jueves, 10 de diciembre de 2015

INGRES

La Revolución Francesa puede que sea el acontecimiento que ha merecido más libros y tantas plurales maneras de entenderlo, siendo además de un tema, un campo de laboratorio para los cambios que experimenta la propia ciencia de la Historia, cada generación, a medida que se modifica la metodología histórica, plantea nuevas preguntas y enfoques. En este formidable periodo de cambios se desenvuelve la vida y la evolución artística de Ingres, se van forjando unos modelos institucionales y unas actitudes sociopolíticas que, grosso modo, aún perduran. No sabría decir hasta qué punto existía la certeza de sustitución del Antiguo Régimen por otro nuevo, y si en el vértigo revolucionario existía la conciencia de acontecimiento que ahora conocemos; o bien, como ahora, en una cercanía que elimina la forma, los cambios que estamos sufriendo, sabemos que se producen, pero no sabemos dónde llevan, si no hacia donde la Historia afianza la conciencia de la incertidumbre.  

La autonomía artística es creciente a finales del XVIII, se depende menos de los poderes políticos y religiosos, pero los coleccionistas necesitan de una guía en esa corriente artística que se iniciaba. Al tiempo, con la aparición de la crítica, el estatus del artista cambia y se va fijando la idea del artista moderno, por una parte recibe la tradición y por otra se ve una reacción a ésta. Va cambiando la forma de mirar, de sentir, de ver con las manos. La modernidad va entrando mientras la pintura francesa tiene una centralización en la Academia de Bellas Artes de París, que mantiene la tradición del aparato francés.

Su padre, pintor, dibujante y escultor, le inició en el oficio y a los diez años dominaba la técnica gráfica y pictórica. Además le enseñó valores humanos y profesionales, la búsqueda de la originalidad e independencia de espíritu para poder vivir de su arte a través de encargos nacionales públicos y privados. Con once años, tras dejar Montauban, Ingres se incorporó a la Académie des Beux-Arts de Toulouse donde permaneció cinco años, esa Academia tenía una relación muy dinámica con Italia y España, y conservaba la tradición del barroco en 1791 cuando ingresó, pero integró el rococó y pronto se adhirió a las nuevas ideas neoclásicas italianas. Los profesores manifestaban gran independencia respecto a las corrientes artísticas de entonces, el pintor Guillaume-Joseph Roques fue el más importante para Ingres, le ayudó a superar las etapas de la rigurosa enseñanza de la Academia, le inculcó el amor por Rafael y la admiración por Poussin.

Cuando Ingres llega, con diecisiete años, al taller de David ya tiene un bagaje importante en cuanto al oficio, el taller le ofrecía amplitud de miras y relaciones para el fermento del genio. París era la llave para el Gran Premio de Roma y la trascendencia de su arte. Además la gran admiración que provoca David por la concentración formal de la teoría clásica, dando una nueva temporalidad histórica al mundo antiguo. Asimismo le suceden numerosos seguidores, como Gerard, Girodet o los llamados Primitifs (Penseurs o Barbus) que eran la continuación más extraña y exagerada de las inclinaciones de David hacia la abstracción. La producción de este grupo tuvo influencia en la primera etapa de Ingres, pues buscaban una línea puramente abstracta, sin claroscuro perturbador. Una tendencia paneuropea que recuerda a los Nazarenos alemanes o el Gothic revival en Inglaterra. La línea clara durante toda su carrera facilitará la legibilidad de la puesta en escena de los temas que abordaba.

Con los Primitifs, comparte el tema de Homero que parecía un tanto bárbaro frente al refinado Virgilio, al elegirlo Ingres su intención es una declaración primitivista: Aquiles recibe a los embajadores de Agamenón (1801). Flaxman consideró este cuadro como el más bello de París; la repercusión de la pintura de vasos griegos y de Flaxman con su dibujo lineal y sintético provoca en Ingres una voluntad de abstracción y síntesis lineal que había visto en aquél al ilustrar la Ilíada, Odisea y Teogonía de Hesíodo.

Ingres posee gran sensibilidad para reflejar los más finos matices del movimiento, creando, diríamos, una forma viva. La cercanía a Rafael lo calificaría de clasicista, pero el sentimiento romántico que impregna la época hace de su obra una especie de clasicismo romántico, en el que los elementos románticos, irracionales y anticlásicos impregnan y modifican de un modo particular el tono general del clasicismo racional. Como clasicista lineal, Ingres era considerado enemigo del romanticismo colorista y barroco de Delacroix y como romántico arcaizante se oponía al clasicismo de David y sus partidarios.

