miércoles, 25 de febrero de 2009

EL AMOR ES EL DEMONIO

Sobre la exposición de Francis Bacon

Los cuerpos enlazados de las parejas, tendidos en las soleadas explanadas que bordean tanto el Museo del Prado como la iglesia de Los Jerónimos, parecen atentar contra la gravedad afianzada en los discursos de crisis. La brillante luz adelantada de la primavera envuelve y entremezcla las figuras retando a nuestras superficiales nociones de anatomía, anticipan lo que nos espera dentro: Los cuerpos deformados de Bacon rodeados del constante marco dorado como frontera de mundos.

El título de esta reseña aprovecha el de la película sobre Bacon que hizo John Maybury (Love is the Devil. Study for a portrait of Francis Bacon, 1998) y que hace referencia no sólo a la pasión y zozobra de las pasiones vividas, como él declarará, sino también a la atracción erótica que sentía por el dolor físico. El Museo del Prado fue un lugar recurrente en su vida, donde acudía a desentrañar en silencio determinadas obras, donde estudiaba en detalle trazos y pigmentos, es decir la materia pictórica que le permitiría fundir la pintura en imagen y viceversa; donde quizá condensaba su materia filosófica hacia el cuerpo y la naturaleza humanos, sus emociones inherentes y su violencia: los problemas de vivir. Por su acendrado ateísmo (que no significa falto de creencias), podemos pensar que estaría satisfecho por el contraste subversivo, casi un cuerpo a cuerpo, con el lugar donde se celebra la exposición, tan cerca del edificio que representa todas sus tentaciones prohibidas.

Desde que existe Google y demás portales informáticos, los datos generales parece innecesario reflejarlos, cualquiera puede acceder a las influencias de Bacon, sus concurrencias de estilo o sus afanes vitales y así nos evitamos las frases tantas veces reproducidas en los medios de comunicación. Desde aquí, fundamentalmente alentamos a que visiten la exposición en el Museo del Prado, magníficamente comisariada por Manuela Mena, que en la página web del Prado hace un recorrido por la exposición que elimina todas las dudas biográficas, estilísticas o sentimentales de Bacon.

Así, resumiendo lo más posible, diremos que Bacon llegará a ser considerado uno de los artistas más importantes del siglo XX, y más todavía desde la óptica británica. Sus trabajos han sido relacionados con Picasso, Giacometti, Fautrier, Soutine, Matisse, Van Gogh, Daumier, Goya, Ingres, Rembrandt, Velázquez y Miguel Ángel. Es decir unas referencias tan poderosas de las que ningún artista puede escapar fácilmente.

Bacon distorsiona la figura humana como vemos también en Henry Moore, y a veces parece confinarla entre marcos geométricos (la geometría del miedo lo llamaría Herbert Read) que, aunque sabemos que proceden de sus diseños de muebles, recuerdan cierto modo de hacer en las pinturas de Giacometti, encuadrándolas o acotándolas en una especie de fotograma delineado, como si lo viera a través de una cámara fotográfica o aquellas cámaras oscuras renacentistas de las que otro Bacon, Roger, en el siglo XIII, fue un antecesor en su uso. Parece que tuviera “el diablo en el cuerpo”, practicando con furia una suerte de Body Art deformando los cuerpos al no aguantar la fisicidad fuera de las contundentes caricias de sus amantes, y sólo mira y soporta el cuerpo a través del reflejo de las partes, destacando la animalidad que pueda haber en él: la boca depredadora capaz de engullir tanta atrocidad como la que remite.

