lunes, 25 de julio de 2011

ANTONIO LÓPEZ


Los adjetivos que más se escuchan cuando se recorre la exposición entre el público son realismo o hiperrealismo, quizá todavía como un eco de aquella época cuando se contrastaba su obra con el informalismo o el realismo social de artistas como Juan Genovés, Rafael Canogar o Eduardo Arroyo. Para apartarnos de ese tópico nada más fácil que detenernos en sus cuadros o ver el vídeo que acompaña la exposición para alejarnos de fáciles etiquetas.

En sus primeras obras, de gusto italianizante, se puede apreciar un ambiente enigmático, irreal o de una realidad desajustada según el canon suyo posterior, como en Atocha (1964), predominio onírico que hace olvidarnos de lo convencional en pro del enigma que alcanza. Yuxtapone objetos, imágenes y silencios como en Cabeza griega y vestido azul (1958 e intervenido de nuevo 2011), impregnado de ese espíritu metafísico de las pinturas de De Chirico (Canción de amor, 1914). Cuadros con desafíos perspectívicos que crean un ambiente paranormal o del más allá, a modo de exvoto, La aparición (1963), sin que el realismo sea óbice para esa transcendencia, combinados de realidad que crean una imagen trascendente de profunda raigambre española, a las que parecen abonados ciertos manchegos universales ya sea en literatura, pintura o cine. En otras como Josefina leyendo (1953), se puede desentrañar una anatomía picassiana sobre todo en pies y manos. En Mujeres mirando los aviones (1953-54) podríamos observar el abigarramiento de Maruja Mallo en sus cuadros realizados entre 1926 y 1929 (v. gr. Verbena, 1927 o Guía postal de Lugo, 1929).

Antonio López destaca la fisicidad de los objetos y figuras que culmina en tangible en sus esculturas de gran intensidad y rigurosa presencia como Hombre y mujer (1968-1994). Se insiste tanto en el hiperrealismo que a fuerza de elementos realistas se produce una sobreabundancia transgresora de ese propio realismo en que se basa, acercándonos incluso al contraste tonal abstracto americano como Ventana de noche. Chamartín (1980), Ventana grande (1972-73) o Membrillero (1992) que nos recuerda alguna pieza de Esteban Vicente. Esta proximidad a la abstracción se vuelve máxima y sugerente en Apunte del cielo para Vallecas torre de bomberos (c. 2005), así como en Gran Vía, apunte de cielo (c. 1978).

A fuerza de aplicar la realidad a sus cuadros una pregunta que nos puede acudir, ¿dónde está la gente en los cuadros de la Gran Vía de Madrid, por ejemplo? Antonio López nos dice al respecto que primero empieza por lo inmóvil y luego al llegar a lo móvil está exhausto y decide dejarlo así, pues el tiempo se adueña de sus cuadros sobrepasándole en su trabajo, de ahí que no estén acabados, debe darlos por sazonados, en algún momento pero siempre susceptibles de intervención. Antonio López obtuvo el Premio Nacional de Arquitectura 1965 junto al arquitecto Heliodoro Dols, y en sus ciudades (Madrid, fundamentalmente) la gente está fuera no tanto por representar una ciudad ideal al estilo renacentista, sino como él mismo señala sobre la pintura de Bacon, lo que no es imprescindible, queda fuera, dejándonos una ciudad solitaria que acentúa el silencio, como De Chirico o como Atget en las calles de París recientemente vistas en la Fundación Mapfre.

En sus entrevistas, se refiere a la piel del cuadro a semejanza de la piel del modelo con todas sus huellas, pero también la piel de la ciudad, con sus cicatrices y marcas así La terraza de Lucio (1962-1990). Esta obra es un ejemplo del método o proceso de creación (inicio-parón-reinicio), de ahí su obra inconclusa y abierta en la que Antonio López es un intérprete temporal del devenir natural.

La realidad es su alidada con la que mantiene un diálogo sin fin, vicario de la luz, que es el reloj de la naturaleza, según el profesor Calvo Serraller en el vídeo de la exposición, está pendiente que coincida la luz cada día en un punto determinado. Sus cuadros forman parte de temas: “el árbol” “la ciudad” “personajes”… temas que cuando los descubre –nos cuenta el autor- ya no se interrumpen y ejercen de fundamento sensorial, condensadores de tiempo como en esas imágenes típicas de fotografías nimbadas de gravedad, donde se produce una relación transcendental de supervivencia familiar, a semejanza de aquellos retratos romanos de difuntos (imaginis).