Ingres suscribe ciertas tesis del romanticismo y sobre todo, algunos de sus temas y de sus principios estéticos. Su práctica del paisaje y su arte de representar la naturaleza, el sentimiento, la interioridad y la conciencia individual le asocian a ese espíritu romántico que atravesaba Europa. Ansiaba construir una obra innovadora y esa ambición romántica le devoraba. Era rígido en sus planteamientos con sus discípulos e insistía que una cosa bien dibujada siempre estará bastante bien pintada. Ingres no fue un rubensiano colorista, que pinta el color como fusión y disolución de los tonos en la luz, el refinamiento de la línea exigía un refinamiento de los valores cromáticos para vincular unas superficies con otras como Parmigianino y Bronzino.

Tres corrientes se suelen referenciar para constituir el arte de esta época: neoclasicismo, romanticismo y realismo, entre las que explora y bordea Ingres. Pintor de historia discutido y retratista adulado Ingres escapa a la taxonomía neoclasicista, sale de la esfera de la imitación del arte de los siglos XIV y XV fanática de Rafael. Pese a todo ha quedado el enfrentamiento con Delacroix, éste como líder del romanticismo (él, que se definía como clásico puro, admirador del pensamiento estoico de Marco Aurelio) e Ingres como representante del neoclasicismo. Si bien se detestaban mutuamente y se despreciaban como artistas, no aceptaban dicha clasificación y ambos pensaban en una necesaria reforma estética de la pintura. De esa tópica clasificación Baudelaire se distanciaba y los proponía como núcleo duro para componer el plantel de artistas franceses. Ingres tenía mal carácter, pero Delacroix, más abierto de espíritu, descubría en algunas propuestas de Ingres referencias a los maestros que a él mismo le interesaban, Rafael y Poussin en primer lugar, pero también Andrea Mantegna, Francesco Primaticcio… ambos recuperan los movimientos artísticos del pasado y trascienden las corrientes de su época.

Querelle du coloris enfrentó en Francia en el seno de la Academia a los seguidores de Nicolas Poussin, defensores de la razón, de la composición y del dibujo, con los partidarios de Rubens apasionados por la emoción, la expresión y el color. Esta batalla estructura las teorías estéticas de finales de los siglos XVII y XVIII. Desde 1680 se formula esta dialéctica, color frente a dibujo, expresión frente a composición, emoción frente a razón… Boucher y Fragonard contra Vien y David, Ingres Vs. Delacroix. Una cierta creencia en el afán estructurante de clasificación es la que aglutina una cierta época que Vincent Pomarède nos alienta plenamente a superar en su acertadísimo artículo “Ingres, el pintor detrás del mito” que encontramos en el catálogo de la exposición. Muy resumidamente, nos impele a superar esa dicotomía histórica de enfrentamiento, donde un creador, cualquiera que fuese su ego o sus elecciones estéticas, debía aparecer vinculado a una corriente artística, a un movimiento, a una batalla estética acuñada por críticos e historiadores del arte: “Este sistema era claramente perceptible tanto en el comportamiento profesional de los artistas como en el de los críticos que comentaban ‘en caliente’ sus creaciones o en el de los historiadores del arte que las analizaban a posteriori”.

David sustituye la pompa del retrato del XVIII por una lacónica sencillez, Ingres complica los retratos reafirmando el ideal de elegancia y su gusto por la línea ofrece una impresión directa con un contorno puro que clasifica elementos esenciales. Detrás del refinamiento exterior subyace una sensualidad, fusiona la abstracción lineal y su sensibilidad clásica para la forma material como Bronzino (compárese Retrato de un hombre joven, 1530 y El conde Amédée-David de Pastoret, 1826).

