lunes, 19 de noviembre de 2012

MARÍA BLANCHARD

La verdadera vida de María Blanchard comenzó en París, fundamentalmente cuando ya se trasladó allí para siempre a finales de 1915. Nacida en Santander en 1881 su familia, de tradición periodística, no deja de alentarla en su formación artística cultivando sus dotes para el dibujo. No fue fácil su encaje en el mundo artístico de su época, aún dentro de la arriesgada vanguardia cubista las mujeres estaban lejos de tener la misma consideración que sus compañeros vanguardistas, asociándolas a un cierto decorativismo propio de su naturaleza más pronunciada a lo sensible. Blanchard superó en París esas barreras insoportables en España donde estaba sujeta a mofa, por esa gente hostil a los cuerpos torturados.
 
Como resalta Griselda Pollock en el catálogo de la exposición uno de los rasgos de la modernidad fue la incorporación de la mujer en ese inicio vertiginoso del XX, a la vorágine industrial, literaria, musical y artística en general. Susan Valadon o María Blanchard son eliminadas de la primera línea de creación pictórica por no ajustarse a ciertos cánones líricos y sensibles asociados a una cierta feminidad. Accedieron a la modernidad alejándose del entorno doméstico (como también vimos en estas páginas al ver la exposición de Berthe Morisot, dentro de un movimiento impresionista que podríamos calificar como mixto). Hoy se analiza su obra con independencia, alejándose de los retratos compasivos y lejos de los atributos sobre la feminidad establecidos.
 
Sus primeras obras, entre 1907-13, son pinturas con escenas costumbristas donde predominan unos colores sobrios y un dibujo preciso fruto de sus primeros estudios con Emilio Sala. En una primera estancia en París en 1909 en Academia Vitti recibirá clases de Anglada Camarasa y posteriormente con Kees van Dongen de quien aprendería la descomposición del color y a separarse del referente directo de la naturaleza.
 
Una obra relevante en este periodo será La comulgante, iniciada en 1914 pero expuesta en 1921 en el Salón de los Independientes con éxito, que además le servirá para cerrar su ciclo cubista. Un cierto aire simbolista y naif la recorre, de poderosos empastes y luminosidad claroscurista, con la figura impostada a través de diferentes y contrastantes perspectivas distorsionantes en la capilla. Al contraste de realidad y primitivismo ayuda una ingravidez dada por los pies colgantes, de tradición iconográfica románica, a la que apoyan los ángeles en rompimiento de Gloria.
 
Entre 1914-15 María Blanchard participa en exposiciones en España, uniéndose un poco después al cubismo conceptual de Gleizes y Metzinger, un “cubismo de cristal” según Cristopher Green denominó al cubismo meditado de Juan Gris. Se incorpora con unas primeras obras sencillas de figuración identificable con efectos de dinamismo con planos de masas enfrentados, relacionándose tanto con  Gino Severini como con Diego Rivera, aunque la síntesis de Blanchard es distinta, más conceptual y sobria. Posteriormente reduce elementos y contrasta perspectivas con una técnica colorista personal con la que llega a ser reconocida dentro del desarrollo de un segundo movimiento cubista.  
 
En 1916 Léonce Rosenberg, representante de Rivera y Juan Gris, empieza a adquirir sus cuadros cubistas, en 1918 le proporciona un contrato con su galería y en 1919 su primera exposición cubista. Se produce un reconocimiento pleno de la plasticidad de su obra, extrema sensibilidad y fuerte carácter, heredera en sus tonos negros y marrones de aquellos de Sánchez Cotán o Zurbarán. Situándose al mismo nivel que sus compañeros Braque, Gris, Laurens, Lhote, Metzinger o Picasso y compartiendo, aun con el ánimo siempre a punto de quebrar, la intensa vida artística parisina, la efervescencia de Montparnasse junto a Rivera o Lipchtitz.  
 
El cubismo de Blanchard antes de la Primera Guerra Mundial se suele descomponer en fragmentos geométricos dispuestos en planos superpuestos de intenso cromatismo, coincidentes con el estilo de Rivera, así Mujer con abanico (1913-15) y La dama del abanico (ca. 1913-16). Con las tensiones de la IGM Blanchard se alejará del círculo de Rivera y Lhote, acercándose al de Gris; lo vemos en Mujer a la mandolina de 1916-17 y otro de igual título de Gris de igual periodo, inspirados en el de Corot de 1860-65, que además les sirve de vínculo con la cultura francesa en unos momentos cruciales de presión ideológica. Además, la rareza en Blanchard de colocar la figura tocando la guitarra con la izquierda, le hace así un guiño a Manet y su Guitarrista español de 1860. O por seguir con ese acercamiento a la tradición francesa: Maternidad oval (1921-22) deudora de la tabla derecha del Díptico de Melun de Jean Fouquet (h. 1450), donde la Virgen exhibe de forma vistosa un pecho desnudo.  
 
En 1920 André Lhote distingue un cubismo a priori o puro de un cubismo a posteriori. Blanchard estaría en el primer grupo junto a Gris (arquitectura plana y coloreada, en su propia conceptualización), Braque, Liptchitz, Metzinger, Severini y Laurens. En la relación con Juan Gris, los especialistas en la obra de Blanchard (como la excelente profesora Bernández Sanchís) no realzan tanto una influencia preponderante de Gris sobre Blanchard, sino una red de referencias formales mutuas entre ambos. Encontramos en Blanchard un naturalismo emotivo latente en ella, con  dinamismo; Gris más estático y con una composición más ordenada y ortogonal que la más aparente aleatoriedad de Blanchard.  
 
Al acabar la IGM el arte se aproxima más al arte clásico, una vuelta a la figuración, a lo duradero: retour à l’ordre, que se inició en Italia a través del grupo Valori Plastici, en Alemania a través de la Nueva Objetividad y en el resto de Europa a modo individual. El cubismo torna melancólico después de la IGM, donde la fragmentación había sido más cruel. Blanchard vuelve a la figuración con un cubismo menos acentuado, difuminado podríamos decir, así sus maternidades, sus espacios de intimidad: La toilette (1924), cuerpo irisado y formas como las de Tamara de Lempicka, discípula de Lohte. Las dos hermanas (1921), quizá su obra más valorada, incluso por ella, que la recompró para tenerla cerca (según la comisaria de la muestra Mª José Salazar, María Blanchard. Catálogo razonado. Pintura 1889-1912. Madrid, MNCARS-Telefónica, 2004). Aún así vemos en esta obra una geometrización de carácter cubista si lo comparamos con Las dos huérfanas (1923) con formas más redondeadas. 
 
