martes, 24 de febrero de 2015

JOSÉ GUERRERO – THE PRESENCE OF BLACK (1950 – 1966)

Para conmemorar el centenario de su nacimiento, se elige para esta exposición el mismo título que la que hizo en Nueva York en 1958 en Betty Parsons Gallery, ahora en la Casa de las Alhajas, llamado Caserón cuando realizó su retrospectiva en 1981. La constancia de este color señalada por el pintor en diversas ocasiones, no sería debida a meros factores ornamentales, sino a un reflejo emocional que alcanza al pintor como sujeto de un país que venía siendo caracterizado con esa negrura, al menos, desde los románticos. Ya nos referimos en estas páginas a la “leyenda negra” de la cultura española, así como la admiración que provocaba la Escuela Española (de tradición pictoricista, donde predominan los tonos sombríos, matérica, expresionista y austera), al hablar de Darío de Regoyos y de Sorolla, con lo que el negro como piedra de toque cromática y una visión telúrica de la existencia humana, sin llegar a lo “solanesco”, era hasta cierto punto connatural en José Guerrero.

Esta consideración hacia el color negro no era ajena en Nueva York a la llegada de Guerrero en 1950. En 1908, con la primera exposición del Grupo de los Ocho en Nueva York, en la que tratan de buscar un arte genuino americano y moderno al tiempo, escandalizaron con su paleta oscura y colores inusuales (fuera del brillo impresionista), apropiada para la sobriedad de sus temas. La importancia del negro ya se iniciaba aquí y jugaría un papel mayor en Arthur Dove, Georgia O’Keefe, Jackson Pollock, Willem de Kooning, Ad Reinhart y Frank Stella. La visión grave de la tradición artística española no desentona con el entendimiento de la pintura como una confesión personal del expresionismo abstracto, en una lucha manifiesta frente al lienzo. Lo hemos podido observar recientemente en el Museo del Prado en algunos dibujos de Pollock inspirados en la obra del Greco, que su maestro Thomas Hart Benton conocía de primera mano, así como la de Zuloaga.

Antes de instalarse en Nueva York en 1950, Guerrero pasó por Berna, Roma y París tratando de descubrir las más avanzadas tendencias artísticas. En París logró exposiciones con cierto éxito que le asocian a la agonizante Escuela de París en 1947. En Nueva York entra en contacto con Rothko, Lindner, Stamos, Newman, Steinberg y Motherwell. De esta época es Lavanderas [de Salamanca, en alguna reseña] (1950) que presenta una cierta influencia de Picasso y la Escuela de París, con un fuerte sentido del ritmo tanto en la decisión del dibujo como en la disposición de las masas de color sobre la superficie, que desarrollará posteriormente.

En Nueva York depura su figuración tras su paso por el Atelier 17 (por este taller de grabado pasaron, tanto en París, como después en Nueva York, prácticamente todos los artistas que estamos citando), que le hizo centrarse en una abstracción biomórfica para llegar desde el grabado y la pintura mural a una pintura más gestual al modo de los action painters. Una fuente para Guerrero, del biomorfismo en boga, era el movimiento CoBrA (Alechinsky en particular), con superficies flotantes de colores, como amebas de amplia pincelada, que originan inestabilidad, un choque en la mirada que se entrecorta también por la estridencia cromática; producían una agresividad airada poco vista en Nueva York.

