miércoles, 17 de julio de 2013

GIACOMETTI - TERRENOS DE JUEGO


En la magnífica página web de la Fundación Alberto et Annette Giacometti (http://www.fondation-giacometti.fr/) podemos leer que Giacometti estableció una equivalencia entre el cuerpo humano y la naturaleza: cabezas como piedras, árboles como seres humanos, en un proceso de crecimiento entre la montaña y la luz del sol del valle donde nació (Vue de Stampa [Vista de Stampa], 1921), que, como un soplo, mantendría el pulso vibrante de su mirada encerrada en su taller, tan célebre como minúsculo, donde se aliaba con la distancia.

Su padre Giovanni, también artista, le alentó en sus inicios artísticos. Viajará por Italia, realizando su aprendizaje en la Grande Chaumière (taller de Bourdelle), al tiempo que visita los museos de París. Atraído por el arte egipcio, sumerio y el arte de las Cicládas, también por el de África, México y Oceanía visto en el Musée de l’Homme de París. Continuando la enumeración de influencias, podemos destacar Henri Laurens, Jacques Lipchitz, Brancusi y Archipenko, fundamentándose, asimismo, en teóricos especialistas en arte africano como Michel Leiris o Carl Einstein, cuya obra, Negerplastik (1915) fue de las primeras en sistematizar el arte africano, con un gran peso en la vanguardia artística de inicios del siglo XX: “Puede llamar la atención que, en la escultura negra como en otras artes llamadas primitivas, algunas estatuas sean singularmente largas y esbeltas; y que, al mismo tiempo, las resultantes tridimensionales no aparezcan demasiado acentuadas. Tal vez se manifieste aquí la voluntad irrefrenable de expresar, en esta forma esbelta, el volumen en toda su desnudez.” (La escultura negra y otros escritos. Barcelona, Gustavo Gili, 2002, pg. 54).

Entre sus primeras obras se deja sentir la atracción cubista: Composición, 1927, y Composition (dite cubiste II) [Composicón (llamada cubista II)], c. 1927, en las que se produce una integración del espacio mediante aglomeración de formas geométricas.

Le Couple [La pareja], 1927, se inspira en arte mexicano, en la concepción plana del cuerpo. Ambas figuras son una extensión volumétrica de sus sexos. Y aunque aislados sobre peanas independientes, pero con un plinto común, son dialogantes en sus elementos (el ojo de uno es, a su vez, el sexo del otro).  

Tête qui regarde [Cabeza mirando], 1929, obra donde reduce el volumen a su expresión mínima, con concavidades poco perceptibles para insinuar nariz y ojos, la emergencia de una mirada. En esta obra vemos una fascinación por los estudios de la cabeza humana que ya había reflejado en unas primeras pinturas de recuerdo impresionista (quizá por influjo de su padre) y que irá desarrollando con ahínco hasta el final.

En Femme couchée [Mujer dormida], 1929, sigue el desarrollo de sus figuras planas que nos llevarán hasta sus estructuras jaula y a los tableros de juego. Esculturas en horizontal que por su apariencia de maqueta, fascinaron a los surrealistas y que en algún caso sugieren juegos de amor y muerte: Homme et femme [Hombre y mujer], 1928-29.

Su deseo de realizar esculturas al aire libre le lleva Progetti per cose grandi all’aperto [Proyecto para obras grandes al aire libre], 1931-32. Esculturas exteriores imaginadas, donde estudia la escala y que anticipa el proyecto para la plaza del Chase Manhattan Bank. Asimismo, Projet pour une place, [Proyecto para una plaza], 1931-32, la primera escultura en tablero de juego, surgida del encargo para un diseño paisajístico, en la que Giacometti buscaba un terreno de interacción con el espectador, requiriendo su participación física, sentarse, apoyarse, deambular… Algo que con una lectura más figurativa vemos también en On ne joue plus, [Se acabó el juego], 1931-32, donde refleja sus estudios sobre los diferentes puntos de vista: cenital, abarcándolo en conjunto; o a ras del tablero, intercambiando miradas.

Palais à quatre heures du matin, [Palacio a las cuatro de la madrugada], 1932, es quizá su escultura en jaula más célebre, a la que precedió Boule suspendue [Bola suspendida] 1930-31, con movimiento a desencadenar por el espectador, incorpora jaula o espacio escultural autónomo que debe quebrarse para iniciar el movimiento previsto por Giacometti y que también podemos ver en Circuit, 1931.