Determinadas características formales del cubismo quedaron posteriormente en su obra. Espacialidad comprimida, recreación del objeto en el espacio y un realismo moderno no verista que crea sus imágenes desde formas simples. Sus espacios de representación son un tanto anacrónicos, difíciles de situar en el contexto moderno donde se desarrollaba su vida social, con hermosas mujeres de generosas curvas y niños sanos: La golosa (1924); o  El cestero (1924) una ciudad genérica indeterminada en el tiempo, en composición cercana a lo que podría ser una Sagrada Familia con San Juanito.  
 
A la muerte de su amigo Juan Gris en 1927 se incrementa en ella la práctica católica en consonancia también con Max Jacob, Gino Serverini o Paul Claudel. Desarrolla un lenguaje propio, donde cabe destacar una expresividad congelada en los rostros femeninos (casi todos) más cercanos a un prototipo que al retrato. Su luz distribuida en brillos por toda la composición, tonos oscuros de pardos y tierras como base pictórica y sobre éstos pinceladas de toques breves recorren una amplia gama cromática, con fuerte contraste creando una especie de irisación al mirar: La echadora de cartas (1924-25), o la vibración colorista en el inacabado  Niña peinándose (1926-27).  
 
En Blanchard subyace la geometría cubista con presencia de la figura humana que se vuelve melancólica hacia 1927. Un sentimiento dramático de su existencia que se plasmaría en La convaleciente (1925-26), estado febril reflejado en los brillos del rostro vidrioso que parece mostrar su propio decaimiento. Asimismo podemos comparar Bretona de 1910 y la inacabada de igual título de 1930-32. Fuerza y brío en la primera, en la segunda último desconsuelo, dolorosa sutileza de la que hablaba Maurice Raynal.  
 
Su aspecto condicionó su constancia logrando una fuerte personalidad y el respeto de sus compañeros y aunque la desgracia se cebara en ella su corazón no se llenaría de odio como diría André Lhote con quien tuvo afinidades plásticas. A su muerte en 1932 su familia retiró su obra lo que condicionó sus ventas y desconocimiento. Realizándose desde entonces unas pocas exposiciones, no es hasta la gran retrospectiva de 1982 en el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid cuando se empieza a dar a conocer mayormente su obra.  
 
Según nos cuenta la profesora Xon de Ros en “Tácticas de la mujer en la vanguardia”, en el catálogo de la exposición, André Lothe gran valedor de Blanchard a partir de 1920 hasta su muerte y después, escribe en su obituario para La Nouvelle Revue Française: “No me sorprendería que en un futuro más o menos lejano, los historiadores del cubismo consideren a María Blanchard como uno de sus héroes de este movimiento.” Si como recoge el documental de 1996, de Grete Schiller y Andrea Weiss, Paris was a woman, con tesón y riesgo María consiguió ser “una mujer de París”.
 



lunes, 5 de noviembre de 2012

GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO

Los viajes de Bougainville en 1771 describiendo Tahití como jardín del Edén, los del Capitán Cook por los Mares del Sur, disparan el imaginario occidental por lo exótico, contrarrestando la domesticación ciudadana en la que se halla el sentimiento de pérdida de una naturaleza salvaje. En este entorno, las pinturas de Gauguin contribuyen a completar esa descripción, cuya fama alcanza a la literatura de Melville, Stevenson o Jack London. No hacen sino emular a aquellos quienes fijaron esos nombres: Vasco Núñez de Balboa aventurando el mar del Sur, el Pacífico de Magallanes o las Islas Marquesas (de Mendoza) por Álvaro de Mendaña en 1595. Posteriormente llegarán los holandeses con la Compañía de Indias Orientales en el XVII, en XVIII ingleses y franceses con empresas semejantes y en 1756 Charles de Brosses publica Histoire des navigations aux Terres australes, un modelo para intereses científicos que dio nombre de Polinesia a ese conjunto de archipiélagos. 
 
La exposición de la que nos ocupamos continúa en cierta medida la que se realizó en este mismo museo a finales de 2004 comisariada por Guillermo Solana: Gaugin y los orígenes del simbolismo donde entre, otras cuestiones, se relacionaba el arte popular de Bretaña con la transformación artística que se produce a finales del XIX. Se pudo ver cómo entre 1884 y 1890 Gauguin forja su propio estilo que culmina en Visión del sermón (1888) donde se aleja de la mimesis optando por una composición plana basada en una fuerte delineación del contorno figurativo y unos colores puros: un cloisonnisme inspirado en los esmaltes tabicados o las estampas japonesas (aplastamiento escenográfico, colores saturados) que aísla las figuras, alejándose del impresionismo y de la tradición pictórica naturalista. Trascenderá la pintura de los Nabis, a la denominada École de Pont-Aven y al salvajismo de los fauves.
 
Si los impresionistas tratan con los colores ópticos del arco iris, Gauguín busca la pureza cromática aplicando el pigmento industrial tal como sale del tubo. Ahí es donde a nuestro juicio radica su renombrado salvajismo, según manifiesta él que ansiaba crear como el Divino Maestro (Lettres de Gauguin à sa femme et á se samis, annotées et préfacées par Maurice Malingue, Nouvelles édition, Paris, Bernard Grasset, 1946). Su primera intención fue estudiar los trópicos en Madagascar (véase www.vangoghletters.org) donde esperaba forjar, a semejanza de San Juan Bautista, la pintura del futuro. Lo salvaje no vendría tanto por su manera de vivir sino por el uso del color, la forma de pintar su propia creación de una naturaleza pura e inventada.
 
Lo salvaje es un aliento que alimenta el exotismo una vez que el viaje a Italia parece ya no ser suficiente. Amplía el viaje de lo diferente y aunque sus pinturas no evocan el romanticismo de un Delacroix, en Gauguin existe un cierto idealismo en sus composiciones. Reelabora una mitología transmitida oralmente y la refleja en sus dioses, en sus formas, en un sincretismo idealista donde se pueden rastrear huellas de pintores que si bien compartieron un cierto inicio, también se quejaron. Así Cézanne con sus troncos de árboles estructurando la composición, se sentía airado porque Gauguin le robaba sus ideas. Pissarro le inició en las pinturas rurales y aunque no repudia en sí mismo el estilo sintetista, que le parece natural en el arte de Extremo Oriente, sí rechaza su adopción deliberada por un artista moderno como un préstamo rebuscado y con un contenido místico afectado más propio de otra época. Pissarro no ve a Gauguin como el salvaje que decía ser, sino civilizado, con un carácter proclive a maquinaciones comerciales, oportunismo y candidez no exenta de talento, que debería aprovechar para una mayor armonización y no tanto para saquear a bretones, a polinesios o a Cézanne.
 