La propensión de Bacon a destruir gran parte de su obra, limitaba bastante su productividad y fue hacia 1945 junto a obras del ya citado Henry Moore y Graham Sutherland que su tema sobre la crucifixión llamó la atención por la consternación que sugería (hay una pequeña Crucifixión de 1933 tan violenta piel sin huesos, que parece estar en venta en un secadero de pieles). Este tema lo retomará en los sesenta en un formato superior y una intensidad mayor en la representación de la violencia. Junto a Roy de Maistre, que trató también el mismo tema, su inspiración provenía de los bombardeos sufridos en Londres y de las fotografías de los campos de concentración nazis que enlazaban de forma desgarrada con el sufrimiento de la carne que representa la Crucifixión en la tradición occidental y asimismo enlazaba con las figuras de las Euménides y su furia vengativa reflejada en la tragedia griega a través del poeta T.S. Eliot.

Otro de los grandes temas que encontramos en esta exposición es su serie sobre Inocencio X el papa que más que pintar (troppo vero), fotografió Velázquez, y que Bacon aprovecha para reflejar las teorías existencialistas contemporáneas (las preguntas sartreanas) sobre la imposibilidad o la dificultad extrema de comunicación entre los individuos, al menos eso podemos pensar al ver a uno de esos papas a punto de gritar o de respirar ansiado; o hacer del atormentado Van Gogh un objeto, más que una figura en un paisaje. Falta de comunicación que individualiza como también veremos reflejado en sus figuras casi soldadas al suelo por la sombra. Así el tríptico lo utiliza para obstaculizar la narración o la composición unitaria que esa pintura pudiera desatar. Cada cuadro, cada individuo reflejado en el lienzo posee su propia densidad visual y narrativa, si acaso. Bacon pretende que su pintura llegue, impacte directamente al sistema nervioso, frente a otro tipo de pinturas que deben dar un largo rodeo por el cerebro (véase David Sylvester, Entrevistas con Francis Bacon. Barcelona, Polígrafa, 1977; Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación. Madrid, Arena Libros, 2002 – París 1981).

En Bacon encontramos piel de inquietante textura, cuerpos que continúan el film de Tod Browning Freaks, en trabazón secuencial y fatalista como la que pudiéramos ver en Goya. Cabría decir también que el cine, el dinamismo cinético es una constante en su obra: desde sus referencias a Miguel Ángel (su dinamismo invade la Capilla Sixtina, y como él, Bacon también dibujaba, aunque no lo admitiera) a las fotográficas de Muybridge que independizan o individualizan cada instante de una secuencia del movimiento capturado, etapas del movimiento. El fatalismo de su pintura enlaza con esa crisis fatal del sistema con la que abríamos el artículo. Podemos decir que Bacon desarrolla su obra justo cuando el Imperio Británico empieza su decadencia al igual que su admirado Velázquez con la decadencia de España a partir de la Guerra de los Treinta Años. Bacon vivió más crisis, la de Suez en 1956 o las revueltas, por esos años, en el Magreb, las capeo sin dejar de crear, siendo ya un lugar común asociar los periodos de crisis a grandes desarrollos artísticos; prueba de ello la acabamos de tener en el Museo Thyssen en una magnífica exposición donde coincide el desarrollo de las vanguardias con la Primera Guerra Mundial.

En la década de los sesenta y setenta hay que reseñar un aumento del cromatismo, producto quizá del incipiente Pop y sobre todo del Expresionismo Abstracto y Colour Field americanos; reseñar también, por esos años, los retratos, no del natural sino apoyados en su memoria y en fotografías, un tanto sórdidas (las de Henrietta Moraes), que señalan la materialidad del cuerpo, fundamentalmente a sus amigos, ya que éstos estarían dispuestos a perdonarle la distorsión que les hiciera. Gilles Deleuze decía que los espejos de Bacon son lo contrario a los de Lewis Carroll, y puede que en el fondo sean dos formas contrarias de llegar a la tragedia: la del reverendo Dodgson evadiéndose, con sus fotografías y sus cuentos, de la lógica matemática y el ascetismo oxoniense; o la de Bacon que, a pocos kilómetros de allí, sabe que palpando la sangre se conquista la tragedia, de ahí que entre bacanales y amigos eleve la herida al triunfo hedonista.

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