Las grandes composiciones que se le daban tan bien a Delacroix, quizá no estaban hechas para él, fracasa en la pintura de historia a la que estaba destinado, pero triunfa en el retrato, sobre todo el femenino que le da notoriedad, lo que le lleva hacia un realismo a partir de 1848. Perfeccionista preocupado por los detalles, de la sensualidad y psicología de las retratadas, musicaliza el cuerpo femenino en variaciones pictóricas:
  
Mme. Rivière (1805). Siguiendo el chal de cachemira podemos apreciar una línea melódica que será agudizada en retratos sucesivos: piernas hacia la izquierda, senos hacia la derecha, rostro hacia la izquierda, un brazo en diagonal y otro abajo. Un entrelazado de curvas que cierra el marco oval, como el rostro. Los retratos que hizo a la familia Rivière se consideraron casi perfectos en cuanto al virtuosismo en carnaciones y objetos, y también como reflejo, en cada uno, de una dimensión psicológica propia: en ella, independencia, sensualidad y perspicacia. Sabine Rivière, cuya fortuna le permitía no estar sometida económicamente a su esposo, un notario relevante, gustaba de sorprenderle in fraganti en sus devaneos.

Madame Aymon o “La Belle Zélie” (1806) en referencia a una canción muy sensual titulada Romance de Zélie de Charles-Henri Plantade (1764-1839), que se hizo muy popular en los talleres de pintores de la época de David. Lienzo de factura muy ligera, ejecutada con soltura, predominan formas ovaladas en formato y cara que nos introduce en arabescos desde los ojos al corazón.

Granet (1807). Pintor amigo suyo al que alguna vez reprochó su estilo romántico, pero Ingres podía hacer gala de esprit romántico cuando sus emociones entraban en juego y así lo vemos en la ardiente firmeza del rostro, con una espontaneidad que lo hace ser uno de los retratos masculinos más logrados. Con el tronco girado para dar más facetas divergentes, nos enseña un álbum con la “N” de su nombre invertida, parece que regresa de hacer unos dibujos y se lo va a mostrar a Ingres, y a nosotros. Detrás el paisaje, una vista romántica de los tejados de Roma, desde el Pincio hasta el Palazzo del Quirinale, que recuerda a Corot en su primera época. Se ha señalado por diversos estudios que el paisaje podría haber sido realizado por el propio Granet, pero Ingres era demasiado puntilloso y meticuloso en su trabajo, hoy se toma todo el cuadro de la mano de Ingres, que habría emulado el estilo de su amigo, siendo esa “N” una especie de guiño que recalca su autoría.

En París junto a David, el pintor oficial de la Revolución, Ingres comenzó otro periodo de aprendizaje y asistió al ascenso de Napoleón reflejado por David, hasta verlo convertido en emperador, en contradicción con las primeras intenciones de la República. Aunque también vería como las leyes napoleónicas en materia civil y económica se asentaron fuera de Francia, en los estados emergentes de su órbita, como Florencia (en el mosaico de estados italianos): Napoleón entronizado (1806). Participa en el programa de propaganda política en torno a la veneración del emperador (en 1804 había realizado un espléndido retrato, Napoleón Bonaparte, primer cónsul). Inspirado en Cristo entronizado de Van Eyck (Políptico de Gante, 1432) conserva la rigidez medieval en la figura, con símbolos que señalan la autoridad atemporal y divina. Seculariza imágenes sagradas que a la gente le parece extravagante, incluso excesivo al mismo Napoleón. Las vanguardias buscaban la tensión cada vez más atrás como vimos con los Barbus o Nazarenos, pero inquieta su tono arcaizante y le tildan de gótico, que por entonces era peyorativo porque hacía retroceder al arte cuatro siglos. Resalta la pompa imperial de raíz romana y bizantina, con el cetro de Carlos V, la mano de la Justicia y la espada denominada “Carlomagno”, lo hacía así continuador directo de éste, elevándolo como un dios.

Rafael y la Fornarina (1846): A través del tema el pintor y la modelo homenajea a Rafael, buscando su sentido más idealista y ultraclásico, con una visión más abstracta y con punto de vista moderno. Ingres se adelanta a la moda de esta dignificación del oficio de pintor unos quince años antes de que cuajase hacia 1830 (también contribuye a esto con Francisco I acoge los últimos suspiros de Leonardo, 1818). Lo recrea con sus amores, algo secundario pasa a primer plano indicando ya una actitud romántica con una postura atrevida y poco convencional, se abrazan pero se ignoran: él clava la mirada en el dibujo preparatorio para el retrato de ella y ella nos mira a nosotros o a lo lejos, con expresión soñadora. La tensión entre la mujer y la obra, entre la vida y el arte, donde vivir y crear nos lo ofrece como contradictorios, desgarradores. Con un interior quattrocentista las distintas versiones de este tema demuestran la fuerza colorista de Ingres, que no tenía que envidiar a Delacroix (según Vincent Pomarède, recogido en el catálogo de esta exposición y del que ya hemos hablado más arriba). La versión más antigua de 1814 en Cambridge, el color es menos incisivo que en 1846, pero lo más señalado es la desconexión entre ambos.

