Élisabeth-Sophie Chéron, célebre artista del XVII,
poeta, pintora e instrumentista de laúd y clave, le reprochaba a Veronese una falta de decoro al incluir
un perro en el cuadro titulado la Familia de Darío ante Alejandro
(1565-1567), a su parecer nada tenía que hacer allí el can. Nos lo dice en verso (en el catálogo de la
exposición de Veronese en el Museo del Prado): “Hay aquí un gran sujeto, / Pero
se van los ojos a otro objeto. / Vemos a una gran familia, / Padre, madre, hijo
e hija. / Un niño juega con su perro, / Y he aquí un gran yerro / En esta divina
pintura, / que exige nuestra censura”. Chéron,
como Charles Perrault y parte de la crítica francesa, acusaban a Veronese de que
no se atuviera a las convenciones y que de alguna forma mintiera en la
composición. Todo ello con vistas a establecer la superioridad de Charles Le
Brun y que el rey adquiera los cuadros de éste y no los del veneciano.
Paolo Veronese mintió antes que a los franceses, al Tribunal de la Inquisición que le sugirió cambiar unas figuras del todo indecorosas, según ese tribunal, en una Santa Cena (una de tantas cenas que pintó). No las quitó y con tal de mantener esa virtud del esplendor veneciano, cambió el título del cuadro que pasó a llamarse La cena en casa de Leví (1573).
Veronese mentía y un manto rojo suyo nunca es totalmente rojo y no siempre esa sensación de rojo la provoca el pigmento, sino los estratos de pintura y tipos de pincelada que disponía sobre el lienzo, según nos dice Ana González Mozo en el catálogo de la exposición. Este hábito de utilizar el lienzo como si fuera un elemento más de la pintura, involucrándolo en la construcción de la imagen, tuvo una especial importancia en nuestro pintor. Siguiendo a esta doctora y restauradora, esas superficies rugosas pero de aspecto mullido apelan al sentido del tacto. De tal manera que todo es ficticio, pero a través de su gesto y de la cualidad de la materia puesta en escena nos hace creer que lo que cuenta es real.
Así que podrá haber mentido a cierta crítica francesa o al Santo Oficio, pero no a Rubens, Tiepolo, Watteau o Delacroix que vieron resuelta en Veronese la antinomia entre la unidad tonal y la luminosidad de los colores, consiguiendo mantener al mismo tiempo la armonía del conjunto y la saturación de colores. De esta forma, nos dice Michel Nochmann, en el catálogo de la muestra, las sombras no son totalmente negras gracias a los reflejos, lo que conecta su obra con los impresionistas y con Cézanne, que más de trescientos años después de la creación de las Bodas de Caná (se lo llevaron las tropas napoleónicas), esperaba hallar el secreto de esa luz a plein air.
Además, con las transiciones suaves entre pigmentos (se ha demostrado que sí empleaba las veladuras, aunque no tan delicadas como las de Gentile Bellini) y la rugosidad de la tela, la luz se difunde provocando un desenfoque en esas transiciones y hace también que los colores más saturados se atemperen. Daniele Barbaro, mecenas y cliente de Veronese lo describía así: “hacer los contornos de una manera suave y difuminada, para que se entienda lo que no se ve, o más bien que el ojo crea ver lo que no ve, que es una separación dulcísima, una delicadeza en el horizonte de nuestra visión, que es y no es”.
No me resisto a poner el original en italiano (en el catálogo, pg. 137) que a mi modo de entender tiene mayor gratia y que me recuerda las conversaciones con el gran pintor contemporáneo, admirador de lo veneciano, Carlos León: “Fare i contorni di modo dolci, et sfumati, che ancho s’intenda quel che non si vede, anzi che l’occhio pensi di vedere, quello ch’egli non vede, che è un fuggir dolcissimo, una tenerezza nel’orizonte della vista nostra, che è, et non é”.
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