domingo, 13 de marzo de 2011

CHARDIN 1699-1779




Si en la tempestad estamos hechos de la misma materia que los sueños, en la calma somos presos de la materia silenciosa y grave de los objetos de Chardin. El ensimismamiento, esa quietud que invita a soñar, inunda su pintura.
En España ha tenido escasa popularidad, siendo así este un buen momento para compensarlo, viendo una tercera parte entre las doscientas obras, aproximadamente, que pintó, quizá porque aquí estábamos más acostumbrados al bodegón barroco, al que forzando su sencillez cargamos de metafísica. Sus naturalezas muertas no son vanitas, Chardin conecta más con la pintura nórdica europea, pintando directamente del natural lo que tiene delante los ojos. Es una sencillez engañosa que va avanzando en sobriedad hasta conseguir una naturalidad donde el aire interactúa en medio de los objetos, ofreciéndonos una presentación tridimensional.
No podemos dejar de hablar de la jerarquía de géneros que envuelve la pintura francesa del XVIII, donde predominaba la pintura de Historia, los retratos, las escenas de género y por último, las naturalezas muertas. Chardin, sin proponérselo, va a ser, a la larga, quien con su preocupación por representar correctamente las masas pictóricas, descalabre el sistema que regía en la Real Academia de Pintura y Escultura francesa, en la que ingresó en 1728 con La Raya (también llamado Interior de cocina, 1725-26), que, si no caigo en error, es la primera vez que sale del Louvre y que ha sido objeto de su popularidad y de más interpretaciones por los especialistas.
Desde Diderot a Bonnefoy, pasando por el profesor Ángel González se ha caído en la provocación de su pintura, y tratando de disipar el eterno enigma de la evidencia caemos en la magia incitante de sus objetos, de su incertidumbre óptica. Explorando la transparencia del cristal o la porosidad encendida de la porcelana, nuestra mirada dilucida la consistencia de la materia donde cada fruta tiene el sabor de su color, según los hermanos Gongourt, y se reconoce en esas texturas suaves o rugosas, aunando por la vista todos los sentidos.
El tiempo no cuenta en la obra de Chardin, tanto en lo referido a su elaboración como en el desprendimiento de la literatura en su pintura. Se vuelca en reproducir minuciosamente la correlación de los colores, la exposición exacta de la materia, los efectos que causan la luz y la calidad de las sombras. Así puede verse en La bendición (c. 1740), cuadro muy reproducido en calendarios de la segunda mitad del siglo XIX, la luz se recoge cotidiana en el mantel, desplegándose un virtuosismo cotidiano en el triángulo de miradas.
A Chardin le cuesta representar el movimiento y cuando lo hace en el caso de El niño de la peonza (1737-38), no deja de aludir al ensimismamiento en la mirada del niño, incluso en el título del propio cuadro aquí acortado. Huye del movimiento y pinta lo que ve. No es narrativo como gran parte de sus coetáneos, de tal manera que los grabadores de sus pinturas se veían forzados a añadir comentarios descriptivos en la estampas. De aquí su “desliteraturización” a la que aludíamos.
Sería ejercicio vano hablar de sus influencias, aunque no viajó a Roma, se suele decir que al igual que J.J. Rousseau tuvo dos maestros, la naturaleza y la verdad, desprendiéndose del resto, tratando de olvidar lo aprendido.
Su grandeza es haber sabido manipular un ambiente físico situado muy cerca del nivel de los objetos materiales, dotándoles de belleza, preservando la magia de los materiales humildes y reavivando objetos inanimados, provocando así la inconsistencia semántico-literaria de seguir llamando a algunas de sus pinturas, naturalezas muertas.

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