La gran odalisca (1814). Ingres nos ofrece una celebración de la epidermis femenina en un contrapposto más complicado que las Venus de Tiziano, si bien esta odalisca es un desnudo que no se establece en fundamento mitológico o religioso alguno, es un desnudo por tal que ilustra la teoría del arte por el arte de Gautier, gran defensor de este cuadro. Trata de activar el imaginario del serrallo: tabaco, perfumes, joyas, seda y piel sugieren dulzura y blandura del lecho, adelantándose a la moda oriental de los años treinta (La odalisca y la esclava, 1839). Parece incorporarse por algo que la llama la atención, estira el cuerpo hasta el límite de lo imposible, lo hace maleable como invertebrado, nos ofrece cara y espalda al tiempo en un giro imposible de la cadera y una contorsión de la pierna que ofrece gran dinamismo, corrige a la anatomía para conseguir mayor belleza y euritmia del contorno donde se detiene y entretiene en una cinta de Moebius, en una melodía sin fin. Trata de dar (sin espejo) todas las facetas del cuerpo en un solo plano, la contorsiona porque quiere todo de ella, senos, espalda, nuca y rostro (por eso le interesa a Picasso, Degas, Modigliani, Renoir, Degas, Brancusi, Bacon, Freud…).

Madame de Senonnes (1814-16): Vemos en esta obra por primera vez, en un retrato femenino, el recurso del espejo para mostrar la nuca, en una pose desenfadada que resultaba chic. Exagera la anatomía en pos del efecto estético, en el brazo derecho, para ofrecernos una sensación de indolencia. En su virtuosismo no se detecta la pincelada, superponiendo capa tras capa con toques de pigmento mínimos y certeros. La pintura rezuma glamour, rodeada por un torrente de telas lujosas, desde el terciopelo rojo y el raso plateado de su vestido, hasta la seda amarilla que tapiza la pieza y las joyas para complementar los colores del vestido. Se quiso ver en este cuadro algo fantasioso, como paso con Belle Zélie, antes de saber la vida de Marie Marcoz, se pensó que esta señora de Senonnes era una mujer del Trastevere, el barrio obrero de Roma que había conseguido cautivar a un noble francés. Era una mujer divorciada que se casó con su amante, el aristócrata Alexandre de la Motte-Baracé, vizconde de Senonnes. En este derroche habilidad, destaca la sensualidad del colorido ricamente saturado de la pintura, para contrarrestar las críticas que había tenido en el Salón anterior, al tiempo que también abandonaba la blancura marmórea de un neoclasicismo en retirada, dirigiéndose hacia un cromatismo basado en prototipos del Renacimiento italiano.

La restauración de la monarquía borbónica en 1814 dio nuevo impulso a los temas medievales y renacentistas de los troubadours que había tenido su inicio en la obra de Fleury François Richard Valentine de Milan pleurant la mort de son époux Louis d’Orléans, assassiné en 1407, par Jean, duc de Bourgogne (1802). La pequeña escala de este tipo de pinturas no satisfacía los criterios de la Academia para la pintura de historia, ni quizá los de Ingres que no formó parte de ese grupo de troubadours lioneses, pero su pintura abarca esa temática poco tratada hasta la gran exposición de 2006, donde se le califica como nouveau troubadour, denominación que abarca su deseo de hacer compatible la historia de los inicios de Francia con estructura y estilo clásicos, que nos lleva al tema de Francisco I y Leonardo o a sus series sobre Rafael y la Fornarina.