A partir de 1940 empiezan esas figuras diminutas, como insectos, con enormes peanas dando la impresión de un espacio amplio: Petit buste sur doublé socle, [Pequeño busto sobre doble peana], 1940-41, donde parece ocurrir la disolución de lo escultórico que podría ajustarse a la interpretación existencialista de Sartre: cuerpo como filamento mínimo soporte de la existencia, que nos puede llevar a Place I [Plaza I], 1948, con ecos de Jean Genet: “… parece que el artista haya sabido apartar lo que molestaba a su mirada para descubrir lo que quedará del hombre cuando hayan desaparecido las apariencias.” (“El taller de Alberto Giacometti” (1957) en El objeto invisible. Barcelona, Thassália, 1997, pg. 33).

Durante su vida, Giacometti practica todas las técnicas de grabado: xilografía, aguafuerte, aguatinta y litografía sobre todo a partir de 1949. En los cincuenta, figuras esbeltas, como mujeres-árbol en un claro del bosque, y desproporcionalmente altas sobre grandes zócalos aisladas o caminando: La forêt (Sept figures, une tête) [El bosque (siete figuras, una cabeza], 1950; La clairière [El claro], 1950. Así como la “jaula” escenifica un espacio virtual, las planchas en estas esculturas de líneas verticales con figuras alusivas femeninas, están colocadas en una sugerente bandeja de levitación.

El desarrollo artístico de Giacometti se puede dividir en tres fases: surrealista donde hay un afán por experimentar con el espectador; miniaturas, donde predomina un concepto muy suyo de la realidad y la última, donde desea representar la totalidad de la vida en sus obras y tiende a la simultaneidad de tiempo y espacio: “El tiempo se hacía horizontal y circular, era espacio al mismo tiempo, e intenté dibujarlo.” (Le Rêve, le Sphins et la mort de T., 1946, pg. 265 del catálogo de la exposición). En esta etapa se va encaminando a sus figuras fundamentales: cabeza, mujer de pie y hombre que camina, que formarían parte del proyecto para la plaza del Chase Manhattan Bank, para la cual el arquitecto, Gordon Bunshaft, quería agrandar Tres hombres que caminan (1949). Giacometti no lo veía y propuso Mujer grande, Hombre que camina y Cabeza grande, culminación formal desde la postguerra. No resultó el proyecto con Giacometti, aunque en la plaza se instalaron otros “árboles”: una escultura de Jean Dubbuffet, Grupo de cuatro árboles (1969-72), aparte del jardín japonés de Isamu Noguchi (El jardín del agua, 1964-65).

Esas tres figuras que hemos mencionado constituían el imaginario de Giacometti desde temprano. Las tres figuras tienden a juntarse, si bien cada una de ellas tendría su propia simbología: Hombre que camina, búsqueda; Cabeza grande, conciencia que mira y Mujer grande, imagen de culto, desarrollada a partir de Mujeres de Venecia, en donde hay un proceso sensorial del modelado en su superficie llena de hendiduras. Giacometti decide editar las esculturas de bronce cada una por separado presentando una primera versión de este juego en la Bienal de Venecia en 1962. Solicitado por Maeght, trabajó luego con el arquitecto de la Fundación Maeght Josep Lluís Sert, para instalar una versión en el patio del edificio con vistas a un bosque de pinos en la Riviera francesa.

En sus pinturas, en sus dibujos, sentimos la fugacidad de la figura, cierto carácter ilusorio, que alcanza también a sus esculturas, una exigüidad devorada por la luz, “disolución en la luz y en el espacio” como dijera  Thomas M. Messer, en catálogo de la gran exposición de 1974 en Guggenheim Nueva York. Yves Bonnefoy, nos habla de su esfuerzo ya desde el inicio: “Giacometti quiere restituir no la apariencia sino la presencia; y del mismo modo que el planeta Tierra no consiente que se le reduzca a plano de modo preciso sobre un mapamundi, la presencia se niega a la representación, puesto que le es trascendente.” (“El deseo de Giacometti”, en La nube roja. Madrid, Síntesis, 2003, pg. 363). El deseo es la brújula de este explorador de escalas y proporciones: si el Renacimiento nos devolvió la perspectiva con la representación del individuo, ese contenido de subjetividad nos restó acto de presencia, del que su arte da testimonio con el trazo y la grieta como manifestación más directa del enigma de la presencia, reconocimiento de la precariedad del ser al margen de toda mimesis.

“Con un extraño placer, me veía a mí mismo paseando por el disco tiempo-espacio, y leyendo la historia erigida ante mí. La libertad de comenzar por donde quisiera…” seguimos leyendo en Le Rêve, le Sphins et la mort de T. Podemos ver así en Femme debout et homme qui marche, [Mujer de pie y hombre que camina] 1962, a un hombre activo y una mujer receptiva. El caminante avanza y la mujer parece quieta, si bien crece erguida como el árbol, el hombre avanza en tanto le permite ese zócalo de percepción que arrastra, que le llegará a medio sepultar en sus bronces de 1965, como constante presencia de los cuerpos en busca del espacio de la mujer raíz.