lunes, 17 de marzo de 2008

SOBRE LOS GIRASOLES



Recientemente se han publicado en El País sendos artículos que hablan sobre el descenso del número de espectadores a las salas cinematográficas y el auge actual en las salas teatrales. No tengo la intención aquí de desarrollar toda una teoría del descenso a las salas cinematográficas, al tiempo que, paradójicamente, parece aumentar el consumo de películas en el ámbito casero. Pero todo parece apuntar que mientras el teatro sigue conservando esa disposición social hacia la excelencia, esa areté, que le caracteriza desde la Antigüedad, el cine de aquí tiende a conservar la parte más frívola del espectáculo (opsis): la mera diversión, haciendo de él tan sólo un juego (ludus) privado. El teatro, como el cine, nos saca, o nos sacaba, del ámbito privado, nos sacaba de sí, de nosotros mismos. Ahora bien, si ya no salimos a ver cine, por lo menos que las imágenes nos saquen, nos liberen de nosotros mismos.

Hay cierto goce satisfecho al leer un libro, que hace disminuir el deseo del goce al ver la película que incide en la disminución de aquel ansia. Ya sabemos, y por tanto tenemos el antídoto ante la sorpresa. Y aunque a veces salga bien, pues el arte es un continuo desear y el goce no agota el deseo, la historia del cine, de la literatura o el arte, nos cuenta de la privilegiada posición literaria.

A veces imagino una prohibición sobre ciertos libros para adaptarlos al cine, al menos hasta que todo el mundo los haya leído, al menos con Los girasoles ciegos (Barcelona, Anagrama, 2004). Es tan atroz, tan sublime, la belleza del libro de Alberto Méndez que se me hace imposible traer unas imágenes concretas a la pantalla, aun poniendo todo el buen oficio de José Luis Cuerda. Pasa algo semejante con Las trece rosas. Si alguien puede acaso vislumbrar el sufrimiento de esas mujeres, leyendo el libro de Fernanda Romeu Alonso El silencio roto. Mujeres contra el franquismo,1994 (otros libros sobre este tema, entre otros, son el de Jesús Ferrero, Siruela, 2003; Carlos Fonseca, Temas de Hoy, 2004, que no lo he leído), se hará difícil ver el lamento convertido en tópico, en la película, por mucho que nos guste Martín Lázaro.

Lo de prohibir, es, claro está, una exageración, una boutade; aunque también me gustaría que fuera una advertencia para que puedan leer el libro antes que salga la película sobre Los girasoles ciegos. Quizá mereciera más una película el propio Alberto Méndez, que teniendo una vida dedicada a los libros, apenas le dio tiempo para disfrutar del éxito del suyo. También terrible.

Sostengo que, por lo general, en la llamada adaptación de novelas, es el cine el que se adapta a la forma que ya tiene la novela. Ésta sigue impertérrita en su forma y su formato, es el cine que seguirá su forma narrativa (más o menos lineal), sirviendo el guión como estructura de mediación, de transición hacia su realización en un film estándar de una hora y media aproximadamente.

En la novela, podemos decir que se manifiesta un carácter idealizante frente al ámbito del mundo real y su surgimiento después de la épica, lírica, drama griegos viene a otorgarle un valor no representativo, quizá porque la moral del héroe estaba degradada, no era digna de representación y las graves incógnitas del destino humano, aun planteadas por la filosofía, seguían sin respuesta.

Quizá la diferencia mayor con el teatro, esté en el ámbito de representación, acciones teatrales expuestas para ser compartidas en un mismo momento por el público (de ahí el carácter educativo, de entretenimiento, propagandístico...); frente al carácter más íntimo de la novela, donde esas emociones toman ese perfil idealizante, fantástico, menos intelectualizado que en las tragedias. Sin pretender ahora una recensión sobre el origen de la novela, sí podemos decir que existe un paralelismo en alejarse de lo cotidiano, desde la novela griega a la actual, que hace más plausible la adaptación de la novela al cine (también por esa fantasía) que no de la novela al teatro. Así mismo la intimidad de la novela es semejante a la creada en el cine mientras dura la oscuridad y que difiere de ese sentimiento colectivo que se va creando durante la representación teatral. De alguna manera ese imaginario colectivo también queda plasmado en el cine cuando se articula todo ese material onírico existente en una novela o una poesía. La cuestión es si persiste la sorpresa de la emoción y no crea una imagen paralizada por la palabra. Ésta como el decorado teatral, funciona como síntesis: la primera sintetiza la acción a la que está restringida el teatro; el decorado sintetiza el espacio. Ambos logran una expansión en la novela, ganando en concreción visual en la pantalla, pero sin perder de vista el común denominador de la palabra, descartable en cine. La palabra en boca del actor teatral convierte a éste en un evocador de imágenes que el cine nos muestra directamente, sin necesidad de mediación y no es que el cine esté sobrado de buenas historias, pero como decía Abel Gance “no se debe sacrificar el cine a la narración y que hay que darle las alas de la poesía” (Recogido en Romaguera y Alsina, Fuentes y documentos del cine. Barcelona, Fontamara, 1985).





sábado, 8 de marzo de 2008

El mar de pronto enmudeció
y una lámina de asombrado silencio
vidrió la superficie
convirtiéndola en eco de brillos,
donde las estrellas
cansadas de tanto nombre,
podían, al fin, reconocer
su propia luz,
viajera incansable cargada de infinitud.
Hacia el acabar
ya
como enfermedad mortal
que acecha a la larga,

como la misma vida
en tantas ocasiones.
Hay nubes como de azahar y peso
desembalado de nuestra gravidez terrosa.

Nubes como pámpanos táctiles
que nos libran del infortunio
de una mirada sin forma
en el celeste sin escalas.

Nubes de aleados caprichos
ahormados con la eternidad
y maravilla de lo efímero
que apenas si surge,
totalmente nos invade.