El tiempo, hay una anhelante persecución del instante de realidad escogido, y aunque sabe que volverá desea aprehenderlo en todos sus matices, gestando una reproducción verosímil de la realidad, una duplicidad de ella. La alacena (1962-1963) o El aparador (1965-1966) con sus vidrios reflejando el exterior, podrían ser alusiones a lo que esta exposición ofrece: el camino recorrido desde lo más íntimo (los recuerdos) hasta el vasto horizonte de un Madrid, espejismo de ciudad, que a través de sus densas y minuciosas pinceladas, capa tras capa hasta lograr la atmósfera y luz necesarias, nos devuelve, como diría Rodin, el tiempo a la mirada.

viernes, 1 de julio de 2011

POLONIA. TESOROS Y COLECCIONES ARTÍSTICAS


Si la diversidad es la marca de Leonardo da Vinci, también lo es de esta exposición del Palacio Real donde encontramos una variopinta muestra del patrimonio histórico-artístico de Polonia entre los siglos XVI al XVIII y cuyo reclamo principal es la Dama del armiño, obra en la que centraremos este artículo, aunque no sin dejar de admirar el trompe l’oleil o trampantojo de Niña en un marco de Rembrandt (1621) y un “Cupido” de Angelika Kauffmann de 1786, donde se puede deducir que apreció el sfumato y la técnica de Leonardo y que además pintó en 1778 un cuadro, hoy perdido, titulado Mort de Léonard de Vinci dans le bras de François I.

Desde sus comienzos con Verrocchio ya en algunas vírgenes, Leonardo tiende a obtener el efecto de relieve, con una fuente lumínica doble, frontal y desde el fondo, ofreciéndonos el trazado curvilíneo de los contornos deliberadamente indecisos para que la figura aparezca inmersa en un medio atmosférico imponderable pero no carente de densidad y movimiento. Junto a la perfección formal, Leonardo introduce el carácter (il moto dell’anima), individualizando así al retratado, tanto por sus rasgos físicos, como de personalidad, consiguiendo pintar el fondo del alma humana.

El descubrimiento de que en la naturaleza existe esa continua transformación y cambio conmovió las bases intelectuales de Leonardo da Vinci y contribuyó a desarrollar en él uno de sus más profundos instintos, la búsqueda de lo ignoto allá donde tenga lugar, como diría Walter Pater: “la belleza tocada por el misterio”. Leonardo creía que el movimiento debe ser de una índole especial para que se pueda perpetuar en el arte: la expresión visible de la gracia (charis) y la sonrisa como atributo de aquélla. El Retrato de Cecilia Gallerani transmite esta idea del dinamismo de la representación, pues en esta obra la oposición entre el giro de la cabeza y el del tronco es particularmente perceptible. Cecilia parece estar escuchando algo, allí donde remite su mirada, fuera de campo. Es otra cosa, menos visible, menos alcanzable, secreta: la presencia del misterio de la belleza en el rostro de esa mujer, en la expresión de su mirada, en el proceso de definición de su identidad, según José Enrique Ruiz-Domènec (Leonardo da Vinci o el misterio de la belleza. Barcelona, Península, 2005).

Como el anterior retrato hecho por Leonardo a Ginevra Benci, consiste en la imagen de una mujer creada para deleite de su amante, en este caso Ludovico el Moro, cuarto hijo legítimo de Francesco Sforza. Su apodo de ‘Il Moro’ se debía en parte a un juego de palabras basado en uno de sus nombres, Mauro, y en parte a su tez oscura. Siguiendo este juego de palabras, por lo que respecta a Leonardo, Vincio es el río que pasa cerca de Vinci y viene a significar, en latín, “el río donde crecen los mimbres”; los trenzados y nudos hechos con ellos, vistos quizá en su niñez a su madre y otras mujeres, seguramente estén reflejados en los diseños de lazos y adornos, entre otros, del vestido de la Dama del armiño. Así su nombre viene a relacionarse más con este tipo de vínculos que con los epigramas que lo asocian a vincere, conquistar.

Según Charles Nicholl, cuyo estudio nos sirve de base fundamental para este artículo (Leonardo. El vuelo de las nubes. Madrid, Santillana, 2005), el animal que tiene en sus brazos se trata de un armiño de la variedad septentrional, o de invierno, caracterizado por la blancura de su piel (aunque en el cuadro está coloreada por el barniz y parece de un marrón amarillento). Se asocia este animal con la pureza y la limpieza, y a quien guste de comparaciones, otro armiño aparece también como símbolo de pureza en Joven caballero en un paisaje de Vittore Carpaccio (1510), en el Museo Thyssen, en el que en una leyenda situada sobre el animal se lee: Malo mori quam foedari, ‘Antes morir que ser mancillado’. Pero el animal sugiere también un juego de palabras, pues el término griego que designa a la comadreja o al armiño es galée, el cual coincidiría con el apellido de Cecilia, Gallerani, del mismo modo que el enebro o ginepro coincide con el nombre de Ginevra.

