Doria Pamphilj de Roma, y el otro, expuesto aquí, de Apsley House en Londres, que sería una copia o ricordo para demostrar sus relaciones y asentar su fama. Buscaba franquear los obstáculos para su ingreso en la Orden de Santiago. Adopta la expresividad de la retratística romana de Bernini o Algardi, logrando reflejar la personalidad y las inquietudes de sus modelos, lejos de los códigos de majestad que presentan algunos retratos de aparato de Felipe IV (como el llamado “de Fraga”, en Nueva York, Frick Collection, 1644). Así cabe reseñar la inmediatez del rostro en Camillo Massimo, (1650, en Kingston Lacy, The Bankes Collection, la misma colección que la copia/boceto de Las Meninas de Dorset), gran aficionado al arte, protector de Poussin y Claude Lorrain, retratado con el traje azul lapislázuli que solo llevaban los miembros de la cámara secreta papal. De igual manera, Camillo Astalli (1650-1651) refleja cierta empatía con el espectador, habitual por entonces en el retrato romano pero no en Madrid.


A su regreso la reina Mariana esperaba un hijo, fue Margarita. Desde entonces hasta su muerte en 1660 hay un frenesí pictórico y culminación de sus etapas anteriores, donde a golpe de pincel construye los detalles: ramos de flores, relojes de fondo, el perrito de Felipe Próspero… Es la solvencia de la sprezzatura, que podemos apreciar en la metamorfosis de mariposas del peinado de La infanta María Teresa (1653; compárese este peinado con el de María de Austria, reina de Hungría de 1630, del Prado, para ver las diferentes pinceladas). Muy característica de esta etapa final es este abocetamiento de la pincelada, como de acuarela, que diría Aureliano de Beruete, se puede ver en Felipe IV (h. 1654 y h. 1656), con una gama cromática corta que recupera la tradición del retrato de 1623. Abundan negros y grises que dirigen la atención al rostro que muestra al rey en edad madura y que muy a su pesar, fue la imagen que más se difundió (unas veinte versiones, en Londres y en Viena, así como en estampas). En la versión del Prado, sugerencia de espacio con las franjas verticales de detrás y está despojado de toda referencia a su rango, solo su rostro nos lo comunica.
 

Desde nuestro punto de vista uno de los atractivos de esta exposición es poder ver y comparar a escasos metros el llamado tradicionalmente “Boceto de Las Meninas” (o Las Meninas de Dorset), con Las Meninas, propiamente, del Prado. No lo es para Jovellanos que tiene el boceto por original y el cuadro por copia (“Reflexiones y conjeturas sobre el boceto original del cuadro llamado ‘La familia’”, en Varia Velazqueña, Madrid, Ministerio de Educación Nacional, Publicaciones de la Dirección Gral. de Bellas Artes, 1960, pgs. 156-164.). También lo consideraría original Ceán Bermúdez que a su vez nos dice que tiene un “dibuxo de lápiz roxo que sacó D. Francisco de Goya para grabarle al aguafuerte…”(Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid, Vda. Ibarra, 1800, pg. 172). Stirling-Maxwell, se hace eco también del boceto y lo consideraría original en base a lo que dice Curtis. Cruzada Villaamil lo tiene por apócrifo, Bardi lo considera copia aboceta de Las Meninas y Carl Justi nos dice: “Naturalmente, aquel momento se fijó primero en un boceto, que aún existe; es prácticamente la única pintura que conocemos, que se realizó sin duda para una de mayor tamaño. Y quizás deba su existencia al hecho de que, en un primer momento, se pensó hacerla en este modesto formato.” (Velázquez y su siglo. pg. 646. Madrid, Istmo, 1999. Bonn, 1888/1903). Hoy en día seguimos igual, preguntándonos por la autoría. En la exposición se da a Mazo, por la factura, la facilidad de acceso al cuadro en el despacho de verano del antiguo Alcázar, y, además, Mazo estuvo al servicio del marqués del Carpio, donde figura el cuadro en el inventario a su muerte. No lo considera así, actualmente, Matías Díaz Padrón (hasta hace poco conservador del Prado) que en breve, según ha manifestado, se explicará con más detalle.