La exposición se centra en ese periodo polinesio de Gauguin y comienza con Delacroix (Mujeres en Argel, 1849. Visto también en estas páginas) de quien Julius Meier-Graefe le hace “continuador” en su relevante Historia del desarrollo del arte moderno. (Stutgart, Jul. Hoffnann, 1904) y que sirvió para consolidar los presupuestos de Die Brücke que también hemos tratado recientemente en estas páginas en la exposición de Kirchner (con varias obras en esta muestra), donde se produce una vuelta a la naturaleza o Lebensreform (nudismo, liberación sexual y su impacto en las artes visuales. Véase a este respecto la tesis doctoral de Renate Foitzik Dirchgraber, Universidad de Basel, 2003).
 
Gauguin había vivido en Perú de niño donde aprendió español y ya en su juventud viajó enrolado en la marina mercante. Luego Panamá y Martinica, donde consolida su estilo de madurez. A finales de la década de 1880, frecuenta a Van Gogh y Emile Bernard con quien llega a concretar el Sintetismo un estilo con grandes superficies de color con un aplanamiento de su pintura, como simplicidad buscada. El 9 de junio 1891, gracias al billete subvencionado por el Ministerio de las Colonias (según Paloma Alarcó, en el catálogo de la muestra), desembarca en Papeete, una ciudad cosmopolita y más grotesca de lo que él deseaba, con los productos que necesitaba más caros que en París. Llegó vestido como un aventurero romántico con perilla a lo Búfalo Bill, que le hacía parecer a ojos nativos una especie de transexual o mahu. Alquiló una vivienda en los aledaños de la catedral y llevó una vida disoluta en esos primeros meses en los que intentó pintar retratos a los colonos, pero no cuaja su estilo entre ellos. Deteriorado en su salud, se va hacia el sur de Tahití, Mataiea, una playa con pocas casas y paisaje fabuloso de playas negras, realizando al tiempo excursiones, poco habituales, hacia el interior de la jungla. Resultado de esos viajes a valles perdidos escribe Noa Noa en el que plasma el esfuerzo por encontrar un paraíso existente solo en su imaginación, con una amalgama mitológica de diversa procedencia, que cuaja en el perfil montañoso de sus paisajes o en los títulos en canaco que estimulan la imaginación y seducen a los coleccionistas europeos.
 
De este periodo quizá el cuadro más representativo de la exposición sea Mata Mua (1892), una obra que simboliza esa vida idílica en esos valles perdidos, como si describiera alguna de las tradiciones que le contaba su novia (vahine) Tehamana del pueblo de los Areoi, casta elevada maorí. En él vemos una serie de mujeres, una toca la flauta (vivo, que se tocaba con la nariz, según Guillermo Solana) y otra escucha, otras danzan ante la Diosa de la Luna (Hina) entre palmeras y mangos. Detrás la montaña sagrada que sirve en su falda de enterramiento. Trata de transmitir música y olor a través de las líneas sinuosas y los colores (sinestesia). La pose de las mujeres remite a un relieve del templo de Borobudur en Java, del que Gauguin tenía fotografías, y también a la tradición budista e hindú, presente en numerosos cuadros. Sincretismo junto a una metamorfosis de los ídolos, puesto que las estatuas tahitianas (tiki) no eran tan altas como se da a entender en sus cuadros, medían a lo sumo metro y medio y no quedaban monumentos del culto antiguo. Se inventa esa escala inspirándose en las pequeñas estatuas que él mismo esculpía en madera y que no nos han llegado por la pobreza del material.
 
Gauguin no solía trabajar al natural, sintetizaba y luego pintaba en su estudio. En sus mujeres tendidas de espaldas se rastrean las de Ingres o Cézanne; en las poses de las mujeres retratadas (son escasísimos los retratos masculinos, al final, en las Marquesas hará alguno más) remite a las pastorales de Tiziano actualizadas por Pissarro con campesinas recostadas en el campo, de donde proceden las pastoras bretonas de Gauguin (1886-89) luego en Martinica y Tahití. Gran sensualidad en sus obras, en sus mujeres desnudas tendidas, rindiendo homenaje a Olympia de Manet (1863), serán fórmula para el magnífico Desnudo azul de Lariónov (1908) o El desnudo azul (Recuerdo de Biskra) de Matisse (1907). Matisse coincide en Tahití con el rodaje de Tabú de Murnau un director al que le une una cierto ímpetu artístico: “Murnau dispone sus elementos en cuadro como un pintor, logrando una imagen de gran belleza plástica y de gran fuerza expresiva que condensa una idea y comunica emociones al espectador.” (Luciano Berriatúa, Los proverbios chinos de F.W. Murnau. Madrid, Filmoteca Española, 1991). Gauguin como inicio del primitivismo que continuaría con fauves y expresionistas, donde la carga emocional es determinante en la carga plástica condicionante en el trazo, en el color, en la simplificación formal. Forjar el ideal natural, armonía a la que tender, conexión directa con la vida: Emil Nolde en los retratos expuestos denota un gran verismo documental. El viaje a Túnez de Klee y Macke les descubre su luz deslumbrante, exotismo que también vieron los Delaunay descubriendo en España o en Portugal la intensa luz donde las formas abandonan su consistencia.
 
Gustave Arosa fue tutor de Gauguin al fallecer su madre, era experto en la reproducción fotográfica de obras de arte y coleccionista de pintura moderna que además le consiguió el trabajo de comisionista para el agente de bolsa Paul Bertin. Quizá de esta relación o del uso de la fotografía por su admirado Delacroix hará que Gauguin reinterprete, de manera simbolista, las fotografías. A partir de 1860 se difunden las primeras fotografías tomadas bien por marineros o por los estudios fotográficos que se establecieron en Papeete. Gauguin las coleccionaba, de aquí Muchacha con abanico (1902), reinterpreta la fotografía de Louis Grelet, Tohotaua en el estudio de Gauguin, realizada poco antes de morir Gauguin se puede adivinar al fondo L’Espérance de Puvis Chavannes (1871-72), y más claramente Retrato de la mujer del artista con sus hijos (1528) de Hans Holbein.
 