El Salón de 1814 fue el primero desde los Borbones “restaurados”, Ingres se muestra seguidor de esta restauración y obtiene el encargo Ruggiero libera a Angélica (1819) destinado a la sala de trono de castillo de Versalles. Angélica, princesa oriental sacrificada a un monstruo marino por la cruel población de la Isla de las Lágrimas inflamaba la imaginación del pintor y su público. Una escena situada en el apogeo del drama donde Ruggiero en el hipogrifo libera a la sensual Angélica le sirve para dar rienda suelta a las luces y sombras de su imaginación. Inspirada en el canto X (92 y ss.) del Orlando furioso de Ludovico Ariosto, aludía a la epopeya de Perseo liberando a Andrómeda (también San Jorge y el dragón) transformándola en tema troubadour, muy en boga en la primera mitad del siglo XIX. En su versión de 1841 el formato ovalado se adapta bien al ritmo de las formas serpenteantes, que se responden como eco unas a otras.

1815 año difícil para Ingres, una vez acabado el imperio napoleónico y disipado su círculo de contactos romanos. Pero llegaron los turistas a Roma que había estado vedada más de un decenio. De Alemania, Rusia, Escandinavia y especialmente de Gran Bretaña acudían a Ingres en busca de retratos, que en algunos casos tenían un carácter más despegado, en las dos o tres horas que posaban, en las cuales apenas podía observar detalles de su comportamiento. Los retratos de Ingres podemos caracterizarlos como plenos de realismo,  que captan las cualidades psicológicas. Fue alentado por su padre en su aprendizaje para iniciarse en el retrato, también Guillaume-Joseph Roques y David, considerándolo siempre al margen de su preparación como pintor de historia que era su objetivo preponderante. Como características generales podemos encontrar: fondo liso con o sin capa de barniz; contraste entre el atuendo oscuro y la claridad de las carnaciones; sobriedad de la puesta en escena; concentración en la personalidad; precisión en el detalle; una dinámica en el tratamiento de las figuras, gracias a las posturas sutilmente disimétricas y factura brillante de los accesorios, de las ropas y de las joyas que favorecían la descripción social.

Los retratos le proporcionaban ingresos, los dibujos los llegaba a realizar en un día (algunos los regalaba generosamente a sus amigos) y podemos observar su capacidad de composición en rápida ejecución del trazo, sin el perfeccionismo de sus pinturas. Los retratos refinados y con detalles reveladores le dieron fama en Italia entre los turistas. Los retratos de encargo de personas importantes (o que lo aparentaban), están meticulosamente delineados, con unas pinceladas muy lamidas. En los de sus amigos presentaba una factura más abocetada, con aplicación rápida y expresiva de la pintura. A los funcionarios franceses que llegaron a Roma cuando era segunda capital del imperio, Ingres les investía de dignitas y gravitas que era muy valorada en esa meritocracia funcionaral.

Monsieur Bertin (1832).  Ha pasado la revolución de 1830, Ingres es ya caballero de la Legión de Honor, con taller en París cerca de las École des Beaux-Arts donde pronto enseñaría también. Nos encontramos con la monarquía de Luis Felipe (que a Ingres le encargaría algunas obras muy bien pagadas), régimen burgués que da pauta de vida, asentada, pragmática y ordenada. Este retrato refleja esa seguridad burguesa, con traje sobrio, sin adornos, sentado pero no relajado (se ve en las manos). La paradoja de este retrato reside en su sencillez, suprime todos los símbolos convencionales a los que recurre un pintor para caracterizar sus retratos. Sin aditamentos, sin símbolos de rango o de condición, ni alardes de elegancia o alusiones historicistas a los maestros antiguos y deformaciones anatómicas estetizantes. Incluso la escala cromática se ha reducido a una gama eficiente de tonos neutros: blanco, negro, pardo y tostado en la figura y oro bruñido en el fondo casi liso. Capta la personalidad y sintetiza la ascensión de la clase media a la que ha llegado a representar. Emblema del ascenso de la burguesía al poder económico y político Louis-François Bertin estaba destinado a la carrera eclesiástica, se adhirió a los sucesos de 1789, pero la violencia de la Revolución le repugnó y a finales de los noventa conspiró por la vuelta de la monarquía. En 1799 compró con su hermano la cabecera de Journal des Débats Politiques et Littéraires, tuvieron muchos obstáculos, fue detenido y desterrado por Napoleón y en 1811 confiscado su periódico con la ruina de sus propietarios. En 1814 recuperó el control y apoyó la restauración borbónica, pero después se opuso a las políticas dictatoriales de Carlos X y tras la Revolución de 1830 fue un apoyo fundamental del régimen orleanista, si bien rechazó cuantos cargos le ofrecieron. Por medio de un hijo de Bertín, pintor de paisajes que estudió con Ingres a finales de la década de 1820, éste tuvo acceso al editor. Ingres luchó denodadamente para lograr la pose (es legendaria la indecisión de Ingres), y salvar el choque con un modelo sexagenario y con una presencia física tan alejada de su costumbre. Obtuvo un éxito sin precedentes en el Salón de 1833, prácticamente desde esa fecha empezó a caracterizarse como representación burguesa y en 1855 al ser expuesto en la Exposición Universal esa lectura era ya de rigor.

