
Aunque ahora sabemos por Ángel González (el Resto) que Picasso se tragó el petróleo de la lámpara, acabando así, con esa disyuntiva en arte, heredada de Platón, entre espejo y lámpara, podemos relacionar el esfuerzo dramático de la visión, ese brillo en la mirada de Picasso, con la luz lunar recibida siempre a través del sol. De ahí el magnetismo, la avidez en su mirada, y si la luna atrae hasta las mareas, él arrastrará consigo toda una historia e intrahistoria del arte.
Sin contribuir pues al tópico romántico de la luna, su espíritu vagabundo pintó con el canon de la libertad (Calvo Serraller) otros planos de belleza, planos donde la perspectiva se transforma en memoria del espacio, y el movimiento del pensamiento se vuelve más interesante que el movimiento mismo. Celebramos con sus obras el primer y último soplo, siempre de la carne, su posibilidad, diría María Zambrano, de convertirse en cuerpo, el rasgo apasionado del trazo, la afortunada caricia de los pinceles, la añoranza, hasta el último momento, de la piel extensa en bastidores (battant des ailes autour du carré de son désir). Nuestra mirada en el Grand Palais, puede contribuir así a contrarrestar estos continuos augurios aciagos, haciendo, como el propio Picasso haría, de la luminosa derrota, une prise de sang, un brillo triunfante entre agonías.
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