Aparte de las reseñas de los libros mencionados en esta recensión (el catálogo de la exposición o de Guillermo Solana, Gauguin. Madrid, Arlanza Ed., 2004; además su conferencia dada sobre Mata Mua en la web del museo), merece verse la amplia reseña de Fietta Jarque en Babelia, suplemento de El País de 20.10.2012, donde alude a otra parte, menos tratada, de lo salvaje en Gauguín. Oviri (Salvaje) es una escultura sobre su tumba en las Marquesas que representa a Oviri-moe-aihere (El salvaje que duerme en la selva) un dios de la muerte y el duelo, que Guillermo Solana ha relacionado con esculturas del arte neoasirio que Gauguin habría visto en sus visitas al Louvre. Éste escribe (Antes y después. Barcelona, Nortesur, 2012): “Soñar despierto es más o menos lo mismo que soñar dormido. El sueño dormido es a menudo más audaz, a veces un poco más lógico” culminando un vasto sincretismo cultural, un sueño que nos transmite el intenso contenido espiritual en un entorno oriental, donde más que lo salvaje, encontrar “belleza, calma y voluptuosidad”.
 

viernes, 12 de octubre de 2012

RETRATOS - OBRAS MAESTRAS CENTRE POMPIDOU



Alberti, en De pictura, alude al mito de Narciso como origen tanto de la pintura como del autorretrato al reflejarse los artistas en su propia obra, de ahí la frase atribuida a Cosme de Médici, Ogni dipintore dipingere, toda pintura es un autorretratarse, palabras que llegan hasta nuestros días, cada cuadro es un autorretrato, llega a decir Bram van Velen de un periodo su obra, de la que esta exposición muestra Nieve (1923). El nacimiento del retrato, estaría pues asociado a la nostalgia, según podemos deducir de la anécdota que cuenta Plinio el Viejo sobre la hija del alfarero Butades de Sición, que parapetándose en el  perfil trazado de su amado, conjuró el olvido ante su marcha. La ausencia, el apremio de lo temporal en una vida que se va, de ahí también las máscaras mortuorias en el origen del retrato y del poder ilusorio de la obra de arte. 
 
Hacia la primera mitad del siglo V a.C. tenemos las primeras muestras de retrato individualizado, cobrando nuevo empuje con la retratística romana en el I a.C., estableciéndose como género autónomo en el Renacimiento, que aúna la tradición medieval de las series dinásticas, los rostros de la Pasión, los iconos y el redescubrimiento del arte clásico. Si entonces se empezó con individuos de estamentos privilegiados, posteriormente abarcó todo el espectro social, con una heterogénea gama tipológica y conceptual. En 1586 se publica Fisionomía humana de Gian Battista della Porta, manual de referencia para muchos artistas que se interesaron no solo en reflejar la fidelidad del parecido, cuestión ontológica en el inicio del retrato; el impacto humanista busca arrebatar la representación del pensamiento, el alma, la personalidad. Captar la singularidad del personaje se convirtió en objetivo del retrato barroco. John Pope-Hennessy, El retrato en el renacimiento (Madrid, Akal, 1995), estudia la relación ojo-imagen, alma-fenómeno: Los ojos como culmen del reflejo del alma revelan el propio carácter, estableciéndose un encuentro de miradas, de ojos (retratado-espectador) que atraviesan sus espíritus. El retrato revela sorpresivamente al personaje, desvela precisiones cautivas al propio retratado, sus esencias, precisiones ajenas al parecido que evidencia su personalidad.
 
En cierta medida ese diálogo de épocas, el Renacimiento con la arte clásico en este caso, será una constante en la creación artística, así artistas como David retoman el pasado de la Atenas de Pericles, como De Chirico lo hará a su vez con el propio David. En este sentido Goya concentra trayectorias anteriores desde el Renacimiento y, al tiempo, posteriores condiciones artísticas futuras, con una crítica en la representación de sus retratos de corte tratados, a veces, como personajes de bajos fondos, ofreciéndonos un anticipo del expresionismo que reflejará Otto Dix o George Grosz. En Goya podemos encontrar tanto los rasgos y emociones individuales que conduzcan hasta el alma, como el reflejo de pasiones universales, su esencia, su prototipo, un rostro como máscara trágica de las representaciones griegas.
 
La modernidad irá desplegando estos caminos con frecuencia simultáneos: anatomía individual; enmascaramiento arquetípico. Se va produciendo un alejamiento de la pose en el taller para buscar la representación captada de la observación captada a lo vivo, donde la deformación plástica no anula el parecido y aunque hay un alejamiento de la mimesis, se aceptan otras dimensiones de representación distintas del parecido externo que experimentan plásticamente con la representación. Diremos, sintetizando, que se alcanza la expresión del rostro, con un lenguaje propio que va más allá de lo que las palabras pueden decir y a veces lo expresamos refiriéndonos al alma reflejada en esos ojos que irradian una pulsión profunda, transmitiéndonos una señal psicológica, una inquieta sensación. O bien se somete el rostro a un orden geométrico o a un esquema (Julio González, Cabeza llamada ‘El Tunel’, 1932-33), liberando al retrato de la expresión figurativa, no así de la tensión geométrica, de volúmenes y líneas, que también conlleva un cierto ánimo interno si observamos que en 1911 Kandinsky publica De lo espiritual en el arte.
 
Al tiempo, en los inicios del XX la pintura muere y renace a velocidad de vanguardias: Expresionistas acerados ahondan en la psicología. Máscara y cubismo hacia el instinto universal, con fragmentación de esa rigidez de la máscara que rompe el espacio hacia la libertad del alma en el retrato surrealista. El siglo XX ha sido muy fecundo en retratos produciéndose ese diálogo de los artistas con pintores desde el Quattrocento, pudiendo apreciar retratos arquetípicos, al modo florentino, que buscan lo universal cultivados por Magritte, De Chirico o Malevich, o bien retratos psicológicos del expresionismo nórdico de Munch, Macke o Jawlenski en correspondencia con Grünewald, El Bosco o Lucas Cranach. Así André Derain, Lucie Kahnweiler (1913), retrato psicológico asociado a la tradición de Cranach o Holbein el Joven, o bien, el retrato realizado por Avigdor Arikha, Marie-Catherine (1982). Asimismo encontramos este acercamiento, con su tenso silencio, en Balthus (Roger y su hijo, 1936).
 
En la exposición podemos ver como Modigliani, en diálogo con Ingres (Dédie, 1918), aúna la “severidad formal de la máscara y el más exquisito refinamiento sensitivo”, en palabras de Rafael Argullol, uno de los autores que figuran en el catálogo de la muestra. Vemos la ambivalencia en el autorretrato de 1948 de Herbert Boeckl, ¿retrato o máscara esculpida en el propio rostro erosionado ante los horrores de una guerra? Asimismo vemos la subversión de los cuerpos en Bacon continuando la tragicomedia de la condición humana; a través de los ojos de Caroline, ¿1965?, de Giacometti, se sigue trasmitiendo el alma por la mirada, la fragilidad del ser.
 
