lunes, 5 de noviembre de 2012

GAUGUIN Y EL VIAJE A LO EXÓTICO

Los viajes de Bougainville en 1771 describiendo Tahití como jardín del Edén, los del Capitán Cook por los Mares del Sur, disparan el imaginario occidental por lo exótico, contrarrestando la domesticación ciudadana en la que se halla el sentimiento de pérdida de una naturaleza salvaje. En este entorno, las pinturas de Gauguin contribuyen a completar esa descripción, cuya fama alcanza a la literatura de Melville, Stevenson o Jack London. No hacen sino emular a aquellos quienes fijaron esos nombres: Vasco Núñez de Balboa aventurando el mar del Sur, el Pacífico de Magallanes o las Islas Marquesas (de Mendoza) por Álvaro de Mendaña en 1595. Posteriormente llegarán los holandeses con la Compañía de Indias Orientales en el XVII, en XVIII ingleses y franceses con empresas semejantes y en 1756 Charles de Brosses publica Histoire des navigations aux Terres australes, un modelo para intereses científicos que dio nombre de Polinesia a ese conjunto de archipiélagos. 
 
La exposición de la que nos ocupamos continúa en cierta medida la que se realizó en este mismo museo a finales de 2004 comisariada por Guillermo Solana: Gaugin y los orígenes del simbolismo donde entre, otras cuestiones, se relacionaba el arte popular de Bretaña con la transformación artística que se produce a finales del XIX. Se pudo ver cómo entre 1884 y 1890 Gauguin forja su propio estilo que culmina en Visión del sermón (1888) donde se aleja de la mimesis optando por una composición plana basada en una fuerte delineación del contorno figurativo y unos colores puros: un cloisonnisme inspirado en los esmaltes tabicados o las estampas japonesas (aplastamiento escenográfico, colores saturados) que aísla las figuras, alejándose del impresionismo y de la tradición pictórica naturalista. Trascenderá la pintura de los Nabis, a la denominada École de Pont-Aven y al salvajismo de los fauves.
 
Si los impresionistas tratan con los colores ópticos del arco iris, Gauguín busca la pureza cromática aplicando el pigmento industrial tal como sale del tubo. Ahí es donde a nuestro juicio radica su renombrado salvajismo, según manifiesta él que ansiaba crear como el Divino Maestro (Lettres de Gauguin à sa femme et á se samis, annotées et préfacées par Maurice Malingue, Nouvelles édition, Paris, Bernard Grasset, 1946). Su primera intención fue estudiar los trópicos en Madagascar (véase www.vangoghletters.org) donde esperaba forjar, a semejanza de San Juan Bautista, la pintura del futuro. Lo salvaje no vendría tanto por su manera de vivir sino por el uso del color, la forma de pintar su propia creación de una naturaleza pura e inventada.
 
Lo salvaje es un aliento que alimenta el exotismo una vez que el viaje a Italia parece ya no ser suficiente. Amplía el viaje de lo diferente y aunque sus pinturas no evocan el romanticismo de un Delacroix, en Gauguin existe un cierto idealismo en sus composiciones. Reelabora una mitología transmitida oralmente y la refleja en sus dioses, en sus formas, en un sincretismo idealista donde se pueden rastrear huellas de pintores que si bien compartieron un cierto inicio, también se quejaron. Así Cézanne con sus troncos de árboles estructurando la composición, se sentía airado porque Gauguin le robaba sus ideas. Pissarro le inició en las pinturas rurales y aunque no repudia en sí mismo el estilo sintetista, que le parece natural en el arte de Extremo Oriente, sí rechaza su adopción deliberada por un artista moderno como un préstamo rebuscado y con un contenido místico afectado más propio de otra época. Pissarro no ve a Gauguin como el salvaje que decía ser, sino civilizado, con un carácter proclive a maquinaciones comerciales, oportunismo y candidez no exenta de talento, que debería aprovechar para una mayor armonización y no tanto para saquear a bretones, a polinesios o a Cézanne.
 
La exposición se centra en ese periodo polinesio de Gauguin y comienza con Delacroix (Mujeres en Argel, 1849. Visto también en estas páginas) de quien Julius Meier-Graefe le hace “continuador” en su relevante Historia del desarrollo del arte moderno. (Stutgart, Jul. Hoffnann, 1904) y que sirvió para consolidar los presupuestos de Die Brücke que también hemos tratado recientemente en estas páginas en la exposición de Kirchner (con varias obras en esta muestra), donde se produce una vuelta a la naturaleza o Lebensreform (nudismo, liberación sexual y su impacto en las artes visuales. Véase a este respecto la tesis doctoral de Renate Foitzik Dirchgraber, Universidad de Basel, 2003).
 
Gauguin había vivido en Perú de niño donde aprendió español y ya en su juventud viajó enrolado en la marina mercante. Luego Panamá y Martinica, donde consolida su estilo de madurez. A finales de la década de 1880, frecuenta a Van Gogh y Emile Bernard con quien llega a concretar el Sintetismo un estilo con grandes superficies de color con un aplanamiento de su pintura, como simplicidad buscada. El 9 de junio 1891, gracias al billete subvencionado por el Ministerio de las Colonias (según Paloma Alarcó, en el catálogo de la muestra), desembarca en Papeete, una ciudad cosmopolita y más grotesca de lo que él deseaba, con los productos que necesitaba más caros que en París. Llegó vestido como un aventurero romántico con perilla a lo Búfalo Bill, que le hacía parecer a ojos nativos una especie de transexual o mahu. Alquiló una vivienda en los aledaños de la catedral y llevó una vida disoluta en esos primeros meses en los que intentó pintar retratos a los colonos, pero no cuaja su estilo entre ellos. Deteriorado en su salud, se va hacia el sur de Tahití, Mataiea, una playa con pocas casas y paisaje fabuloso de playas negras, realizando al tiempo excursiones, poco habituales, hacia el interior de la jungla. Resultado de esos viajes a valles perdidos escribe Noa Noa en el que plasma el esfuerzo por encontrar un paraíso existente solo en su imaginación, con una amalgama mitológica de diversa procedencia, que cuaja en el perfil montañoso de sus paisajes o en los títulos en canaco que estimulan la imaginación y seducen a los coleccionistas europeos.
 
