viernes, 29 de junio de 2012

HOPPER


La pintura de Edward Hopper nos conduce entre cuadro y cuadro a una acumulación de interrogantes. Por mucho que él declarase que solo quería pintar la luz del sol sobre una pared, sabemos que una vez conseguido esto se multiplican, como en las grandes pinturas, los efectos secundarios: básicamente las constantes hasta hoy sobre el laconismo y la soledad que refleja su pintura, quedan fijados hacia 1926 tras algunas exposiciones, si bien ya en 1907 Henry James hablara de esa soledad entre la muchedumbre neoyorquina en The American Scene; asimismo en 1933, año de su retrospectiva en el MoMA, Alfred H. Barr es quien se detiene en el análisis del drama en sus cuadros, asociándolo a los interiores holandeses del XVII y a la intensidad de su luz como el medio más expresivo de su pintura.

A nuestro entender, la pintura de Hopper va a ir estableciendo puentes de conexión, primero entre el modernismo internacionalista y el regionalismo descriptivo, tendencias en las que estaba dividido el mundo artístico de EEUU hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Sin espacio para extendernos aquí, remito al catálogo de la exposición American Art. 1908-1947 From Winslow Homer to Jackson Pollock, realizada en varios museos franceses entre 2001 y 2002, donde se analiza el trasvase del centro y la idea de arte moderno de París a Nueva York. Posteriormente podemos observar, pese a sus protestas, su obra como mediación en la querelle entre figuración y abstracción, extendiendo salvoconductos hasta el Pop Art.

En 1906 está en París donde, aparte de reencontrar raíces familiares por parte materna, se está desprendiendo de las primeras enseñanzas en las que el “feísmo” se proponía como una garantía de realismo, y buscando elementos comunes entre el arte francés y el estadounidense se interesa por Vallotton, Courbet, Vermeer y Rembrandt. Por estos años podemos ver tres lienzos precursores de esa individualización de los edificios que será una de sus marcas: Statue Near the Louvre (1906), Notre Dame, nº 2, (1907) y The Louvre in a Thunderstorm (1909), donde además podemos apreciar las calles vacías a modo de las fotografías de Atget que apreciaba. Asimismo conoce las ilustraciones satíricas de Daumier y de Jean-Louis Forain, lo que le serviría para su trabajo, ya afincado en Nueva York, como ilustrador en diferentes revistas.

Otro aspecto a señalar serían sus grabados y acuarelas que, según sus testimonios, le ayudan a cristalizar su pintura, esto es, a lograr esa suspensión narrativa, a modular la intensidad de luz y esa acentuación de contrastes. Serán esas acuarelas lo primero que vaya vendiendo, de este modo en 1925 va logrando poco a poco vivir de la pintura y prescindir de su trabajo como ilustrador.

Edward Hopper nace en 1882 en Nyack, estado de Nueva York, en una casa de 1858 que al verla en fotografía podemos entender el afán de Hopper por reflejar casas y edificios. Una de ellas, House by the Railroad (1925), sirve de epítome para reflejar un cierto laconismo lúgubre, hoy más acentuado por Psicosis (1960) de Hitchcock. Aunque no debemos olvidar, que en los años treinta había exigencia de mostrar un americanismo a toda costa para fundamentar las bases de un arte nacional. Este tipo de casas, con esa pesada envolvente que añade Hopper, son como mojones en el extenso paisaje americano, donde más allá domina el espíritu de frontera asociado a la leyenda del Oeste, atravesarlo es avanzar en el desamparo, de ahí también la inquietud al ver esas casas, una realidad abandona como diría Peter Handke que ve esos paisajes en semejanza a las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico. Metafísica a la que también se refiere Cees Nooteboom (El enigma de la luz, 2007) y que ya estableciera André Breton hacia 1941, formando ciertos paralelismos en la distorsión de la perspectiva con varios puntos de fuga, con posiciones intrépidas o imposibles donde se colocaría un teórico espectador.

Estas distorsiones en la perspectiva ha dado lugar a su fama de voyeur, que deshace con soltura, la siempre sugerente elocuencia de Yves Bonnefoy; nos viene a decir, que no se puede ser voyeur ya que “un ser que se ausente de sí mismo, no puede ser espiado” (“Edward Hopper: la fotosíntesis del ser”, La nube roja, 1977/1995). Y quizá no carezca de razón pues asistimos a muchos de sus cuadros a una suspensión de la narración de la que hablábamos, incertidumbre en su continuación, inmediatez de la nada: Room in New York (1932) una situación de pareja donde por más que se mirasen no se encontrarían, él inasequible en la lectura, ella a punto de pulsar la nota cuya vibración haga estallar el cuadro pacífico de la monótona convivencia. Es un tiempo detenido al pintarlo, que se reproduce de nuevo al verlo con significaciones emotivas añadidas, fantasías inconscientes en la reacción del observador.