En sus últimos retratos femeninos seguimos viendo un interior íntimo, con objetos decorativos acordes que reflejen la descripción psicológica de la modelo: La condesa d’Haussonville (1845), mujer erudita e independiente, escritora y admiradora de las artes y las letras, nieta de Mme. de Stael y biznieta de Necker, el famoso financiero suizo de Luis XVI.

Madame Moitessier (1844-56). Trabajó en este cuadro más de una década desde su encargo en 1842, entre tanto le hizo otro retrato de pie que terminó en 1851 (ambos en la exposición). Dos retratos complementarios de Maire-Clothilde Inès de Foucauld (1821-1897), modelo excepcionalmente seductora, de porte imperial según Théophile Gautier, y al tiempo de una belleza idealizada cuando la muestra oblicua, con el dedo en la sien. En el retrato monumental con el vestido negro, quizá por el duelo por su padre, fallecido en 1849, pone de relieve eróticamente su rostro, sus hombros, ampliamente desenvueltos, sus antebrazos y sus manos, una desnudez parcial con una luminosidad esplendorosa.

La pintura religiosa, aun conservando su consideración académica, empezaba a languidecer y al igual que se contraponía color y línea, la sensualidad de sus desnudos chocaba con la espiritualidad que se atribuía a un pintor muy representativo de temática religiosa, Johann Friedrich Overbeck (1789-1869), si bien eran dos propuestas diferentes. No obstante, obtuvo reconocimiento con propuestas marianas herederas de Rafael (Madonna dei candelabri, h. 1513) como vemos en La Virgen adorando la Sagrada Forma (1854), que fue la más famosa obra devocional y popular de Ingres a través de grabados y reproducciones.

Juana de Arco en la coronación de Carlos VII en la catedral de Reims (1854). Uno de los personajes históricos de corte nacionalista más populares del romanticismo francés, la representa como una santa añadiéndole una aureola, adelantándose al proceso de canonización que más tarde la convirtió en patrona de Francia. Subraya su carácter político de unidad nacional, en consonancia con la nueva forma del Estado la Segunda República francesa, el gobierno de Napoleón III. Pinta su propio rostro en el escudero de Juana, recalcando su devoción por la santa en un juego anacrónico de gusto tardomedieval.

Autorretrato (1859). Ya gloria nacional, irradia una autoridad satisfecha, como se puede deducir de la inscripción en latín. Ingres, aparte de cuestiones pictóricas, ha dado nombre a un tipo de papel verjurado. Asimismo él dominaba perfectamente el violín, dando lugar a una locución en francés, Violon d’Ingres, que se refiere a una persona con una pasión por una actividad o hobby practicada por esa persona que maneja otro arte mejor.

El baño turco (1862). Por una fotografía de Charles Marville en 1859 sabemos que su formato era rectangular, luego en tondo, como espejo que refleja un interior privado e íntimo como el círculo ovalado de sus rostros, así su trabajo, como alegoría de la perfección, el círculo y la bañista que abre y cierra su carrera. En este baño se acumulan transformaciones, un resumen donde recompone los estudios más antiguos dándolos nueva vida como Interior de un harén que estaba lleno de metamorfosis futuras (“Un cuello cargado de promesas” que diría Jean Cocteau al ver Júpiter y Tetis). En los dibujos preparatorios se ve la libre expansión de las formas que vendrán. Asienta en el centro a la Bañista de Valpinçon para armonizar la escena con su laúd, en una maraña de formas donde queda patente que el erotismo es curvilíneo. El baño aglutina, por así decir, a las bañistas en contorsiones y distorsiones embrujadoras. Apogeo de placer reunido en un ideal formal ante el realismo que se avecinaba. Ingres insistía en las imágenes de su juventud, rehaciendo las cartas de lady Montagu en un viaje con su marido como embajador a Turquía de 1717-18 donde describía los baños, sin gestos ni posturas, Turkish Embassy Letters distribuidas en círculos considerables de lectores, donde relata la historia de ese viaje iniciador de buena parte del orientalismo artístico.