La Escuela Española del retrato se caracteriza por una orientación naturalista, salido de la contrarreforma, de corte religioso y portentosa hondura, que básicamente parte del Greco, Velázquez y su fulgor traslúcido; así podemos observar la percepción penetrante de Zuloaga en Lucienne Bréval (1909); o por ver un entrelazamiento con esta escuela, el retrato que hace André Derain, Iturrino (1914). Y aunque desde Dorian Grey ya no tratamos de parecernos al retrato, en Saura (Retrato imaginario de Tintoretto, 1967), cuesta reconocer el parecido, y sin embargo vemos al individuo roto que perturba las certezas que sabíamos acerca del rostro. Una desfiguración iconoclasta que socava el sentido del retrato y lleva un paso más la metamorfosis del rostro de Picasso, que sustituye el rostro por indicios o detalles de ese rostro. Así, Autorretrato, 1988 de Zoran Music, un rostro difuminado, un espectro que se revela en el lienzo, o la oreja hipertrofiada en una cabeza cortada y todavía sangrante (Ralf III Georg Baselitz, 1965). Rastros de rostros.
  
En Cartas a Théo (Barcelona, Idea Books, 1998) Vincent Van Gogh le escribe a su hermano: “… es difícil conocerse a uno mismo, pero tan difícil como eso es pintarse a sí mismo”. Difícil y arriesgado ser como Narciso, artista instrumento de sí mismo que puede acabar como facetado anatómico propio de cirujanos, según decía Apollinaire del retrato cubista. Con Pierre Reverdy (en la exposición, pintado por Cassandre en 1943), podríamos decir que en el (auto)retrato una fragilidad del yo se diluye como un eco entre el caudal y una imagen tropieza contra sí misma.

domingo, 23 de septiembre de 2012

SEXTINA SIN DESTINO


Si la lluvia cupiera entre mis manos
como tus pechos incipientes caben
embalsaría el tacto de las nubes
acariciando el agua siempre que huyen
del paisaje, del cielo, de la casa
recordando tu piel que siempre marcha.

El cortejo de los 'sies' ya se marcha
es condición que dejo en tus manos
un futuro que añorará la casa
donde solo nuestras caricias caben
si a cielo abierto es, tus manos huyen
e iluso quedo acariciando nubes.

Tu mirada cual paisaje entre nubes
me arrastra tras ella en sinuosa marcha.
Alados fueron tus ojos, mas huyen
junto al deseo acallado en tus manos
susurro en tu boca, en ellas caben
ansias con prisa inundando la casa.

Naufragio es tu ausencia al dejar la casa
una zozobra imposible entre nubes
no albergan tanto agua, en ellas no caben
azorados mares como tu marcha
programada provoca y tus manos
solo pueden ahuyentar, si bien huyen.

Solo tus escritos vedados no huyen
es su aliento que sustenta la casa
palabras en la forja de tus manos
me llevan entre volanderas nubes
robándole horas a un tiempo que marcha
al lugar donde aquéllas ya no caben.

Suerte si volvieras por si más caben
entre palabras, abrazos que no huyen
del baile, tempo que cambia la marcha
enloquecidos danzamos en casa
giróvagos hasta alcanzar las nubes
piel del agua cuando rozan tus manos.

Entre mis manos tus pechos ya caben
desnudos no huyen, encienden la casa
anclando nubes detendré tu marcha.  

 

 

viernes, 13 de julio de 2012

EL ÚLTIMO RAFAEL


La exposición presentada en el Museo del Prado se centra en el periodo romano de Rafael y su taller o bottega, desde 1513 hasta su muerte en 1520, etapa que podemos considerar como Renacimiento clásico, con centro artístico en Roma, que sucede al Quattrocento florentino. A nuestro entender es relevante señalar esto porque la exposición va encaminada a señalar la importancia de una estrategia artística donde el eje lo marca la idea, la imagen artística (concetto). El arte en el Quattrocento ya no es una actividad manual o mechanica, sino intelectual o liberalis, donde se le da valor a lo construido por el intelecto, a la facultad de conocer. Sin tener que remontarnos a los pitagóricos, con las teorías artísticas de Alberti o Leonardo, el arte llega a ser una cosa mentale y en Rafael se producirá esa síntesis mental que conforma el proyecto y que vertebra su última etapa.

Rafael es de Urbino donde Federico di Montefeltro la había convertido en un centro de confluencia de talentos como Luciano Laurana, Justo de Gante, Pedro Berruguete y Piero della Francesca y sobre las premisas de este último tanto Bramante, también de allí, como Rafael construirán el universalismo histórico del clasicismo romano del primer Cinquecento. Entre 1504-1508 Rafael se encuentra en Florencia estudiando a Leonardo (conocimiento de la naturaleza, lo real) y Miguel Ángel (conocimiento de la interioridad humana, lo sobrenatural), a lo que añade la conceptualización de Piero: la forma como demostración evidente de la identidad entre razón y fe. De aquí que en su periodo florentino sean en su mayoría Vírgenes que fijarán un tipo que llega hasta el siglo XIX.

Rafael se interesa más por los planteamientos artísticos de Leonardo aunque coincide con Miguel Ángel en que el artista debe formarse sobre las obras de los maestros y no mirando directamente a la naturaleza, así Rafael, aparte de Perugino, se fijará en Pinturicchio y Giovanni Bellini para hacer del color un elemento de la forma visible. Se tenía una gran aversión al término “crear” que no se asociaba a algo humano sino divino, era más invenzione que no equivalía a una creatio ex nihilo. De aquí que Miguel Ángel y Rafael representen dos concepciones distintas del arte, para el primero el arte repite el acto divino de la creación, para Rafael repite el acto divino de la revelación, buscando lo divino en lo natural. La belleza para él está en relación con la idea de gracia de Marsilio Ficino en el Convivium: la belleza del cuerpo como revelación, gracia de la idea que en él resplandece (claritas). En Rafael va a ser la forma, donde lo bello ideal se revela a través de la apariencia de lo real, caracterizándose por la facilità, varietà y grazia, frente a Miguel Ángel, profondità y terribilità.

La teoría artística de Rafael básicamente la hallamos en dos cartas la primera dirigida a Baltasar Castiglione, donde expresa su selección de la naturaleza, y si no, se guía por una cierta idea (de tradición platónica) que se elabora en la mente. En la segunda carta dirigida a Leon X establece una idea arquitectónica también deudora de la naturaleza. Aparte de las teorías mencionadas, no debemos olvidar a Pico della Mirandola, Pietro Bembo y Castiglione que, resumiéndolo mucho, entendían la belleza como armonía o disposición de las partes adecuadas, siguiendo la tradición griega de la simmetria y la concinnitas de Alberti. Además recuperan para esta armonía el elemento de la grazia, término difícil de precisar que suele denotar delicadeza y dulzura, y que en los griegos (charis, encanto) estaba más unida a la proporción.