Entre 1950-58 podemos distinguir una obras abstractas impregnadas de estilo matérico, caracterizadas por la crítica estadounidense con el marbete de vigor español, se produce un juego de oposición entre el soporte (material de derribo) y figuras biomórficas y orgánicas flotantes en rojos y azules, que podrían servir como decoración arquitectónica. Sus formas abstractas derivan de Miró, hacia el que manifestó una afinidad constante, y conseguían una yuxtaposición de materiales y texturas con una atrayente sensación táctil. Miró también había utilizado el negro, que antecedía a los cuadros negros de De Kooning, y era precursor de los campos cromáticos de Rothko o Newman.
Guerrero manifestaba gran interés por las hibridaciones pintura-arquitectura, los murales portátiles (1953-58) basculan entre la intervención artística sobre los espacios públicos, en el contexto del interés general por definirlos y el gesto individual, autógrafo. El concepto de murales o frescos portátiles, proviene de Monet con sus “instalaciones” de nenúfares en la Orangerie y de Le Corbusier y sus muralnomad, diseños y cartones para tapices, en un desarrollo del mural en los tiempos modernos. Le Corbusier recuerda con el tapiz el nomadismo primitivo en tiendas, así como la evocación del trabajo textil que remite en última instancia al material moderno de la arquitectura, el hormigón. Guerrero experimentaba en las superficies murales con los silicatos de etilo, una pintura aplicada a las grandes superficies industriales que presentaba ventajas (técnicas y económicas) frente a la técnica tradicional del fresco.

Entre 1950-55 podemos ver una fuerte carga de materiales y colores expresivos que predominan en sus obras de esta época, a partir de aquí nuevas pinturas renovando los motivos de Miró y Calder que consiguen conectar con la escena artística de la vanguardia neoyorkina. Su expresionismo deriva de su admiración por el fauvismo de Matisse, con manejo de formas sugerentes y colores fluidos, creando superficies cromáticas que parecen deslizarse sobre el lienzo.

Guerrero llegó a Nueva York cuando se estaba expandiendo el sistema de galerías y la evolución del mercado necesitaba obras nuevas. En su caso la crítica acentuó su exotismo español, lo que por una parte le distinguía, dentro de la segunda generación de expresionistas abstractos, y por otro le dejaba fuera del epicentro de la genuina ideología americana que él trataba por todos los medios de conciliar con sus raíces granadinas. Entusiasmo y tensión españolas revitalizando el arte americano que hacía unos años había logrado su independencia de Europa y tenía que sustentar una escuela internacionalista como lo había sido París. Se trataba de lograr una imagen moderna e cosmopolita del arte allí producido.

En 1954 alcanza un gran éxito cuando el Solomon Guggenheim Museum adquiere para su colección, a través de JJ Sweeney, uno de sus frescos portátiles, Three Blues. Ese año también participa en la colectiva del museo Younger American Painters (Guerrero había conseguido la nacionalidad estadounidense en 1953) y Betty Parsons se encargará de su obra, como lo hacía con la de Pollock, Rothko, Clifford Still o Barnett Newman.

Black Cries (1953), pintado con motivo del nacimiento de su hija Lisa es considerada como el inicio de su lanzamiento profesional en EE UU. En ella podemos ver un dinamismo de sus formas murales y donde se empieza a definir su paleta próxima al código del expresionismo abstracto, con la presencia constante del negro (asimismo ocres, verdes, azules, rojos y amarillos más definidos), como podemos ver en, Ascendentes, Signo y Black Cross (1954), donde predomina un formato más ambicioso y una suntuosa densidad de las pinceladas. A partir de 1958 grandes masas de color se enfrentan en sus obras y la gestualidad se apodera del lienzo, ésta se irá apaciguando y reorganizando la sintaxis expresionista, hasta 1960 donde su trabajo permanece al lado del gesto mediante la integración de algunos hábitos gestuales de Kline y De Kooning. Después sus obras se relajan a un nuevo nivel de fluidez coloreada, con gestos más amplios, con formas cromáticas invadiendo toda la superficie.