El armiño era una alusión emblemática al propio Ludovico, a quien en 1488 Ferrán de Aragón, rey de Nápoles había investido con la condecoración de la Orden del Armiño (L’Ermellino). El animal que vemos en los brazos de Cecilia es, por lo tanto, un emblema del hombre al que está unida sentimentalmente y que acaricia; observamos su mirada vigilante, su fuerte pata musculosa y sus garras extendidas sobre la manga roja de la joven, hacen que veamos al armiño como un depredador, lo que es en la naturaleza y lo que era Ludovico.

Aunque rechazada, pues Ludovico se caso con Beatrice d’Este, Cecilia siguió siendo objeto del afecto del Moro y, como madre de uno de sus hijos naturales, continuó recibiendo favores de su mano. Ludovico le concedió unas tierras en Saranno, al norte de Milán, y en 1492 (unos tres años después de acabado el retrato) la caso con un cremonés, el conde Lodovico Bergamini. Cecilia mantuvo un pequeño salón en el Palazzo Carmagnola de Milán; entre los que allí le rendían homenaje figura el autor Matteo Bandello, quien le dedicó dos de sus novelle y la elogió por su ingenio, su erudición y sus versos latinos.

Tras la muerte de Cecilia, nos sigue contando Nicholl, ocurrida en 1536, permaneció en Milán. Hacia 1800, el cuadro fue comprado por un príncipe polaco, Adam Jerzy Czartoryski, quien se lo regaló a su madre Isabella, que lo colgó en su galería de pintura, llamada la Casa Gótica, en la propiedad familiar de Pulawy, cerca de Cracovia. Por entonces fue cuando se añadió a la obra, en el ángulo superior izquierdo, la inscripción errónea, que podemos leer: “LA BELE FERONIERE LEONARD D’AWINCI”. Una nota de Isabella Czartoryski explica que la obra “se supone que es el retrato de la amante de Francisco I, rey de Francia. La llamaban La Belle Ferronnière porque la creían esposa de un herrero”. La idea de que Leonardo pintó a esta francesa ha resultado pertinaz, y ahora se da el mismo título, igualmente erróneo, a otro de sus retratos milaneses. En 1842, la familia Czartoryski vivía en el exilio en París y conservaba el cuadro, que permaneció durante treinta años en esta ciudad, en la residencia familiar del Hôtel Lambert. El catálogo de Arsène Houssaye, fechado en 1869, da la pintura por perdida, de ahí que Pater también lo dé por desaparecido (El Renacimiento). Tras la guerra franco-prusiana, la familia regresó a Polonia, y en 1876 la Dama del armiño fue expuesta, por primera vez, en el Museo Czartoryski de Cracovia. A comienzos del siglo XX, el cuadro ya había sido reconocido y elogiado como un auténtico Leonardo, e identificado como el retrato de Cecilia Gallerani documentado por Bellincioni y otros autores. En 1939, poco antes de la invasión de Polonia, fue escondido en Sieniawa junto con otros tesoros de la colección Czartoryski, pero fue descubierto. Fue expuesto brevemente en el Kaiser Friedrich Museum de Berlín y reservado después para el museo privado de Hitler (el Führerauftrag) en Linz. Finalmente fue a parar a la colección particular del gobernador nazi de Polonia, Hans Frank, en cuya villa de Baviera fue descubierto en 1945 por el Comité polaco-americano.

Siguiendo los estudios de Giulio Carlo Argan sobre Renacimiento y Barroco, podemos considerar a Leonardo como el primer artista descontento y en cierto modo atormentado, no tanto por una obsesiva necesidad de perfección cuanto por el fin particular que se prefija. Leonardo quiere tener hasta el final la posibilidad de cambiar aunque sólo sea un difuminado expresivo en una figura en relación con una nota, con un acento, que se han determinado en otra, aunque esté en el extremo opuesto del cuadro. La obra no puede constar tan solo de un proyecto y una ejecución: nace y se desarrolla con el furor de la inspiración, cada trazo debe dar cuenta de la experiencia que el artista ha realizado hasta ese momento. El diseño, la pintura, es investigación continua: no se puede saber adónde conducirá, qué hechos de los que no podamos prescindir revelará.