La exposición trata de dilucidar aquellas obras o partes de las mismas donde colaboró su taller y principalmente sus dos más próximos ayudantes, Gianfrancesco Penni y Giulio Romano. Al servicio de León X Rafael desplegó sus máximas facultades, no solo en las Estancias vaticanas, sino también como arquitecto de la basílica de San Pedro, diseñador de interiores, tapices y grabados, estableciendo una trama empresarial o de taller que será modelo para Rubens o Bernini. Rafael posee una gran capacidad de trabajo y de organización, no obstante la gran cantidad de encargos y proyectos hacen necesario un taller para la asistencia en mosaicos, frescos o escultura, involucrándose más en la idea (con ese carácter renacentista que hemos indicado) dejando la ejecución al taller y fundamentalmente cuidando la calidad homogénea de los trabajos e imprimiendo un alto grado de coherencia a la versatilidad de encargos.

En el funcionamiento del taller Rafael se dedica principalmente a componer a través de una serie de esbozos que van conformando paso a paso el dibujo de la disposición general definitiva. Posteriormente analiza la anatomía de cada figura para encajarlas en ese proyecto u otras composiciones. Luego se incluyen en el modello que se asemeja a la representación pictórica. Posteriormente se realizan los cartones a escala real para ser calcados a la tabla o al lienzo. En casos de encargos de importancia, Rafael volvía a retocar este dibujo calcado sobre la imprimación, para darle mayor coherencia formal. Posteriormente Rafael obtenía el color mediante sucesivas capas y las tonalidades por superposición de planos o enrejados de líneas de diversos tonos, logrando esos tornasolados o cangianti, vibración tonal que también incorporó a los claroscuros. Emplea además gran variedad de técnicas para armonizar la superficie o las capas donde han intervenido sus ayudantes, dando la impronta rafaelesca al largo proceso de creación.

Se destaca la labor renovadora en el retrato, distinguiendo dos grandes grupos, uno los oficiales, hechos sobre tabla con partes realizadas por el taller. El segundo grupo son obsequios a sus amistades sobre lienzo en su mayor parte prácticamente todos de su mano y de magnífica calidad. En los retratos oficiales la vestimenta transmite el cargo desempeñado, en los retratos de amistad hay una introspección del retratado como se puede observar en Autorretrato con Giulio Romano (1519-20), donde se refleja una relación paterno-filial, más que de maestro-discípulo. Asimismo Rafael es excelente en sus composiciones otorgando dinamismo a los grupos semejante a Leonardo en sus Sagradas Familias, grupos de tres o cuatro figuras que ya había pintado en Florencia entre 1501 y 1508. Entre 1515-17 experimenta con la luz y el paisaje recordando también a Leonardo que estuvo en Roma entre 1513 y 1516 residiendo cerca de las Stanze. Asimismo se preocupa por las estructuras tonales y en algunos casos proporciona una cierta ambientación oscura que acentúa la emoción y el misterio: La Sagrada Familia de Francisco I (1518), San Miguel (1518) y Santa Margarita (1518) son deudoras de la Virgen de las rocas de la National Gallery de Londres.

Aparte de Penni y Giulio Romano el taller contaría con medio centenar de ayudantes que se iban renovando, lo que da cierta inestabilidad al catálogo de Rafael, máxime si tenemos en cuenta que la primera monografía científica remite a 1839-1858 por Johann David Passavant (Rafael von Urbino und sein Vater Giovanni Santi, Leipzig). Esta exposición se adentra en la investigación sobre las diferentes manos que intervinieron en sus obras, ya sean en sus proyectos decorativos o su pintura de caballete. Según los comisarios de la muestra Tom Henry y Paul Joannides, entre 1514-17 Rafael fue elevando el nivel de su taller hasta llegar a 1518 a intervenir solo en aquellos proyectos relevantes, delegando en los demás pero manteniendo un alto grado de congruencia con su producción personal, así Isabel de Requesens (1518) no fue pintado ni diseñado por él y en cambio se le ha atribuido (hoy se considera de Giulio Romano, aunque la precisión del retrato hace pensar que Rafael pintara el rostro).

Las obras de Penni se caracterizan por una composición algo inconexa de elementos rafaelescos. Dentro del taller, Penni destacaría más por la administración y coordinación de los trabajos del taller. Giulio Romano tiene una mayor definición como artista independiente, con una gran proyección a la muerte de Rafael. Llegó al taller hacia 1515, cuatro años después que Penni y en 1516 ya trabaja junto a Rafael en frescos y pintura sobre tabla, desempeñando una cierta libertad creativa fuera de tareas rutinarias. Si bien Penni se amoldaría a la creatividad de Rafael, Giulio Romano poseería demasiada personalidad artística y por tanto debía de estar más vigilado, más subordinado a la disciplina del taller, destacando La Madonnina (1515-16) del Louvre, su obra independiente más antigua. A la muerte de Rafael en 1520 y hasta la marcha de Giulio Romano a Mantua el taller va finalizando las obras pendientes hasta que se deshizo. 

La exposición propicia el afán detectivesco para afianzar autorías de cuadros o sus diferentes partes, según el minucioso catálogo de la exposición de los mencionados comisarios y que se puede leer también en las cartelas de la misma. Así en el llamado Pasmo de Sicilia (1515-16), inspirado en un grabado de Durero, se diferencian tres manos: Las cabezas de Cristo y de Simón, de Rafael; paisaje de Gianfrancisco Penni y santas mujeres de Giulio Romano. San Miguel (1518) se considera prácticamente entero de su mano, pudiendo intervenir Penni en el paisaje y Giovanni da Udine en las alas del santo.

La Sagrada Familia de Francisco I (1518): Complejidad compositiva con gran cantidad de dibujos que nos indican las diferentes etapas de la composición, dando una relevancia a San José que aparece de manera pensativa casi profética y que hará fortuna entre sus seguidores y otros muchos artistas (entre otros al propio Giulio Romano en La Sagrada Familia del roble, 1518-20). Ecos leonardescos, como homenaje, en San Juan Bautista una vez que Leonardo estaba en la corte francesa. Quizá Giulio Romano ejecutara las figuras de Santa Isabel y San Juanito. Las flores y las losas de mármol de Giovanne da Udine.