Finalizada la II G.M. Hopper se une a las protestas por la excesiva atención de diversas entidades artísticas estadounidenses hacia la abstracción o el expresionismo abstracto, dejando de lado, a su entender, el realismo donde supuestamente él militaba. Mas en esos puentes que su pintura extiende, podemos observar en su obra una tendencia hacia un cierto tipo de abstracción, con la luz protagonizando cada vez más sus lienzos y una división espacial de la representación en dos segmentos, una demarcación entre civilización y naturaleza: Cape Cod Evening (1939) South Carolina Morning (1955) o Four Lane Road (1956). Al tiempo va destilando la luz de materia sobrante, recogiendo, de manera más evidente, en Morning Sun (1952) su concepto plástico de luz, donde además podemos ver, en el esbozo, un estudio experimental de la luz incidiendo sobre el cuerpo de su esposa Jo, que suele ser la modelo en todos sus cuadros.

En alguna ocasión que a Hopper le mostraron alguna concomitancia de su pintura con la de Mondrian, aquél mostró bastante enfado, aunque vamos viendo que su realismo se va quedando sin los datos fehacientes de esa realidad. En esta exposición no figura Room by the Sea (1951), una habitación a la deriva navegando en un solitario océano de luz; ni Sun in an Empty Room (1963), donde la depuración de la luz en marcados paños de claridad hacen más evidentes esas metáforas de silencio, tan cercanas a los saltos cromáticos de Mondrian, a la significación de la luz en Rothko o incluso al misticismo de la luz filtrada de los vitrales.

La exposición se inicia con Solitary Figure in a Theater (c. 1902-4), un cuadro de un tono oscuro que nos acerca a sus primeras vinculaciones puritanas y  termina con Two Comedians (1966). Entre cuadro y cuadro, como decíamos al inicio, se disparan interrogantes ¿qué desarrollan estos dispositivos teatrales presentando escenas sin desenlace? Incluso en Conference at night de 1949 uno de los pocos donde simulan hablar, parecieran personajes o figuras (como dice Bonnefoy) a la espera que les asignen un drama, de ahí quizá Two Comedians, Jo y Hopper, saludan de antemano, a quien se lo pueda otorgar.

Con motivo de la exposición se proyecta una magnífica serie de películas y se realiza un simposio internacional Edward Hopper, el cine y la vida moderna. Sin que nos olvidemos del reportaje Hopper. El pintor del silencio (2005) realizado por Carlos Rodríguez con guión de Raquel Santos y producción de Isabel Lapuerta, que enlaza de forma visual cuadros de Hopper y películas donde rastrearlos, con tanta fluidez, que tratar de reflejarlo desde nuestra escritura, aturde, destacaremos Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002). Tanto para el director, Todd Haynes como para el operador, Edward Lachman, sus imágenes abiertas formulan historias donde el final deberá concluir el espectador, tratando muros de luz que suspenden el tiempo. La película retoma la soledad de los personajes de Hopper, haciendo relevancia en el intrincado universo interior femenino, de mujeres absortas, como si toda la opresión del mundo cayera sobre ellas. Lachman se inspira en numerosos cuadros de Hopper para expresar la soledad o el aislamiento como por ejemplo el que refleja Chop Suey (que a su vez nos recuerda el ensimismamiento femenino de El ajento de Degas, 1876, o de Manet en El aguardiente de ciruelas, 1877/78). Además en Lejos del cielo, Tod Haynes mantiene un look hopperiano junto al melodrama de John Stahl y Douglas Sirk, con sus mujeres enrejadas tras las ventanas, donde cada plano supone una historia, un todo conjuntado en donde los colores conforman el protagonismo. Este director también organizó en agosto de 2004 en Tate Modern junto a la exposición de Hopper, una proyección de una serie de películas con una correlación artística, una mirada compartida con Hopper, bien a través de la expresión de soledad, bien con semejante tratamiento plástico. Así Heynes ve un manejo semejante del aislamiento tanto en Hopper como en Blue Velvet (1986) o Mullholand Drive (2001) de David Lynch. Como común es la tensión que ve con Hitchcock y la amenaza dentro de unas arquitecturas desoladas.

Si el cine ha tomado múltiples referentes de la pintura de Hopper, a él también le interesaron diversas películas, así, entre otras, le gustaba el cine de Elia Kazan y la vida de barrio reflejada en Marty (Delbert Mann, 1955); Los niños del paraíso (Marcel Carné, 1945) le inspira Two Comedians y el relato corto de Hemingway Los asesinos (The Killers, 1927) le sugirió Nighthawks (1942) que también podemos ver en la película de Robert Siodmak Forajidos (The Killers, 1946). Si sus cuadros son esencias de luz y tiempo en un decorado escueto, no es de extrañar que le gustase el cine negro que es una quintaesencia social, con una opresión lograda por la iluminación marcada, encuadres agresivos y decorados tajantes.

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