Aparte de sus obras en diferentes museos y colecciones, dos obras iban a generar el gusto por las referencias ingrescas: Ingres, sa vie, ses travaux, sa doctrine (Paris, H. Plon, 1870) del vizconde Heri Delaborde, leído a modo de arte poética por multitud de artistas hasta bien entrado el siglo XX. Asimismo Ingres, sa vie et son oeuvre, Henry Lapauze, Paris, G. Petit, 1911. Tendríamos que hacer otro artículo para reseñar el catálogo de influencias, por dar algún esbozo:

Manet, cuya Olimpia se colgó en el Louvre junto a La gran odalisca. Degas admiraba a Ingres y preservó su recuerdo entre los impresionistas y coleccionó su obra. Cézanne no era de ese gusto y le criticaba, pero en Renoir sí cabe destacar un periodo ingresco. Gauguin comprendió su fuerza plástica, su juego de formas en sus desnudos de espaldas. Al final del XIX su pintura era convertida en referencia con afán de citas en numerosos cuadros. Se incrementará en el XX con la facilidad que daban los medios de reproducción:
Picasso que en 1905 viaja a Montauban y entró en contacto con sus dibujos, El baño turco planea sobre El harén (1906), o Las señoritas de Aviñón (1907). Ingres figuraba entre los pintores favoritos de Bretón, Magritte lo admiraba y Dalí le homenajeaba. Man Ray, El violín de Ingres de 1924, en cita de La bañista de Valpinçon, se apropia de la erótica de Ingres, la aumenta como hace Picasso en su voluptuosidad. Joel Peter Witkin en sus descarnadas fotografías Mujer que fue pájaro de 1990, en mezcla de placer por la cita, erotismo y crueldad subyacente.

En 1967 conmemoración del centenario de su muerte en el Petit Palais con un catálogo voluminoso y actas de un coloquio que recogen las investigaciones sobre Ingres. Que enlaza con los contestatarios sesenta del pop art francés que se apropia de algunas piezas de Ingres convertido ahora en símbolo postindustrial. Cada generación artística interpreta a Ingres, diálogo constante con los artistas en función de sus preocupaciones, políticas, sociales, filosóficas, feministas, contestatarias: Rauschenberg con transcripciones de bañistas, Guerrilla Girls, Orlan o Cindy Sherman que abre la nueva revisión fotográfica de Ingres en el XXI.

Si bien Theodore Silvestre, ante obras como Edipo y la Esfinge (1808) llega a decir que Ingres es un chino extraviado en Atenas porque su comprensión del clasicismo es exótica y extravagante al combinar arcaísmo y tridimensionalidad, Jean-Auguste-Dominique Ingres ha quedado como paradigma de la norma académica, Virgilio lee la Eneida ante Augusto, Octavia y Livia o “Tu Marcellus eris” (Fragmento de 1819, faltaría en su parte izquierda la figura de Virgilio, como en el cuadro del mismo tema de 1812): En el catálogo de la exposición, que nos ha servido de base a este artículo, podemos leer: “En la lectura de la Eneida, la hermana de Augusto, Octavia, revive la muerte del hijo Marcelo y se desmaya. Cuando oye los famosos versos del libro VI (883), sus fuerzas la abandonan bajo la terrible mirada del emperador. En efecto, Livia ha hecho asesinar impunemente al adolescente, en provecho de su hijo Tiberio”.

'[…] heu, miserande puer, si qua fata aspera rumpas,
tu Marcellus eris. manibus date lilia plenis
purpureos spargam flores animamque nepotis
his saltem accumulem donis, et fungar inani              
munere.'

En la edición de José Carlos Fernández Corte y traducción de Aurelio Espinosa Polit, (Madrid, Cátedra, 1990):
“¡Ay triste niño!
si el cerco rompes de tan negros hados,
tú Marcelo serás… ¡A manos llenas
dad lirios a su tumba! ¡que la púrpura
de las flores sobre él mi mano esparza,
pobres dones a su alma prodigados,
tributo vano que el dolor le ofrenda!...”