La Sagrada Familia con san Juanito (h. 1519-20), conocida como La Perla, porque Felipe IV así la llamó “la perla de mis cuadros” (según Antonio Ponz, como podemos leer ya en el catálogo del Museo del Prado de 1933, que lo recogería de su famoso Viage de España, 1774-94). El diseño y la mayor parte de la ejecución son de Rafael. Volviendo a ver la deslumbrante riqueza cromática en homenaje póstumo a Leonardo en el claroscuro y en la compactación de las figuras.

La Virgen de la Rosa (h. 1516). La rosa y el soporte donde descansa son añadidos en tira de lienzo de finales del XVIII o inicios XIX (como también se indica en el catálogo citado de 1933) cuando se transfirió de soporte pasando el óleo de la tabla al lienzo. Carnaciones y drapeados de suma calidad indicarían que toda ella es de mano de Rafael o como mucho la intervención sutil de Giulio Romano. Se suele considerar ésta como una variante más dinámica de la muy popular Virgen Aldobrandini (h. 1509) de Londres con un gama más novedosa con colores más fríos y claros que en otras obras tardías de Rafael, con esa combinación de verde, azul y rosa que veremos en otras obras de Giulio Romano como en La Virgen de Munro (h. 1517-18).

Bindo Altoviti (h. 1516-18). Vasari afirma que Bindo y Rafael fueron amigos, en principio se creyó que era un autorretrato, posteriormente se adjudicó a Giulio Romano y hoy en día hay consenso sobre Rafael. Con enorme parecido al personaje vestido de blanco de la Escuela de Atenas (h. 1512), reflejando un carácter directo que lo acerca a los retratos de amistad.

La donna velata (1512-18). Retrato de intimidad, que denota emoción al pintarlo, la identidad no es segura aunque haciendo caso a Vasari sería la mujer que Rafael “amò alla morte”. Todo parece indicar que era Marguerita Luti, hija de un banquero de Siena y amante de Rafael durante muchos años que ingresó en un convento al morir éste. Amplia gama cromática dentro de un mismo tono, concentrándose en carnaciones y calidades del traje, dulce rostro y mirada directa.

Baldassare Castiglione (1519). Volvemos a observar la amplísima gama en este caso de grises pardos y negros que otorga calidez atmosférica. La viveza de los ojos, habitual en los retratos de amistad ratifica la que hubo entre ambos.

Retrato de un joven (1518-19). Esta obra en el catálogo del Museo Thyssen de 1994, se otorga la autoría a Rafael después de una primera adscripción a Giulio Romano, considerándose el retratado Alessandro de Medici. Actualmente en la página web del Thyssen lo atribuyen a Rafael y de la mano de uno de sus colaboradores (Giulio o Penni). En la presente exposición los comisarios recogen esta posibilidad, haciendo mención además que en la muestra Raffaello incontra Raffaello (celebrada recientemente en Roma en el Palazzo Barberini y que finalizó en enero 2012) si bien se hace referencia a sus colaboradores, se lo adjudican prácticamente a Rafael. No así para los comisarios que venimos citando, que en ésta del Prado se lo adjudican enteramente a Giulio Romano, considerando la posibilidad que sea incluso un autorretrato retrospectivo. La siguiente pregunta que nos podemos formular será a quién se lo atribuirán a la vuelta al Museo Thyssen, si bastará cruzar un bulevar para un cambio de autoría. La fascinación por la Historia del Arte, que ahora nos hace ir con audioguías, pronto nos hará ir por los museos con una aplicación en el teléfono (app to smartphone) que por reflectografía nos indique las diferentes manos que intervienen en un cuadro.

viernes, 29 de junio de 2012

HOPPER


La pintura de Edward Hopper nos conduce entre cuadro y cuadro a una acumulación de interrogantes. Por mucho que él declarase que solo quería pintar la luz del sol sobre una pared, sabemos que una vez conseguido esto se multiplican, como en las grandes pinturas, los efectos secundarios: básicamente las constantes hasta hoy sobre el laconismo y la soledad que refleja su pintura, quedan fijados hacia 1926 tras algunas exposiciones, si bien ya en 1907 Henry James hablara de esa soledad entre la muchedumbre neoyorquina en The American Scene; asimismo en 1933, año de su retrospectiva en el MoMA, Alfred H. Barr es quien se detiene en el análisis del drama en sus cuadros, asociándolo a los interiores holandeses del XVII y a la intensidad de su luz como el medio más expresivo de su pintura.

A nuestro entender, la pintura de Hopper va a ir estableciendo puentes de conexión, primero entre el modernismo internacionalista y el regionalismo descriptivo, tendencias en las que estaba dividido el mundo artístico de EEUU hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Sin espacio para extendernos aquí, remito al catálogo de la exposición American Art. 1908-1947 From Winslow Homer to Jackson Pollock, realizada en varios museos franceses entre 2001 y 2002, donde se analiza el trasvase del centro y la idea de arte moderno de París a Nueva York. Posteriormente podemos observar, pese a sus protestas, su obra como mediación en la querelle entre figuración y abstracción, extendiendo salvoconductos hasta el Pop Art.

En 1906 está en París donde, aparte de reencontrar raíces familiares por parte materna, se está desprendiendo de las primeras enseñanzas en las que el “feísmo” se proponía como una garantía de realismo, y buscando elementos comunes entre el arte francés y el estadounidense se interesa por Vallotton, Courbet, Vermeer y Rembrandt. Por estos años podemos ver tres lienzos precursores de esa individualización de los edificios que será una de sus marcas: Statue Near the Louvre (1906), Notre Dame, nº 2, (1907) y The Louvre in a Thunderstorm (1909), donde además podemos apreciar las calles vacías a modo de las fotografías de Atget que apreciaba. Asimismo conoce las ilustraciones satíricas de Daumier y de Jean-Louis Forain, lo que le serviría para su trabajo, ya afincado en Nueva York, como ilustrador en diferentes revistas.

Otro aspecto a señalar serían sus grabados y acuarelas que, según sus testimonios, le ayudan a cristalizar su pintura, esto es, a lograr esa suspensión narrativa, a modular la intensidad de luz y esa acentuación de contrastes. Serán esas acuarelas lo primero que vaya vendiendo, de este modo en 1925 va logrando poco a poco vivir de la pintura y prescindir de su trabajo como ilustrador.