Sobre Las Meninas que conserva el Museo del Prado no caben aquí las referencias e interpretaciones que el cuadro regenera y agota; se perfecciona con la experiencia: colma la mirada al verlo. Requiere del espectador un esfuerzo por participar en el sofisticado rompecabezas visual (verse a sí mismo viendo) y asistir, por ese espejo del tiempo, al ámbito de intimidad entre los reyes y su hija, donde el pintor se integra trabajando, como hacen también los servidores de la infanta. Combina perspectiva lineal y aérea, tiene carácter autorreferencial como el Quijote y naturaleza escenográfica, que enlaza con la costumbre de ver retratos sobre el escenario, un hábito teatral al que Felipe IV y su corte estaban acostumbrados.


Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), resulta un pintor magnífico cuya fortuna crítica, siempre en comparación con Velázquez, oculta su fama por la de otro genial. Alumno y yerno de Velázquez, raramente firmó sus obras, con lo que a veces han sido confundidos. Realizó copias de Velázquez como los de la infanta Margarita que podemos ver en la exposición. También la retrata con quince años, de negro por la muerte de su padre Felipe IV. Destaca aquí la sobriedad del retrato oficial, donde la tradición de la escuela española se conjuga con la densidad de color del Barroco. El rostro serio de la adolescente se enmarca en una suave aureola dorada que forman sus trenzas. La cabeza a su vez, queda envuelta en el negro de la estancia y el vestido, que resalta fuertemente una de sus manos, blancas y lánguidas. La otra se apoya en un sillón de terciopelo rojo, que es respondido en un eco amplificado de color con el cortinaje de fondo, herencia de la escuela veneciana, de la cual existían numerosos ejemplos en las colecciones reales. La alfombra está también llena de puntos de color rojo y dorado, lo cual reduce extraordinariamente la gama de colores utilizados, que ofrecen un increíble juego de efectos de contraste entre sí.
 

Juan Carreño de Miranda (1614-1685) fue uno de los mayores retratistas de la corte española, amigo de Velázquez y nacido en el seno de una familia noble, aplicó a sus lienzos el estilo aristocrático de su forma de vida, captando con elegancia y psicología a los personajes de la familia real y de la corte madrileña. Realiza, en general, un retrato solemne, austero y en tonos pardos con fondo neutro, aunque en Carlos II (1671), utiliza modelos venecianos que infunden a la pintura un hondo sentido del color y el movimiento, especialmente a través del grueso cortinaje rojo que envuelve a medias la figura, que aparece un tanto solitaria y frágil en mitad del lujo agobiante de la sala, en comparación con la mesa gigantesca y el león. Todo ello debido quizá al juego de ilusionismo óptico donde los espejos vulneran las leyes de la refracción.
 
Sabemos por Antonio Palomino que Velázquez tenía trato con poetas y escritores, Góngora, Quevedo o Francisco de Rioja. Y por su biblioteca un amplio horizonte cultural, donde no abundan obras de ficción o imaginación (no está Platón), sí tratados de Alberti, Durero, Leonardo, matemáticas, perspectiva, mecánica, anatomía y medicina. Desde Quevedo, con mayor o menor suerte se ha ido repitiendo lo de la verdad en su pintura y lo de pintar el ambiente entre figuras, que diría Palomino. Como hemos dicho anteriormente es un cuadro que agotaría cualquier hipótesis, pues “Velázquez desaloja las sustancias del mundo de los cuadros y se reduce a pintar una realidad funcional de fenómenos, aunque no en tanto que mensurable” (José Antonio Maravall, Velázquez y el espíritu de la modernidad. Madrid, Alianza, 1987, pg. 68). Velázquez escruta los rostros y los plasma con respeto pero sin adulación, reflejando la tristeza o melancolía, la salud o sus estragos. La preocupación por la verdad del retrato es un viaje por un territorio donde reconocer, reconocerse (autorretratos) o reconocernos en el mapa de un cartógrafo de rostros.