Su amistad con Franz Kline iniciada en 1958 llegó a ser grande, e intercambiaron numerosas ideas sobre pintura. Las piezas de Kline presentaban inmediatez en su asimilación, sin tiempo para la reflexión, realizando una obra intensa y refrescante, con una intuitiva captación de la esencia del movimiento. Guerrero, en su Homenaje a Kline (1962) las masas de pintura adquieren una gran agilidad e interactividad pictórica entre fronteras de color, superando los intuitivos límites iniciales, adquiere una mayor fluidez  y vibración cromática. Guerrero se retiraba poco a poco de esa gestualidad que exige menos evidencia, de ahí una evocación más calmada en la manifestación del color, más optimista, preparándose, en cierta medida, para lo que vendría. Hacia 1964 el mercado del expresionismo abstracto decae y Rauschemberg anuncia la arrolladora sociedad de consumo. El pop art buscaba formas de vida menos dramáticas, con una élite corporativa que ejercía de avant-garde frente a las masas de empleados de un hedonismo conformista, que se correspondía también con una expansión económica y desarrollo del consumismo que se olvidaba de la depresión y giraba hacia un complaciente confort.

En 1962 viaja solo a España para aislarse y llegar a Nueva York con obra ya hecha. Ha terminado el psicoanálisis y encuentra anclajes para una mayor claridad constructiva en su trabajo: José Luis Fernández del Amo, Juana Mordó y Fernando Zóbel. También viajó a Granada y se cargó de materia prima para seguir pintando en Nueva York paisajes de su tierra. Un concepto ampliado de paisaje (en el que se unen la abstracción y un cierto paisaje interior como paisaje del alma) en total libertad y con un nuevo lirismo cromático como denominó José María Moreno Galván en relación con su origen, su luz y el color de las tierras de Granada: La chía (1962), singular personaje de la procesión del Santo Entierro en el Viernes Santo granadino, vestido de negro o morado con adornos amarillos, que transmitía miedo a los niños y sensación de luto y muerte en los adultos (actualmente es más una atracción turística).

En Arco (1964, en la Diputación de Granada), podemos ver un anuncio de las formas ovaladas de los años ochenta (que también logramos apreciar en Rojo y Negro, 1964-1986) y quizá la metáfora de un puente entre su vida americana y su vuelta a Granada. Enlace entre dos ciudades, viajes que se sucedían anualmente en verano y donde también se acercaba a Madrid, que en 1965 presentaba un cierto expansionismo, un ritmo nuevo donde el pop no había llegado aún e imperaba un informalismo y abstracción en auge. Ya en 1964 participó en la colectiva que inauguró la galería de Juana Mordó. Asimismo Guerrero se entendió perfectamente con el grupo que formaría el Museo de Arte Abstracto de Cuenca: Zóbel, Torner, a los que se uniría Millares, Saura, Rueda, Sempere…


La brecha de Víznar (1966) es fundamental en su evolución, por su sentido alegórico y por los rasgos propios que reúne en su proceso de renovación. Suntuosidad cromática, sencillez y eficacia en esta elegía pictórica donde se funden motivos de vida y muerte (“la fiebre de su sangre”, que diría Fernández del Amo). Iniciado desde unos dibujos al natural que, comparados con los realizados quince años atrás sobre actividades en los muelles o para Lavanderas, muestran el desprendimiento figurativo y la carga de abstracción acaecida en su obra. Realizados en 1965 en un viaje con su mujer Roxane W. Pollock y el fotógrafo David Lees, encargados del reportaje para la revista Life, titulado “La España que Nutrió a Federico García Lorca” en el trigésimo aniversario de su asesinato. La brecha (con dos versiones más en 1980 y 1989) es asimismo una honda veta formal en la determinación de otros cuadros, una ventana nueva que inaugura una tensa tersura o “tensión serena”, como él mismo se refiere, a su siguiente periodo una vez ultimado el expresionismo abstracto. Guerrero tuvo tanta amistad con Motherwell como con Kline y aquí recurre a una influencia de Motherwell fascinado por España y Granada en particular, que admiraba a nuestros poetas y con Guerrero tuvo la conexión con esa fuente profunda: “La luz es Dios que desciende, / y el sol / brecha por donde se filtra.”(Del poema “¡Cigarra!” de García Lorca). Mientras en estos días se trata, por todos los medios, de averiguar la identidad de Cervantes entre huesos encontrados, ni sol ni luz ni dios, alcanzan a aquella ignota brecha.