Edward Hopper nace en 1882 en Nyack, estado de Nueva York, en una casa de 1858 que al verla en fotografía podemos entender el afán de Hopper por reflejar casas y edificios. Una de ellas, House by the Railroad (1925), sirve de epítome para reflejar un cierto laconismo lúgubre, hoy más acentuado por Psicosis (1960) de Hitchcock. Aunque no debemos olvidar, que en los años treinta había exigencia de mostrar un americanismo a toda costa para fundamentar las bases de un arte nacional. Este tipo de casas, con esa pesada envolvente que añade Hopper, son como mojones en el extenso paisaje americano, donde más allá domina el espíritu de frontera asociado a la leyenda del Oeste, atravesarlo es avanzar en el desamparo, de ahí también la inquietud al ver esas casas, una realidad abandona como diría Peter Handke que ve esos paisajes en semejanza a las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico. Metafísica a la que también se refiere Cees Nooteboom (El enigma de la luz, 2007) y que ya estableciera André Breton hacia 1941, formando ciertos paralelismos en la distorsión de la perspectiva con varios puntos de fuga, con posiciones intrépidas o imposibles donde se colocaría un teórico espectador.

Estas distorsiones en la perspectiva ha dado lugar a su fama de voyeur, que deshace con soltura, la siempre sugerente elocuencia de Yves Bonnefoy; nos viene a decir, que no se puede ser voyeur ya que “un ser que se ausente de sí mismo, no puede ser espiado” (“Edward Hopper: la fotosíntesis del ser”, La nube roja, 1977/1995). Y quizá no carezca de razón pues asistimos a muchos de sus cuadros a una suspensión de la narración de la que hablábamos, incertidumbre en su continuación, inmediatez de la nada: Room in New York (1932) una situación de pareja donde por más que se mirasen no se encontrarían, él inasequible en la lectura, ella a punto de pulsar la nota cuya vibración haga estallar el cuadro pacífico de la monótona convivencia. Es un tiempo detenido al pintarlo, que se reproduce de nuevo al verlo con significaciones emotivas añadidas, fantasías inconscientes en la reacción del observador.

Finalizada la II G.M. Hopper se une a las protestas por la excesiva atención de diversas entidades artísticas estadounidenses hacia la abstracción o el expresionismo abstracto, dejando de lado, a su entender, el realismo donde supuestamente él militaba. Mas en esos puentes que su pintura extiende, podemos observar en su obra una tendencia hacia un cierto tipo de abstracción, con la luz protagonizando cada vez más sus lienzos y una división espacial de la representación en dos segmentos, una demarcación entre civilización y naturaleza: Cape Cod Evening (1939) South Carolina Morning (1955) o Four Lane Road (1956). Al tiempo va destilando la luz de materia sobrante, recogiendo, de manera más evidente, en Morning Sun (1952) su concepto plástico de luz, donde además podemos ver, en el esbozo, un estudio experimental de la luz incidiendo sobre el cuerpo de su esposa Jo, que suele ser la modelo en todos sus cuadros.

En alguna ocasión que a Hopper le mostraron alguna concomitancia de su pintura con la de Mondrian, aquél mostró bastante enfado, aunque vamos viendo que su realismo se va quedando sin los datos fehacientes de esa realidad. En esta exposición no figura Room by the Sea (1951), una habitación a la deriva navegando en un solitario océano de luz; ni Sun in an Empty Room (1963), donde la depuración de la luz en marcados paños de claridad hacen más evidentes esas metáforas de silencio, tan cercanas a los saltos cromáticos de Mondrian, a la significación de la luz en Rothko o incluso al misticismo de la luz filtrada de los vitrales.

La exposición se inicia con Solitary Figure in a Theater (c. 1902-4), un cuadro de un tono oscuro que nos acerca a sus primeras vinculaciones puritanas y  termina con Two Comedians (1966). Entre cuadro y cuadro, como decíamos al inicio, se disparan interrogantes ¿qué desarrollan estos dispositivos teatrales presentando escenas sin desenlace? Incluso en Conference at night de 1949 uno de los pocos donde simulan hablar, parecieran personajes o figuras (como dice Bonnefoy) a la espera que les asignen un drama, de ahí quizá Two Comedians, Jo y Hopper, saludan de antemano, a quien se lo pueda otorgar.

Con motivo de la exposición se proyecta una magnífica serie de películas y se realiza un simposio internacional Edward Hopper, el cine y la vida moderna. Sin que nos olvidemos del reportaje Hopper. El pintor del silencio (2005) realizado por Carlos Rodríguez con guión de Raquel Santos y producción de Isabel Lapuerta, que enlaza de forma visual cuadros de Hopper y películas donde rastrearlos, con tanta fluidez, que tratar de reflejarlo desde nuestra escritura, aturde, destacaremos Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002). Tanto para el director, Todd Haynes como para el operador, Edward Lachman, sus imágenes abiertas formulan historias donde el final deberá concluir el espectador, tratando muros de luz que suspenden el tiempo. La película retoma la soledad de los personajes de Hopper, haciendo relevancia en el intrincado universo interior femenino, de mujeres absortas, como si toda la opresión del mundo cayera sobre ellas. Lachman se inspira en numerosos cuadros de Hopper para expresar la soledad o el aislamiento como por ejemplo el que refleja Chop Suey (que a su vez nos recuerda el ensimismamiento femenino de El ajento de Degas, 1876, o de Manet en El aguardiente de ciruelas, 1877/78). Además en Lejos del cielo, Tod Haynes mantiene un look hopperiano junto al melodrama de John Stahl y Douglas Sirk, con sus mujeres enrejadas tras las ventanas, donde cada plano supone una historia, un todo conjuntado en donde los colores conforman el protagonismo. Este director también organizó en agosto de 2004 en Tate Modern junto a la exposición de Hopper, una proyección de una serie de películas con una correlación artística, una mirada compartida con Hopper, bien a través de la expresión de soledad, bien con semejante tratamiento plástico. Así Heynes ve un manejo semejante del aislamiento tanto en Hopper como en Blue Velvet (1986) o Mullholand Drive (2001) de David Lynch. Como común es la tensión que ve con Hitchcock y la amenaza dentro de unas arquitecturas desoladas.

Si el cine ha tomado múltiples referentes de la pintura de Hopper, a él también le interesaron diversas películas, así, entre otras, le gustaba el cine de Elia Kazan y la vida de barrio reflejada en Marty (Delbert Mann, 1955); Los niños del paraíso (Marcel Carné, 1945) le inspira Two Comedians y el relato corto de Hemingway Los asesinos (The Killers, 1927) le sugirió Nighthawks (1942) que también podemos ver en la película de Robert Siodmak Forajidos (The Killers, 1946). Si sus cuadros son esencias de luz y tiempo en un decorado escueto, no es de extrañar que le gustase el cine negro que es una quintaesencia social, con una opresión lograda por la iluminación marcada, encuadres agresivos y decorados tajantes.