De este periodo quizá el cuadro más representativo de la exposición sea Mata Mua (1892), una obra que simboliza esa vida idílica en esos valles perdidos, como si describiera alguna de las tradiciones que le contaba su novia (vahine) Tehamana del pueblo de los Areoi, casta elevada maorí. En él vemos una serie de mujeres, una toca la flauta (vivo, que se tocaba con la nariz, según Guillermo Solana) y otra escucha, otras danzan ante la Diosa de la Luna (Hina) entre palmeras y mangos. Detrás la montaña sagrada que sirve en su falda de enterramiento. Trata de transmitir música y olor a través de las líneas sinuosas y los colores (sinestesia). La pose de las mujeres remite a un relieve del templo de Borobudur en Java, del que Gauguin tenía fotografías, y también a la tradición budista e hindú, presente en numerosos cuadros. Sincretismo junto a una metamorfosis de los ídolos, puesto que las estatuas tahitianas (tiki) no eran tan altas como se da a entender en sus cuadros, medían a lo sumo metro y medio y no quedaban monumentos del culto antiguo. Se inventa esa escala inspirándose en las pequeñas estatuas que él mismo esculpía en madera y que no nos han llegado por la pobreza del material.
 
Gauguin no solía trabajar al natural, sintetizaba y luego pintaba en su estudio. En sus mujeres tendidas de espaldas se rastrean las de Ingres o Cézanne; en las poses de las mujeres retratadas (son escasísimos los retratos masculinos, al final, en las Marquesas hará alguno más) remite a las pastorales de Tiziano actualizadas por Pissarro con campesinas recostadas en el campo, de donde proceden las pastoras bretonas de Gauguin (1886-89) luego en Martinica y Tahití. Gran sensualidad en sus obras, en sus mujeres desnudas tendidas, rindiendo homenaje a Olympia de Manet (1863), serán fórmula para el magnífico Desnudo azul de Lariónov (1908) o El desnudo azul (Recuerdo de Biskra) de Matisse (1907). Matisse coincide en Tahití con el rodaje de Tabú de Murnau un director al que le une una cierto ímpetu artístico: “Murnau dispone sus elementos en cuadro como un pintor, logrando una imagen de gran belleza plástica y de gran fuerza expresiva que condensa una idea y comunica emociones al espectador.” (Luciano Berriatúa, Los proverbios chinos de F.W. Murnau. Madrid, Filmoteca Española, 1991). Gauguin como inicio del primitivismo que continuaría con fauves y expresionistas, donde la carga emocional es determinante en la carga plástica condicionante en el trazo, en el color, en la simplificación formal. Forjar el ideal natural, armonía a la que tender, conexión directa con la vida: Emil Nolde en los retratos expuestos denota un gran verismo documental. El viaje a Túnez de Klee y Macke les descubre su luz deslumbrante, exotismo que también vieron los Delaunay descubriendo en España o en Portugal la intensa luz donde las formas abandonan su consistencia.
 
Gustave Arosa fue tutor de Gauguin al fallecer su madre, era experto en la reproducción fotográfica de obras de arte y coleccionista de pintura moderna que además le consiguió el trabajo de comisionista para el agente de bolsa Paul Bertin. Quizá de esta relación o del uso de la fotografía por su admirado Delacroix hará que Gauguin reinterprete, de manera simbolista, las fotografías. A partir de 1860 se difunden las primeras fotografías tomadas bien por marineros o por los estudios fotográficos que se establecieron en Papeete. Gauguin las coleccionaba, de aquí Muchacha con abanico (1902), reinterpreta la fotografía de Louis Grelet, Tohotaua en el estudio de Gauguin, realizada poco antes de morir Gauguin se puede adivinar al fondo L’Espérance de Puvis Chavannes (1871-72), y más claramente Retrato de la mujer del artista con sus hijos (1528) de Hans Holbein.
 
Aparte de las reseñas de los libros mencionados en esta recensión (el catálogo de la exposición o de Guillermo Solana, Gauguin. Madrid, Arlanza Ed., 2004; además su conferencia dada sobre Mata Mua en la web del museo), merece verse la amplia reseña de Fietta Jarque en Babelia, suplemento de El País de 20.10.2012, donde alude a otra parte, menos tratada, de lo salvaje en Gauguín. Oviri (Salvaje) es una escultura sobre su tumba en las Marquesas que representa a Oviri-moe-aihere (El salvaje que duerme en la selva) un dios de la muerte y el duelo, que Guillermo Solana ha relacionado con esculturas del arte neoasirio que Gauguin habría visto en sus visitas al Louvre. Éste escribe (Antes y después. Barcelona, Nortesur, 2012): “Soñar despierto es más o menos lo mismo que soñar dormido. El sueño dormido es a menudo más audaz, a veces un poco más lógico” culminando un vasto sincretismo cultural, un sueño que nos transmite el intenso contenido espiritual en un entorno oriental, donde más que lo salvaje, encontrar “belleza, calma y voluptuosidad”.
 

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